Nadie se imaginaba que una tragedia de ese tipo podría ocurrir allí. Pero a la hora de las causas, vienen los problemas. Unos llaman a discutir las razones por las cuales se producen masacres como estas; otros, más conformistas, afirman que el mundo es como es, y que fenómenos de ese tipo resultan incontrolables e inevitables, una manera de internalizar la cultura de la violencia. Y, con ello, a veces sobreviene un sofisma propio de la Asociación Nacional del Rifle: no son las armas las que matan sino los individuos.
Por solo aludir al pasado más reciente, en febrero en Parkland, Florida, un estudiante mató a tiro limpio con un fusil semiautomático a 17 jóvenes en una escuela; poco después desde el hotel Mandalay Bay, en Las Vegas, un tirador con motivaciones todavía no muy claras ametralló a los asistentes a un concierto de música country, con un saldo de 58 personas muertas y 851 heridas; antes, en Orlando, se produjo un baño de sangre en una discoteca gay, con 49 fallecidos…
Esta matanza de Pittsburgh, a la que aludí al inicio es otro crimen de odio. El país no se había recuperado del impacto de un trumpista enviando bombas por correo a miembros del liderazgo demócrata, frecuentemente aludidos/satanizados en discursos y tuits del Presidente, cuando Robert Bowers, de 54 años, irrumpió en la sinagoga Árbol de la Vida para diseminar su mensaje de fuego y muerte, esta vez sobre once personas de la tercera edad que asistían al servicio. “Muerte a los judíos” –era el mantra zumbando en su cabeza.
Sospechoso de masacre en Pittsburgh: “todos los judíos debían morir”
Pero como todo asesino, necesitaba legitimar la acción con uno o varios pretextos. En su cuenta de Gab.com, uno de los sitios más concurridos de la llamada alt-right, afirmó que los judíos estaban ayudando a transportar a miembros de la caravana de emigrantes centroamericanos proveniente de Honduras, una verdadera obsesión en estos tiempos de xenofobia y rechazo al otro, en especial (pero no solo) en los sectores más radicales del conservadurismo, nostálgicos de unos Estados Unidos que el viento se llevó.
Evidentemente el antisemitismo, ese que siempre ha estado ahí, ha venido experimentando de un tiempo a esta parte un inusitado auge como resultado de la acción de grupos nacionalistas blancos, nativistas, neofascistas y de la derecha alternativa, que perciben en el trumpismo una suerte de tierra de promisión. El mitin Unite the Right en Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017, no fue en realidad sobre la protección de una estatua del general sureño Robert E. Lee, sino un plante en siete y media sobre la legitimidad de la cultura y la supremacía blancas, y una defensa del legado racista de la Confederación.
Igualmente, un acto pletórico de racismo anti-negro, pero también de antisemitismo. Los manifestantes exhibieron suásticas y gritaron consignas tipo “Sangre y Suelo” (soil and blood), extraída de la mismísima ideología nazi. “Esta ciudad está dirigida por comunistas judíos y negros criminales”, le dijo uno a un periodista en plena luz del día. Sitios webs nazis llamaron entonces a quemar una sinagoga. “Los judíos no nos reemplazarán”, gritaban enardecidos, antorchas en manos.
Antes, en una reunión en Washington DC del Instituto de Política Nacional, “una organización independiente dedicada al patrimonio, la identidad, y futuro de las personas de ascendencia europea en los Estados Unidos y el mundo”, se había producido un suceso para muchos desconcertante. El nacionalista blanco y presidente de ese abominable think tank, Richard Spencer, se dirigió a los participantes de la siguiente forma: “¡Salve Trump, saluda a nuestro pueblo, saluda la victoria!”.
Ayer fue noche de Halloween. Robert Boers fue instruido de 44 cargos, incluyendo crímenes de odio por religión. Muchos norteamericanos la encararon en jardines y patios con una pregunta incómoda, en realidad un zumbido, acerca del destino de los huevos de la serpiente.
“La semana pasada, las fuerzas del odio han aterrorizado tres veces a nuestros compatriotas estadounidenses por sus creencias políticas, el color de su piel o su religión”, dijo el ex vicepresidente Joe Biden. “Esto no es lo que somos. Necesitamos reconocer que las palabras importan. Las palabras importan”.