Nueva Orleans es una ciudad de Estados Unidos, pero en rigor pertenece al Caribe, ese que el historiador Manuel Moreno Fraginals definía no solo por su economía de plantación, sino también por una cultura compartida en medio de su rica diversidad. En el Sur la fuerza de trabajo esclava se concentró en el algodón, e hizo posible la fastuosa riqueza de una plantocracia que, a la postre, devino freno para el desarrollo de la Unión y condujo a una Guerra civil, sin dudas una de las más cruentas de la historia moderna. Lo del Sur no fue ni por asomo un acto de traición, sino consecuencia de problemas estructurales y contradicciones inevitables en el devenir de una nueva nación.
En Nueva Orleans el impacto de las culturas africanas es un dato. Y no solo por su abundante población afro-americana (60%, según el Censo de 2010), sino sobre todo por su estatuto de cuna del jazz, su marca identitaria más famosa. Desde el Aereopuerto Internacional, que lleva el nombre de Louis Armstrong, hasta los jam sessions de Bourbon Street, esa calle donde el pecado suele vestirse de largo, las sonoridades jazzísticas —en sus diferentes modalidades y estilos— son una suerte de pan nuestro de cada día. Desde este punto de vista, sus pariguales están en Brasil y Cuba, las otras dos tradiciones musicales más poderosas del continente. Y Nueva Orleans no se entiende sin la palabra fusión. Es el único lugar de Estados Unidos donde existe una comida criolla, hecha de influencias africanas, francesas, españolas y americanas nativas, y presidida por el quimbombó y otras exquisiteces que se disfrutan en festivales y actividades populares.
Congo Square es uno de los sitios que tributan a esa excepcionalidad. Se trata de un espacio donde los esclavos y negros libres se reunían antaño para celebraciones, bailes y tambores. Según los historiadores en 1724, seis años después fundada la ciudad por los franceses, estos promulgaron el Code Noir o Código Negro, una serie de leyes que establecían a los domingos como días no laborables para los esclavos africanos. Como con la independencia de Estados Unidos la música africana había sido suprimida en todos estados, las reuniones en Congo Square devinieron un lugar tan atípico como emblemático.
La música que allí se tocaba, y que todavía hoy puede oírse, fue la matriz de lo que después de conocería como jazz. Al cabo de la Revolución Haitiana la entrada de colonos franceses, con sus esclavos, no hizo sino reforzar las influencias africanas, tanto en la música como en los bailes. Bajo el dominio francés, dos tercios de los esclavos de Nueva Orleans procedían de las actuales Senegal, Benin, Congo y Angola. Bajo el español, fueron traídos del Congo-Angola, así como de Sierra Leona y Mozambique.
Eso se mantuvo después de la compra de la Louisiana a los franceses, bajo el presidente Thomas Jefferson. Escribe un historiador: “Los registros de barcos de esclavos de la ciudad muestran que la mayoría se originaron en la región de Senegal, cuya gente tocaba una música, melismática, swing, influenciada por el canto coránico, con una textura menos polirrítmica que favorecía los instrumentos de cuerda portátiles. Trajeron consigo tradiciones de tocar banjos, una de las fuentes claves de las contribuciones de Nueva Orleans a la música popular”.
Pero, por otro lado, estuvo la presencia irlandesa. Expulsados de su tierra natal por la hambruna, los irlandeses empezaron a llegar entre 1820 y 1840. Pobres y marginales, particularmente susceptibles a las epidemias. Muchos se emplearon como mano de obra en el canal New Basin, proyecto que cobró miles de vidas. Aunque ya no es un vecindario irlandés, un área cercana al Garden District llamada Irish Channel conserva su nombre original. Sigue siendo el centro de las celebraciones por el Día de San Patricio, con los protagonistas del desfile de Magazine Street arrojando collares, coles, lechugas y caramelos de menta a la multitud. Se inicia con un desfile de carrozas por la Avenida Saint Charles, desde luego todo matizado por el verde, el color de los irlandeses. En Saint Charles lujo y boato imperan: hay mansiones millonarias de columnas dóricas y jónicas que evocan a Tara, la casona de Lo que el viento se llevó en la que el personaje de Scarlett juró no pasar hambre nunca jamás. Y se bebe cerveza y se baila y se canta como si se estuviera en Río de Janeiro o Santiago de Cuba.
Quizás por esa mezcla explosiva de africanos, irlandeses y otras cosas, en Nueva Orleans no suele haber demasiados recatos para las fiestas, hecho de abierto contraste con la cultura de otros estados de la Unión, en especial los más marcados por la herencia puritana. Una de ellas es el Carnaval o Mardi Gras, que se celebra en siempre febrero; poco después sobreviene el día de San Patricio, llevado a cabo por primera vez en 1809. Durante el transcurso del siglo XIX se formaron organizaciones sociales irlandesas y el teatro irlandés prosperó. La Iglesia de San Patricio, que aún está ahí, se fundó en 1833 porque los feligreses querían asistir a los servicios en inglés, no en francés.
Pero a principios de este año la calle que emblematiza al Mardi Gras, la misma Bourbon Street, se convirtió en un punto ardiente. Los expertos alegan que el último carnaval, con sus moloteras, bebezones y pegaderas de hombros, puede haber acelerado la propagación del virus. El doctor. F. Brobson Lutz Jr., un especialista en enfermedades infecciosas, dijo que esas celebraciones eran “una incubadora perfecta en el momento perfecto”.
Por eso las autoridades anunciaron que en el Mardi Gras de 2021 no habría desfiles. Para unos una anticipación de que el nuevo coronavirus seguirá siendo un azote durante el invierno; para otros, un shock total. Sin embargo, recientemente un portavoz de la oficina del alcalde puso el pie sobre el freno con el siguiente anuncio: “el Mardi Gras no se cancela; es diferente. Los mantendremos informados a medida que haya más información disponible”.
Mientras, en Nueva Orleans sigue imperando esa identidad a base de todo jazz, los descendientes de irlandeses esperando con su verde en las cabezas y la gente cerveza en mano caminando por esas calles, disfrutando de esa cosa más bien breve y finita que se llama la vida…