— ¿Por fin se le pasó el berrinche a René?
— No hija, no… le va a durar meses.
— ¡Que cosa! ¿Quién se iba a imaginar que el viejo tenía esa mala entraña. Toda una vida prometiéndole al sobrino que le dejaría el almendrón. Y mira…
— Y lo bonito que está Yolanda. Cualquiera se enamora, reluciente, todo original, parece acabadito de pintar.
— Entre tú y yo… me dio tremenda gracia. Estuve riéndome días. Se me trancó la quijá y to’.
— Si… gracioso estuvo. Dejarle el carro sin el motor estuvo buenísimo. Parece que vendió toda la mecánica aparte. La caja de velocidades, los pedales, los cables, todo. Dejó la cáscara nada más. Pobre René, por poco le da una cosa. Bueno, debajo del capó encontramos un montón de cazuelas del año de la pera. Ve tú a saber si el viejo se hizo el místico y le quiso dejar una moraleja. Tenía libros de chinos en la casa. El caso es que, desde entonces, René no para de dar gritos y ni este caso le hace a nadie. Yo, para tratar de mejorar la cosa, le dije de abrir un restaurante. Vender la carrocería. Que de eso podíamos vivir unos meses. Me dijo que hiciera lo que me diera la gana y que lo dejara ver en paz las carreras de armadillos que ponen en Tele Rebelde cada vez que hay un partido bueno de fútbol.
Le vendimos todo a Robertico, por pedazos, porque ni los papeles del carro dejó. Y compramos dos fogones y cuatro mesas. ¿René? Trancao igual. Fíjate que no dejó que pusiera las mesas en la sala, que como tú sabes, es enorme y lo más bonito de la casa. Ni que pasara nadie por los cuartos. Que tenía el derecho de ver el noticiero en calzoncillos y no iba a cambiar su vida ni sus costumbres por cuatro quilos.
—¡Pero si se la pasa diciendo que no tiene ni cuatro quilos!
—Ya tú ves. Para no hacerte el cuento largo. Abrimos la paladar hace dos semanas. Y la gente ha llegado para que veas… se quedan un rato en la entrada, como pensando qué van a hacer. Otros se quedan parados delante del pasillito. Nadie se decide. Sobre todo parejitas. Bueno, una vino dos veces. Yoctandro y la novia que toman limonada y aprovechan para darse mordidas en la penumbra. Otros han llegado y dicen que quieren la comida cruda… que la cocinan después en su casa. No entiendo nada. Imagínate, si estoy tomando una orden, a una mesa y el energúmeno empieza a dar gritos para que lo atiendan: que si café, las chancletas, la hora, si va a a llover… insoportable. Así no hay negocio que prospere.
—A ver mi niña… qué más se puede pedir. El tuyo es el único restaurante de Sitio Perdido. Tienes que perseverar. René tiene toda la razón en estar como está. Con el almendrón podían salir de aquí, trabajar en la ciudad, comprar cosas. Hace meses que no pasa una guarandinga. El viejo parece que nunca lo quiso. Yo me acuerdo que desde que René era niño le tenía prometido el almendrón. Lo tenía en el garaje, sin sacarlo nunca, siempre reluciente… claro, si no tenía motor. El viejo era un demonio.
Con el letrero hicimos lo que pudimos. Uno y después el otro porque la gente es bruta. Es verdad que parece que el plato de arroz con frijoles está crudo… La gente toca y René tira una cutara contra la puerta. A la gente eso no le gusta Yolanda. Se paran delante del letrerito del pasillo y no se deciden. Porque él quiere que la puertecita esté cerrada. Y amarró el perro en la entrada. No hay timbre así que tienen que gritar. Yo me doy cuenta que hay clientes por la escándalo que forma el perro. Pensé mucho en el nombre, algo que tuviera que ver con el pueblo… Pollo perdido, Todo perdido, Tiempo perdido, ninguno me gustó mucho. Lo dejamos en Sitio Perdido. Así y todo creo que vamos avanzado, tú no crees Yolanda?
— Por supuesto Susana… Es el primer restaurante de Sitio Perdido en su historia. Va a salir bien, te lo prometo.