Tengo la impresión, por lo que han estado revelando, de que Netflix no va a defraudar, contra muchos de los pronósticos lanzados. Al parecer han realizado una serie de las que hay-que-ver con Cien años de soledad.
Se ha dicho mucho que este lance cinematográfico va a modificar la forma en que hasta ahora hemos imaginado a Macondo y sus seres. Hay quienes andan nostálgicos o soltando chispas por ese motivo, a priori, y sin darle ningún beneficio al audiovisual que estrenó el 11 de diciembre.
El libro, publicado en 1967, con traducciones a más de 40 idiomas, es uno de los más difundidos de la literatura latinoamericana. La serie, al poner rostro, voz, acento, expresión física a los personajes, va a configurar, inevitablemente, ciertos perímetros a la fantasía de sus millones de lectores y a la del propio García Márquez.
Seguramente, la versión audiovisual ha tenido que recurrir a la poda de escenas, las elipsis, las modificaciones temporales. Trasladar a la pantalla una novela tan extensa, que es como una ráfaga incesante de vida, donde siempre están ocurriendo muchas de cosas y en la que, al mismo tiempo, hay muy pocos diálogos, debe haber requerido un guion muy esculpido para poder encajar un formato en otro.
Álex García, codirector junto con Laura Mora, ha dicho que lo más importante era respetar el tono del libro y que creen haberlo logrado. Cuando tenían dudas, “siempre regresábamos al libro”. Era su Biblia, explicó. Sin embargo, ninguno de nosotros desde el público puede esperar que aparezca en pantalla la novela que llevamos en nuestra memoria, tal cual la hemos construido.
Como sabía de antemano todo esto, desde que Netflix anunció que se enrolaría en esta empresa, pensé que debía leer otra vez el texto. Por última vez, antes de quedar “contaminada”, antes de que “me lo echaran a perder”. Así que, hace unos días, empecé mi tercera lectura de la novela, lentamente, sin apuros. Pospondré todo lo posible el exponerme a la puesta en escena televisiva mientras que en mi libro Macondo siga en pie.
La primera vez que leí Cien años de soledad tenía 14 años y significó para mí, sobre todo, la posibilidad de vencer la extensión del grueso volumen: era una lectora poco entrenada y fue la puerta más importante a la literatura adulta. En ese primer round tuve a mano la edición de tapa amarilla de Casa de las Américas (les debo el año).
Recuerdo haber hecho apuntes colaterales en algún papel sobre la intrincada genealogía de los Buendía, so pena de perderme en esos vericuetos incestuosos. Me imagino que ha sido para muchos un recurso inevitable también.
Gran parte de los detalles e intersticios de las historias se me escaparon. Me quedé con las levitaciones, las mariposas, el olor de las begonias, el singular apetito de Rebeca por la tierra, el hilo de sangre de José Arcadio llegando a la cocina de Úrsula Iguarán. Caleidoscópicas escenas de una imaginería colosal. Y el hielo, por supuesto. Bajo la carpa caliente y húmeda de los gitanos.
Con todo eso crecí. Es decir, soy quien soy, también, porque en esos días en que estaba empezando a conformar mis propios márgenes y cauces mentales, puse en mi cerebro esas posibilidades mágicas macondianas, sin más intermediación que la de la página impresa y la recomendación de mi padre.
Una segunda lectura, a los treinta y algo, me devolvió un libro en el que pude descubrir, además, algunas de las tácticas literarias del autor. El plano de la historia, aunque volvió a resultarme fascinante, cedía importancia frente al descubrimiento de las argucias garciamarquianas en esta suerte de “libro total”, libro genésico también, que le valió su pase brillante a la posteridad.
En las dos primeras inmersiones en la novela, la casa grande, territorio de la estirpe, era, en mi mente, muy parecida a la casona que ocupa el número 214 de la calle Castillo entre Serafín Sánchez y Calleja, en Morón, donde vivieron hasta el final mis tías abuelas.
Tenía, igual que aquella, estancias enormes, un patio interior sembrado de rosas, aledaño a un corredor que vertebraba toda la casa; una cocina, centro vital de la familia, abierta al sol; un último cuarto que desembocaba en el patio de tierra, donde engordaban, encerrados en jaulas hechas de tablones, los cerdos de la subsistencia, y desde donde se podían lanzar los chícharos que alimentaban a las gallinas criollas y sus gallos de amanecer. ¡Aquellos 80 pródigos en chícharos socialistas!
Los armarios, las camas y las cómodas de Angélica y Celia, mis tías, soltera una y viuda la otra, eran de otra época y sin lustre. Fueron la referencia con la que amueblé imaginativamente las habitaciones de Amaranta y Rebeca. El sucedáneo del castaño en el que José Arcadio Buendía fue amarrado, también estaba allí: un delgaducho limonero que con el tiempo, por cierto, dejó de dar limones. Así como el caracolillo que inundaba la cerca, se secó.
Mi Macondo fue Morón. Quizás por su tempo, su sencillez y esencialidad; la de un mundo que yo viví a través de mis abuelas. Por las conversaciones del día a día; los sagrados corazones de Jesús en aquellas casas soleadas y polvorientas de mis parientes; los cuentos de las canturrías entre los Leyva y los Sarduy (Sarduices); la rotunda decisión de Irene (Nene), la matriarca, de no hablar nunca más; la delgadez de Fico (Federico), el patriarca, sentado en un taburete, con las piernas cruzadas y el pelo muy blanco. Murió tembloroso, con Parkinson, auxiliado por sus hijas, inquebrantables cuidadoras.
Y ahora Netflix borrará de un plumazo esa evocación mía tan íntima, construyendo la casa “real”, tal cual fue erigida por Gabo, José Arcadio y Úrsula. Y se colombianizará aún más un relato, unos paisajes, unas gentes en las que muchos hemos estado viéndonos, con profunda nostalgia durante décadas: tratando de entendernos.
Como así será, sin remedio, lo único importante que quería yo decir aquí, después de todos estos párrafos, es que, quien pueda, lea. Lea ese grandísimo libro, antes de que el fulgor de la pantalla arrase y se convierta en el referente más importante de una obra como Cien años de soledad, bordada para retratarnos, admirarnos y recrearnos en esa magia poderosa que nos distingue y libera.