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Es sábado, día dos de conflicto bélico entre Israel e Irán. Estoy con mi esposa en Jumeirah Beach, una de las playas públicas más populares de Dubái, justo en la orilla opuesta a la guerra. Aunque hay decenas de personas —incluso familias con niños—, la playa, coronada por la imponente silueta del Burj Al Arab, el célebre hotel con forma de vela, luce menos concurrida que en nuestra visita anterior, un par de semanas atrás.
Mientras acomodamos nuestras cosas sobre la arena, me pregunto si la guerra recién iniciada tendrá algo que ver con la disminución de bañistas. Pero, al menos como causa principal, descarto esa hipótesis. En esta misma época el año pasado —mi primero en Dubái— también noté una baja en la afluencia de público, coincidiendo con la subida de las temperaturas, que ya suelen superar los 40 grados durante el día.
Antes de entrar al mar —casi sin olas, lo que por sí solo ahuyenta a la comunidad de surfistas que suele reunirse aquí cuando hay oleaje—, descubro una gruesa columna de humo que se eleva a lo lejos, a la altura de Dubái Marina, y se dispersa en un cielo ya grisáceo por la neblina matutina. Me toma por sorpresa. Noto que otras personas también reparan en el humo, aunque sin mayor sobresalto.
Como algunas de ellas, busco información en el celular mientras mi mente, en modo macabro, fantasea con que tal vez un dron iraní perdido —Irán, al fin y al cabo, está a solo unos cientos de kilómetros en línea recta— o un fragmento de misil extraviado haya impactado en el opulento y turístico barrio dubaití.
Sin embargo, por fortuna, la realidad resulta menos dramática. El incendio, espectacular pero contenido, se había producido en un rascacielos de 67 pisos que, para cuando supe de él, ya estaba bajo control. No hubo víctimas entre sus casi cuatro mil residentes y, aunque aún no se había determinado la causa, todo apuntaba a un origen interno: tal vez un fallo eléctrico o una negligencia, de los que pronto se sabrá.
Aprovecho para buscar también información sobre la nueva guerra y encuentro lo que me temía, lo previsible: Irán e Israel han seguido atacándose y la cifra de víctimas va en aumento. Algunos misiles iraníes han logrado romper la renombrada defensa antiaérea israelí, tras prometer una respuesta “contundente”; mientras Tel Aviv tampoco ha dejado de disparar y amenaza con “hacer arder” Teherán.
Unas dos horas después, cuando ya nos vamos de la playa para evitar el momento en que más escuece el sol, tropiezo otra vez con el mismo panorama en la pantalla de mi móvil: ataques y declaraciones incendiarias de un lado y de otro, a la par de llamados internacionales —continuos, aunque inútiles— a poner fin al conflicto.
Al menos el humo del rascacielos incendiado en Dubái Marina se ha ido afinando en la distancia hasta casi desaparecer.
***
Martes, día cinco de la guerra. Estoy en la cocina del apartamento con Alí, uno de mis compañeros de piso, originario de Pakistán. A diferencia de otros pakistaníes que he conocido en Dubái —en general, más bien callados o parcos al interactuar con personas fuera de su entorno—, Alí es locuaz y sonriente. Siempre saluda y entabla conversación, incluso cuando va con prisa.
Esta vez, sin embargo, lo noto distinto, retraído. Me dice que es por algo del trabajo, cuando le pregunto mientras cada uno está en lo suyo: él, calentando su comida —una especie de guiso de lentejas con carne, muy condimentado—, y yo, fregando los platos. Dudo si insistir —y de paso practicar un poco mi inglés— o dejarlo rumiando sus pensamientos. Pero es él quien retoma el hilo: también tiene que ver con la guerra, dice.
Sus preocupaciones van en dos direcciones. Por un lado, le inquieta lo que representa la actual escalada entre Irán e Israel en términos globales, y especialmente en la región, aunque cree que los Emiratos Árabes no se involucrarán directamente en el conflicto. Por otro, le preocupa cómo puede afectarlo personalmente, tanto en sus planes inmediatos como en su vida en general.
Alí es técnico electrónico, pero trabaja como vendedor. Buena parte de su salario la envía a su esposa en Pakistán, con quien acaba de tener un hijo. Ella estuvo junto a él hasta el final del embarazo, cuando regresó a su país para evitar los elevados costos de dar a luz en Dubái. Fue entonces que Alí se mudó al apartamento que ahora compartimos, y desde entonces viene contando los días para conocer al niño.
Planeaba hacerlo dentro de unas semanas, aprovechando el impasse veraniego en la ciudad. Pero ahora teme que la guerra lo impida. Que los vuelos —ya afectados por cancelaciones— se vean interrumpidos a mayor escala, que no pueda viajar, o que, de lograrlo, quede atrapado allá y pierda su trabajo. Esto último podría costarle también su residencia emiratí y trastocar toda su vida.
Alí, como otros habitantes de esta parte del mundo que he conocido en Dubái, no tiene precisamente una buena opinión de Israel. “Son unos criminales —sostiene— . Dicen que atacan para defenderse y que no le disparan a los civiles, pero ya han matado a miles en Palestina y ayer bombardearon la televisión de Irán”.
Mi roommate se solidariza con los iraníes no porque sean musulmanes como él, me dice, sino porque fueron atacados primero, y entiende que deben responder con fuerza a su agresor. Aún así, reza porque todo se calme y se imponga la diplomacia, pero teme que una posible entrada de Estados Unidos —que tampoco es santo de su devoción— añada más combustible a un conflicto que tiene en vilo al mundo.
“La guerra nunca es buena para nadie”, sentencia como despedida e intenta poner mejor cara mientras se marcha a su cuarto a comer. Le respondo con un gesto y al quedarme solo en la cocina reparo en que apenas he balbuceado palabras en inglés —fui prácticamente testigo de un monólogo de desahogo de Alí— y en que ahora estoy más preocupado que antes de nuestra conversación. Mucho más.
Irán restringe acceso a internet, lanza misiles contra Israel y recibe nueva oleada de bombardeos
***
Lunes, día once del conflicto. En la última semana, lejos de enfriarse, el escenario no ha hecho sino empeorar. Los llamados a la diplomacia han caído en saco roto y la Administración Trump, tras anunciar un plazo para decidir si entraba en la guerra, bombardeó casi de inmediato tres instalaciones nucleares iraníes. Irán, como era de esperar, prometió una respuesta “proporcional” y con “consecuencias duraderas”.
Salgo a hacer un par de compras rápidas y me cruzo con Cristian, otro cubano con el que ocasionalmente coincido por el barrio y con quien suelo intercambiar algunas palabras. No somos amigos —apenas coterráneos, cada cual concentrado en su vida en este sitio lejano—, así que normalmente nos saludamos, comentamos lo básico, y alguna que otra vez hablamos un poco más: de nosotros, de Cuba.
Cristian lleva varios meses en Dubái y trabaja como camarero, o más precisamente como runner, ayudante del camarero. Aunque con su salario —y las propinas— podría costear un lugar mejor, sigue viviendo en la habitación de un apartamento compartido con otros siete hombres, ninguno cubano. Está ahorrando para traer a su esposa más adelante y, entonces sí, mudarse con ella a otro sitio.
Le pregunto por la guerra, si no está preocupado o reconsiderando sus planes, y me mira como si le hubiera dicho un mal chiste. O algo peor.
—Eso ni me pasa por la cabeza —responde, serio.
Como otros conocidos con los que he hablado en estos días, está convencido de que en los Emiratos “no va a pasar nada”. Y si pasa, “ya veré qué hago”. Pero lo que sí tiene claro es que “para Cuba no vuelvo”, sentencia, inflexible.
No regresar a Cuba es también el consejo de varios amigos que me han escrito preocupados desde la isla.
“Mira a ver pa’ dónde tú coges, pero pa’ acá no vires, que esto está mucho más en candela que cuando te fuiste”, me advirtió uno. Otros —y también mi familia— son menos tajantes. Me piden que no descarte la posibilidad de volver si “las cosas se complican”.
“Allá tú”, remata Cristian cuando le comento.
Mientras camino de vuelta a mi alquiler, repaso la conversación con Cristian, los distintos mensajes que he recibido desde que comenzó la guerra, y me pregunto si estaré siendo demasiado alarmista. A pesar de las cancelaciones de vuelos y la entrada de Estados Unidos en el conflicto —que ha encendido aún más las alertas en la región—, Dubái parece inalterable: las calles bullen de gente y autos como en cualquier otra noche.
Ya en la habitación, poco antes de dormir, busco información actualizada y leo sobre el ataque iraní a Qatar. Me paralizo. Aunque en principio no hubo víctimas ni impactos directos sobre la base estadounidense atacada, temo que haya más misiles en el aire, con otros objetivos. ¿Y si alguno apunta a este país, a esta ciudad?
Las sirenas, por suerte, no llegan a sonar.
Después de una hora de lecturas y actualizaciones sobre el ataque y su repercusión, mi esposa cae rendida por el sueño. Yo, en cambio, sigo despierto un buen rato, incluso después de leer que este ataque sin consecuencias parece haber sido la única represalia iraní por los bombardeos estadounidenses. Según las fuentes, Irán ya se da por satisfecho.
Al filo de la madrugada, me asomo al balcón, buscando domar los pinchazos de adrenalina. No hay brisa, pero tampoco demasiado calor. Las luces de Dubái se pierden en la noche, lejanas y quietas. Abajo, en la calle, la gente y los autos siguen pasando como si nada. En un balcón cercano, incluso escucho risas.
Finalmente me acuesto, algo más tranquilo. Aun así, tardo un poco en dormir.
***
Martes, día doce de la guerra. Me levanto con la noticia de que Trump ha anunciado exultante un alto al fuego. Lo que hace apenas unas horas parecía una expansión aún mayor del conflicto ha terminado dando paso a un acuerdo de tregua, aunque frágil e impreciso, al punto de que Irán e Israel se han seguido atacando hasta el último momento e, incluso, más allá de la hora en que se presumía su comienzo.
Con todo, la noticia es recibida como un bálsamo en el mundo y, en particular, en Medio Oriente. Organizaciones y gobiernos —entre ellos el emiratí— celebran el acuerdo y lanzan un enésimo llamado a la paz; Israel e Irán se dan por ganadores; y Trump —que bautizó el enfrentamiento como la “Guerra de los 12 días”— regaña públicamente a ambos por violar la tregua y poner en riesgo su imagen de pacificador.
Salgo al balcón con una taza de café y una extraña mezcla de alivio e incredulidad; una alegría contenida porque se ha detenido —aunque sea temporalmente— el conflicto. Ese conflicto. Porque muy cerca, en Gaza, siguen muriendo palestinos. Y porque el miedo de que todo vuelva a estallar en cualquier momento —por un equívoco o por una jugada geopolítica calculada desde oficinas que no conocen el sonido de las bombas— no desaparece del todo.
Temo que por un tiempo esa sensación incómoda, contradictoria, me siga acompañando. Que me empuje a hurgar una y otra vez en las noticias, a idear planes de contingencia, aun cuando la paz logre mantenerse, frágil, sobre la cuerda floja.
En el horizonte, el mar del Golfo Pérsico se funde con la bruma matutina y me devuelve una imagen borrosa, imprevisible.