Spaghetti bolognesi e salsa all’uovo

La tipografía es una carrera aparte. A los que a ella se dedican se les llama tipógrafos y no son menos hábiles que los relojeros suizos.

A principios de los noventa descubría los misterios insondables de la tipografía de la mano del maestro Hugo Rivera Scott. Hugo trabajaba, además, en Casa de las Américas. E impartía clases de varias asignaturas en el Instituto Superior de Diseño Industrial. Así se llamaba entonces, porque —en mi opinión— después de todos esos años aún se arrastraba el prejuicio de considerar al diseño gráfico como una herencia incómoda del pasado. O porque es una de las herramientas de la manipulación mediática, o porque se le asocia a la publicidad, o porque el nombre “industrial” representaba mejor el propósito de mecanizar y automatizar el país para construir en tiempo récord el socialismo real.

Una de mis primeras tareas fue reproducir a mano alzada una tipografía reconocible. Hugo entregó a cada alumno una hoja impresa con un alfabeto. Sobre mi mesa descansaron las altas y bajas de la Akzident Grotesk. “Una tipografía llena de sutilezas”: la primera frase que me dirigió y creí notar en su tono y mirada, que serían demasiadas para un aprendiz de primer año. La familia fue diseñada en Berlin por la H. Berthold a finales del siglo XIX. Una de las primeras sans serif verdaderamente populares y que serviría de inspiración a la omnipresente Helvética. Cuando revisó mis primeros trazos me lanzó una mirada asesina. Había ignorado todas sus anunciadas sutilezas. No advertí que los ojales de la caja baja tenían una geometría particularísima. Apenas me percaté de que la de la altura x era un poco más baja que la que daba por sentada. Reproduje de cualquier manera las ligaduras, los ojales, los remates y sus rasgos descendentes y ascendentes. El profesor se percató enseguida de que se enfrentaba un estudiante distraído, más dado a la metafísica que al cuidado de los detalles.

Me llevó recio. No me dejó en paz por dos años y, a fuerza de zascas y comentarios sarcásticos, logró que abriera los ojos. Otra de las frases que le recuerdo afirmaba que una página bella era una montada en Garamond. Una de las fuentes más respetadas en toda la historia de la tipografía. Una romana creada por Claude Garamond, un tipógrafo francés, en el siglo XVI. Una historia deliciosa para los entendidos es el cómo se recuperaron los instrumentos originales con los cuáles se reconstruyó la familia, muchos años más tarde.

Pues bien. Muchísima de las fuentes con las que tropezamos hoy en día fueron diseñadas hace muchísimos años. La tipografía bien podría ser considerada un arte elitista. Es realmente difícil para los no profesionales entender sus principios fundamentales y ni se diga apreciar aquellas guarecidas sutilezas. Se necesita una sensibilidad extraordinaria o estudiarlas con atención.

Hoy recupero un par de ejemplos de uso cuestionable por parte de entendidos, incluso de profesionales. “Gravity” parece ser el nombre de un taller de instalación o reparación de audio para automóviles. El cartel deja ver los conos de un montón de bocinas en distintos colores. Su atmósfera es más que festiva, casi febril, entre ardientes colores. El logo está resuelto en una tipografía de notable intención futurista. Como si el taller bajara cada día de una órbita satelital a prestar servicios a los usuarios de la capital. No deja de ser por ello un cartel pregnante y llamativo, a pesar de simular una tosca pérdida de pintura en su zona izquierda. No es que esté mal, pero levanta unas expectativas tecnológicas un tanto inocentes para su entorno natural. A primera vista puedo ver el vagón de un tren con destino al siglo XXII, un pedazo de un transbordador espacial o la ventana de una nave de carga de Star Trek. Posiblemente la tipografía esté perfectamente ejecutada. No lo sé. No conozco la fuente. No me es familiar y siempre las he evitado con mucho cuidado. En mi opinión introduce un ligero ruido, promete un intangible que quizás no pueda satisfacer… o sí.

El segundo ejemplo me llamó más la atención porque creo está ejecutado, o concebido, por un diseñador de un nivel más alto. De un equipo que imagino exista todavía; en realidad no lo conozco. Sí recuerdo que casi todos los diseños de la Oficina del Historiador eran cuando menos competentes. Aunque unos fueran mejores que otros. En este caso la intención es muy buena. La editorial “Boloña”, por su parte, publica libros bellísimos. El nombre es todo un statement de compromiso con las mejores artes y oficios medievales. Bologna es una ciudad italiana del norte, con una larga historia cultural. Si no recuerdo mal, con uno de los cascos históricos más antiguos que se conservan. Y es la urbe que regaló al mundo la magnífica salsa boloñesa —y sus tagliatelle bolognesi.

No es errada la elección de una tipografía manuscrita o caligráfica. Para nada. Lo que está mal y casi macarrónico —para no apartarnos de tan deliciosa gastronomía—, es la elección de sus mayúsculas o caja alta. Un error de principiante, de estudiante de primer año, incluso de aspirante. Aunque combine perfectamente con el “fénix” que custodia el cartel. Porque más bien parece las rejas del herrero de palacio. No es sencillo, para quien no esté familiarizado por la editorial, leer correctamente la palabra BOLOÑA. Diría que hay que recorrer sus evoluciones como por un tobogán, para caer en el pozo de la certeza, del otro lado del sustantivo. Afortunadamente, toda esa zona fue creada y cotejada con sensibilidad y buen gusto y detalles como este no van a minimizar su discreto encanto.

La tipografía, como decía el mítico Hugo Rivera, es una carrera aparte. A los que a ella se dedican se les llama tipógrafos y no son menos hábiles que los relojeros suizos, los reparadores de cajas fuertes, prestidigitadores o neurocirujanos. Hay que reunir en un solo humano un montón de cualidades para sacar un tipógrafo al mercado. Conozco unos cuatro o cinco. Uno de ellos es de mis mejores amigos. Jamás cometería estos deslices.

 

 

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