Lo de “ser cultos para ser libres” lo venimos escuchando desde que se inventó el hilo negro. Una frase perfecta, como casi todas las que dejó el Apóstol. La sentencia amalgama en el crisol de la oratoria sus principios morales y éticos, y el espíritu emancipador de su tiempo. Parece clara, tan clara como el parabrisas de un Porsche recién salido de la fábrica. Sin embargo, su aplicación en la práctica, en el vapor de la vida cotidiana, no es “coser y cantar”.
Sucede que la cultura no garantiza una vida plena, esa que se vive sin las ataduras del espíritu. Ser cultos condiciona el modo en que percibimos la realidad. Y esta, por lo general, es bastante rústica. Una noche, en una de aquellas fiestas míticas en la casa de Mayito —cuando la exposición de los refrigeradores— escuché a uno de los chapistas disertar con una autoridad tremenda sobre un jamón serrano que escondían debajo de una mesa. Decía que aquella suela de zapato era para idiotas, que no se podía meter dentro de un pan como sí se podía con cualquier jamón de andar por casa. Que la mortadella de la bodega, aquel tubo infame donde se posaban todas las moscas de la tierra, sabía mejor, que se podía cortar fácilmente y mataba todas las hambres. Que en su vida cambiaría un tubo de mortadella por un serrano.
Bueno, mi módico repertorio cultural tiende a descalificar la comparación. Aquel obrero era un inocente de los que no saben distinguir un zorro de un oso. Pero es cierto que su paladar disfrutaba realmente de la mortadella. Tampoco sabía que el serrano se cortaba en lonjas muy finas, demasiado finas para su glotonería. Y relacionaba el goce con la ausencia de hambre. Priorizaba la cantidad sobre la calidad. Posiblemente ignoraba que el jamón de calidad es para degustar, no para saciar el hambre. Para el hambre es mejor el pan con cosas o pizzas baratas.
¿Cómo se puede entonces ser libre si no hay otra que enfrentar este infame paquete de fideos? Parece veneno para ratas. El envoltorio lo dice todo y nada a la vez. Supongo que sea una mala fotografía, porque el color es deprimente. El aspecto del producto es lúgubre, sombrío. Si Lovecraft quisiera describir un puñado de gusanos agitándose en los pulmones de un moribundo tomaría esta imagen como referencia.
La etiqueta, en blanco y negro, parece un inventario de arandelas. Arina…, Aceite, Color y Sal. F.F. (fecha de fabricación) y FV (fecha de vencimiento). Fideos de seis meses de vida. ¿Qué puede ser más desalentador? La cultura molesta cuando tropezamos con una ‘Arina’, empieza a zumbar, trina, grazna y ya no libera, esclaviza. Nos hace esclavos del ‘como debía ser’. Mientras más referencias de calidad dominemos más deprimente nos parecerá el ‘simple estar’, la exposición involuntaria a la ‘inhumanidad’.
Siempre tuve claro que el conocimiento nos aleja de la vida tal cual —al parecer— fue concebida, esto es: sin el concurso de la idea. El pensamiento y la razón son errores que surgieron del desafortunado fenómeno de la humanidad. Nunca vi personas más felices que los borrachos del barrio. Operaban con dos o tres discusiones básicas: mujeres, comida y pelota. Se burlaban los unos de los otros y habían aprendido a no escuchar a sus atormentadas esposas cuando llegaban ensopados de alcohol a medianoche. Felices como los filósofos chapistas de la mortadella. Felices como los animales saciados.
Los infelices somos los que hemos elevado el umbral de la tolerancia. Todo nos parece mal, todo nos sabe a nada: horrible la cena, el almuerzo, los modales del camarero, los platos desiguales, el exceso de comino, las palabras trastocadas; todo es insultante. Quedamos esclavos del ideal.
Entiendo o creo entender por dónde venía el Maestro. Pero como toda frase enjundiosa, esta también tiene dibujo en el forro. Los cultos taciturnos —y de ellos se recoge copiosa evidencia en la literatura— se arrastran por el pantano de la mediocridad hasta morir un día cualquiera, de una manera patética e indigna. Los meten en un ataúd con comején y olor a humedad, que se desfonda al meterlo en la fosa y caen en el suelo en una posición antinatural y ridícula. Su alma atormentada se retuerce y rodeando a los dolientes se lanza encabritada al limbo donde llorará por media eternidad, que es lo mismo que la eternidad entera.
Ser cultos no es la mejor manera de ser libres. Con perdón del Maestro, al cual acoto con mucha humildad y cabeza baja.