Kyle and Clark

Supongamos que Clark Joseph Kent se harta de Lois Lane. O viceversa. Y conoce a Ñika Marín, recepcionista del Registro Civil de Arroyo. Se enamoran y se van a vivir a La Guinera.

Superman puede alcanzar una velocidad de 675 billones de kilómetros por hora. Imaginen qué sucedería si a esa velocidad se estrellara contra un bloque de marshmallow. No sería, sin embargo, el único modo de contemplar un cataclismo atómico y rosado, tibio. Supongamos que Clark Joseph Kent se harta de Lois Lane. O viceversa. Y conoce a Ñika Marín, recepcionista del Registro Civil de Arroyo. Se enamoran y se van a vivir a La Guinera. Como puede esperarse de Superman, su Superbebito nace a los siete meses equipado ya con pequeñas potestades. Pero no tiene qué ponerse. Hay que buscar ropita. Un poco desesperado, Clark pide a Kyle Rayner  —Linterna Verde— que se quede con ellos en el rancho hasta que la criatura arranque de raíz sus primeros algarrobos. A causa de los constantes apagones Linterna proporcionará algunas luminiscencias mortecinas y aceitunadas. Nótese que sin ser considerada una Superwoman, Ñika relegó en Superman todas las responsabilidades domésticas ante el estupor del resto de las estrellas de DC Entertainment y mofa de los de Marvel Worldwide.

Superman y Linterna visitan la Unidad Comercial La Gloria, en el Vedado, porque es allí donde deben comprar la canastilla que les ha sido asignada. El ambiente es extraño. Perciben una alegría grisácea, un batiburrillo de resignación, esperanza y melancolía.

Porque alguien decidió que en una misma tienda se vendieran productos para recién nacidos y para postrados o enfermos terminales. Alguna lógica tiene. Retorcida, seca, ridícula y distante de lo que una mentalidad de servicio solicita. Cierto que un bebé y un anciano recién abatido tienen necesidades comunes. Ambos comparten la fatalidad de no poder valerse por sí mismos. Y necesitan productos similares. Pañales, pomadas protectoras, cremas hidratantes, sabanillas, hules, toallitas húmedas y muchos más. Es la vida. Los niños crecerán hasta volverse adultos y los ancianos, por el contrario, se vuelven niños.

Cuando un usuario llega a este local, buscando lo que el sistema le puede ofrecer —un adulto mayor que necesita crema antiescaras para su pareja— lo recibe un ambiente que celebra furibundo la vida que comienza. Inmerso en el final de un ciclo personal, abrumado por el esfuerzo de detener la degradación humana, es súbitamente hundido en un corral de nenes y monadas. Un tortazo a su condición anímica. Será dirigido a plomizas disgresiones sobre la vida, la muerte y el destino.

El diseñador desarrolló su estrategia: ¿a quién no le gustan los bebés? ¿Para qué ocuparse de los desgraciados? Vengan rosados, azulitos, maripositas, marugas y sonajeros. ¿Cómo bautizamos este fantástico establecimiento? Algo que alabe lo divino, lo que da vida o la quita. «La Gloria» por supuesto. ¡La vida florece enaltecida!  En cada comienzo hay un hechizo que nos protege y nos ayuda a vivir, escribió Herman Hesse en sus Escalones. Por eso, encima de la primera consonante del logo —no importa que se hunda de ese lado— florecen estilizadas inflorescencias que explotarán luego a granel.


Llega detrás Superman radiante buscando talquito y culeros y marca detrás de la señora que intenta encontrar algún remedio para el padre. Baja el volumen de su dicha para no importunar a la doliente. Que se autopercibe como un estorbo. Y así se gesta un salcocho emocional indigesto. Por meter bajo el mismo techo una sala materno infantil y una funeraria.

Un disparate. Las personas llegan allí con buenos, o malos presagios. Saldrán confusas, con sentimientos encontrados. La mediocridad infecta y corrompe cada una de las estancias comunicantes. Se respira una atmósfera babélica, babilónica e inextricable. Una vez más el servicio se concibe en función de sí mismo. De una masa deshumanizada y ficticia que solo habita en los manuales o en los periódicos. Un concepto egocéntrico y petulante del oficio. Vuelve a dejarse al individuo —el fin último de cualquier política— en un estercolero. 

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