Xia Ji, la abuela del primer emperador de China, Qin Shi Huang, tenía un mono llamado Pa Puh Xhi. Un gibón aullador. De los que ya no queda uno. Qin Shi fue quien ordenó cocer hace 2300 años, el legendario ejército de terracota. Ocho mil guerreros a tamaño natural con sus caballos y celulares. Hacía ya lo suyo que la abuela alborotara con el mono los pasillos imperiales. La bulla de Pa Puh Xhi hizo del nieto un desquiciado. El pequeño mono, un Junzi Imperial, apareció en una cámara funeraria imperial de Xia Ji, en Shaanxi. Dentro de un jarrón con tapa.
Otros gibones hoy, también al borde de la extinción, se desplazan a través de la jungla a velocidades imposibles. Saltando pendularmente de un árbol a otro, en lances de hasta quince metros, su despliegue vocal es escandaloso. Audible desde una distancia similar a la que separa el Morro de La Habana del Mercado de La Copa, en Miramar. Familias enteras entonan complejas canciones para defender sus fronteras y poner a otros monos en su sitio.
Los ecosistemas salvajes no conceden privilegios. El status se define en jerarquía o sumisión. Los grupos interactúan en relaciones intraespecíficas simples y equilibradas pero siempre — y esto aplica a los humanos— surgen estructuras torcidas de las características conductuales específicas de algunos miembros. Los objetivos son dominio y liderazgo.
No hace una semana comentaba en un texto similar cómo la gráfica popular refleja una tirantez innecesaria entre oferta y demanda. Décadas estresantes han disparado un marcaje simbólico que no se aleja de la pragmática comportamental de los irracionales. Si los mamíferos orinan, defecan y se restriegan en la hierba para limitar el espacio que consideran inviolable, los humanos cuelgan letreritos para acotar coordenadas geopolíticas y sociales.
El imperativo insular por definirlas obsesivamente y con ellas, las obvias relaciones de dominación, llega hasta la zanja del último callejón. Se expresan desde los grados militares con la suma de estrellitas hasta los logos de los timbirichis. Aunque en el último caso, pisoteen su relación con el cliente. Relación que debería ir más allá de transacciones puntuales y mero intercambio y orientarse a nexos vinculantes basados en la confianza mutua.
Cuando recibí la imagen del logo de la cafetería “Mío y qué” pensé en desecharla. Ya había tratado el tema. Pero mirándola bien, es aún más agresiva que la que la precede: “Es lo que hay”. Y no quiero dejarla pasar. Porque es la guapería barata de siempre. Tampoco vale la pena comentar la forma. Un jarrón de Xia Ji, lanzado desde la cima del Annapurna quedaría en mejor estado que este cartel. Vandalizado que parece por una plaga de demonios o atendido por el Ministerio de Conservación de Carteles Públicos.
¿Es necesario? ¿Acaso esta declaración infantil pero brutal de propiedad, propone un concurso empático? ¿Es esto vocación de servicio? ¿Es ésta una sociedad sana? ¿De dónde sale esta manía de asentar criterios de dominación en todo nuestro repertorio simbólico?
Es un banquete leer a R10.
De acuerdo contigo, me encanta