I
Las abdicaciones de Bayona fueron una serie forzada (mayo de 1808) mediante las cuales el rey Carlos IV y su hijo y heredero Fernando VII renunciaban a sus derechos a la corona española a favor de Napoleón Bonaparte, que pretendía establecer un Estado satélite en la península ibérica.
El emperador cedió sus derechos a su hermano José Bonaparte, más conocido popularmente como Pepe Botella o Pepe Plazuelas, quien asumiría como rey de España bajo el título de José I. Esta usurpación provocó un levantamiento popular. Los ciudadanos de Madrid se levantaron contra la ocupación francesa el 2 de mayo.
La ciudad de Zaragoza, a escasos kilómetros de los Pirineos, al principio no fue tocada por los franceses. Para ellos, era irrelevante. Habían ocupado zonas estratégicas para tratar de evitar cualquier motín y obraban con la percepción de que controlar a los españoles sería algo así como coser y cantar. Después de todo, tenían el mejor ejército del mundo. Pero Zaragoza se levantó en armas el 24 de mayo de 1808.
Sus pobladores no reconocían la nueva monarquía y protagonizaban la resistencia a los invasores. La gran mayoría de los historiadores coinciden en señalar que el levantamiento de mayo en España obligó a Napoleón a variar sus planes. “Sus casi 120 000 hombres se encontraban dispersos en medio de una población hostil”, escribe uno.
Mientras los franceses trataban de neutralizar los focos rebeldes, el conde de Charles Lefebvre Desnouettes se dirigió a Zaragoza. Aquella campaña debía ser una suerte de paseo militar en el que apenas se emplearían municiones. “Para él, los aragoneses no eran más que un montón de campesinos palurdos”, asegura otro historiador.
El 25 de mayo el capitán general de Aragón, José de Palafox, apenas tenía bajo su mando a 220 hombres armados. Diecinueve días después, el 13 de junio, ya eran cerca de 10 000. Este dato va acompañado por otro de la mayor importancia: los tejados de las casas estaban llenos de “palurdos” tirándoles con todo a los invasores con pistolas y fusiles. Y también por las navajas cabriteras empleadas por los paisanos contra los caballos de los agresores.
Contra todo pronóstico, en la acción militar del 15 de junio de 1808 los defensores lograron preservar a Zaragoza de los franceses. Con más de 700 muertos franceses y 300 españoles, este resultado implicó la derrota y la humillación para el ejército de Napoleón.
Pero seis meses más tarde, el 21 de diciembre de 1808, los franceses volvieron a la carga: sitiaron de nuevo la ciudad. Esta vez llevaron 35 000 soldados de infantería y 2 000 de caballería, los polacos, todos comandados por el mariscal Jean Lannes en persona.
La lucha fue singular, sobre todo en los barrios periféricos. Los franceses tuvieron bajas descomunales, se vieron obligados a rendir vivienda por vivienda ante los ataques originados en cada ventana, en cada rincón, volando prácticamente cada edificio que encontraban a su paso.
Pero ya en febrero de 1809 cada uno de esos centros de resistencia fueron cayendo, igual que los conventos, convertidos en fortines por los pobladores. “Paz y capitulación” solicitó el general francés Verdier en agosto de 1808. “Guerra y cuchillo” fue la respuesta que recibió de los defensores. Finalmente, la falta de comida y el tifus hicieron el resto. Cuentan que Palafox se resistía a claudicar, pero murió de tifus y fue remplazado por una Junta de Defensa que decidió rendir Zaragoza. Algunos partidarios suyos quisieron continuar la lucha e intentaron asaltar los arsenales, pero la ciudad capituló el 21 de febrero. En carta a Bonaparte, el mariscal Jean Lannes escribió lo siguiente:
Jamás he visto encarnizamiento igual al que muestran nuestros enemigos en la defensa de esta plaza. Las mujeres se dejan matar delante de la brecha. Es preciso organizar un asalto por cada casa. El sitio de Zaragoza no se parece en nada a nuestras anteriores guerras. Es una guerra que horroriza. La ciudad arde en estos momentos por cuatro puntos distintos, y llueven sobre ella las bombas a centenares, pero nada basta para intimidar a sus defensores… ¡Qué guerra! ¡Qué hombres! Un asedio en cada calle, una mina bajo cada casa. ¡Verse obligado a matar a tantos valientes, o mejor a tantos furiosos! Esto es terrible. La victoria da pena.
Para lograrla, las fuerzas del imperio “habían usado dos cuerpos de ejército, cuatro mariscales, 132 piezas de artillería, 9 500 kilos de pólvora en minas y otros 69 325 kilos de pólvora usada en fusiles y piezas artilleras y 32 700 proyectiles de artillería”, sostiene otro historiador.
En Zaragoza llegó a haber alrededor de 6 000 cadáveres insepultos, “un teatro de desolación”, escribe un cronista. La ciudad quedó prácticamente destruida. Pasó de tener 55 000 habitantes a apenas 12 000.
II
En enero de 1809, dos ejércitos de Napoleón, comandados por los mariscales Jean de Dieu Soult y Michel Ney, entraron en Galicia.
Los franceses iniciaron la ocupación cometiendo cualquier cantidad de atropellos. Cuando los gallegos se levantaron contra ellos, reaccionaron inmisericordemente violando, asesinando e incendiándolo todo. La reconquista de Vigo fue el mayor triunfo de los rebeldes y también la liberación de Tui, Pontevedra y Compostela.
Entonces sobrevino la represalia: el general Antoine Louise Popon de Maucune marchó sobre el sur de Galicia en una campaña que hoy llamaríamos de tierra arrasada. El mariscal Ney intentó aplastar la rebelión, pero fue vencido en la batalla de Ponte Sampaio por un ejército irregular, una fuerza integrada por paisanos mal armados, sin instrucción militar, pero con una voluntad de lucha fuera de toda duda.
En Historia de la guerra de España y Portugal, John Jones da fe de “la perseverancia y la constancia maravillosa” de los gallegos: “La banda desorganizada, casi sin uniformes, en la época de la retirada de los franceses, esperaba el momento oportuno para echarlos con vergüenza del territorio galiciano”. Y dice seguidamente: “Así pues, los dos más hábiles mariscales de Bonaparte, encargados por él de dominar la Península, fueron, por decirlo así, expulsados de Galicia por guerrillas y restos de tropas regulares. Rudos paisanos, tropas sin instrucción y mal armadas, caudillos inexpertos triunfaron sobre huestes aguerridas y consumados generales”.
Al final del día, los rebeldes gallegos tampoco pudieron detener la ocupación francesa. Sin embargo, le pusieron las cosas muy difíciles, sobre todo cuando intentaban imponer su dominio administrativo y político en los territorios donde ganaron.
De acuerdo con los historiadores, el debilitamiento de Napoleón en Europa, que le obligó a retirar tropas de España, la mejor organización de los sublevados y el apoyo militar y económico que les dio Gran Bretaña hicieron que los franceses fueran perdiendo más y más terreno en la Península Ibérica.
En 1813 Napoleón firmó el tratado de Valençay, el nombre del castillo donde Fernando VII había permanecido retenido junto con su hermano y su tío.
Mediante ese tratado, se le devolvía la corona española a Fernando VII y Napoleón se comprometía a retirar todas las tropas que le quedaban en territorio español.
Fernando VII volvió a España como rey. La derrota de Napoleón y su imperio invasor pasó a los libros de Historia.