A cincuenta años del asesinato de Robert Francis Kennedy (1925-1968), siguen emergiendo demonios en torno a un clan irremediablemente marcado por el signo de lo trágico.
Como se conoce, aquella noche del 5 de junio, después de cantar victoria en las primarias de California por el Partido Demócrata, y de anunciar que sin dudas ganaría en la Convencion de Chicago, la vida del senador quedaría segada de manera dramática.
Armado con un revolver calibre 22, el joven palestino Sirhan Sirhan le dispararía tres tiros mientras él saludaba a varios simpatizantes en la cocina del Hotel Ambassador, camino a una conferencia de prensa. El primero, mortal, a quemarropa, sobre la oreja derecha; el segundo en el hombro; y el tercero en el pecho. Unos segundos que duraron toda una eternidad y que siguieron cambiando a los Estados Unidos después del asesinato, cuatro años antes, de su hermano John F. Kennedy y del de Martin Luther King en el Motel Lorraine de Memphis, Tennessee, apenas dos meses atrás.
Sin embargo, la tesis del asesino solitario tuvo detractores históricos en medio de alegaciones, en el sentido de que la Policía de Los Ángeles había ocultado evidencias, determinadas cuando menos por su voluntad de no reconocer serios errores cometidos durante el proceso investigativo. Uno de los primeros, ignorar el testimonio de Sandra Serrano, integrante de la campaña del senador, quien afirmó haber visto detrás del hotel, por la escalera de incendios, a un joven y a una muchacha ataviada con una saya blanca de óvalos negros. “Le disparamos, le disparamos” –dijeron. “¿A quién?” –preguntó Sandra. “Le disparamos al senador Kennedy’. Una pareja de cincuentones corroboró de manera independiente la existencia de ambos individuos corriendo.
También ocultar pruebas periciales y de impactos de bala. Un informe del FBI salido a la luz en los 80 gracias a la Ley de Libertad de Información, habla de dos impactos en la puerta ubicada detrás de Kennedy, lo cual colocaba el caso ante un problema: si el calibre 22 de Sirhan podía disparar solo ocho tiros –tres impactaron a Kennedy y cinco a cinco personas cercanas–, la tesis del asesino solitario se venía al piso. Más adelante, estudios de sonido sobre la escena del crimen llegaron a documentar trece disparos.
A fines de mayo último, ya con este nuevo aniversario en la puerta, el también abogado Robert Kennedy Jr. declaró a The Washington Post que no creía en la tesis del asesino solitario después de haberse entrevistado con Sirhan en la cárcel de California donde cumple cadena perpetua.
“Tenía que ver a Sirhan”, le dijo al Post. “Fui porque tenía curiosidad y estaba perturbado por lo que había visto en la evidencia”.
Después de tres horas conversando, Kennedy Jr. concluyó que había un segundo pistolero en el hotel la noche del tiroteo. “Me molestó que la persona equivocada podría haber sido condenada por matar a mi padre”, dijo. “Mi padre era el principal agente de la ley en este país. Creo que también le habría molestado si a alguien lo hubieran encarcelado por un crimen que no cometió”.
Por su parte a sus 93 años Paul Schrade, herido en la frente durante los sucesos, ha reiterado la existencia de un segundo gatillo que escapó en medio del caos de aquella larga noche. “Queremos una nueva investigación”, dijo. “No es una re-investigación, ya eso se ha hecho antes y siempre les han cerrado la puerta a los hechos. Ellos saben lo que hago: Sirhan no mató a Bobby Kennedy, un segundo pistolero lo hizo. Y no lo han admitido durante cincuenta años”.