En junio de 1969 el cuerpo de ingenieros del ejército de los Estados Unidos secó las cataratas del Niágara. Decidieron remover las rocas que la corriente dejaba caer a los pies de la cortina de agua porque la hacían más pequeña. Desviaron para ello el río Saint Lawrence con un dique inverosímil. Que no fue poca cosa, porque por allí cae toda el agua que abastece a los Grandes Lagos. La historia en torno a las cataratas es cautivante. Aunque no tanto como la atronadora caída que conmovió hasta el aturdimiento a escritores, pintores, naturalistas y a todos los que han podido observarlas.
Entre los más relevantes destacan Charles Dickens y el historiador Alexis de Tocqueville, ambos del siglo XIX. Y por supuesto, uno de nuestros tres poetas nacionales, José María Heredia, cuyo poema homónimo está allí grabado en una tarja, del lado canadiense.
Apreciar el cauce seco nos asoma a una intimidad a la que no se supone que estemos invitados. Ni en los últimos siglos, ni en los próximos. Las bestias antediluvianas pastaron en su lecho y otras inimaginables probablemente lo vuelvan a hacer cuando la especie humana se haya ido al garete, arrastrada por los lodos de los tiktokers y los Bad Bunnys de turno. Quien tuvo la suerte de trabajar en la remoción de las piedras encontró seguramente gafas, anillos, relojes, monedas y hasta alguna bicicleta que dejaron caer sus visitantes.
El lugar sobrecogía por ausencia. Si algo debió extrañarse fue el ruido ensordecedor del agua cayendo como un sinónimo memorable de vida. El silencio lo es de la muerte.
Las calles de mi ciudad están también hoy infectadas de ese silencio. Carteles con textos sin contenido. Frases incapaces de iniciar un diálogo, de provocar empatía. Desde todas partes se nos enciman consignas huecas que ya se perciben como la exhibición de la osamenta de un sistema de propaganda agotado. Como si su conexión con la existencia material se diera por perdida y apelara solamente a una fe ciega, a la negación de toda evidencia. El hálito helado del dogma empaña la visión del mañana.
Me comenta un gran amigo que, sin embargo, los bares siguen abiertos en La Habana. Y veo en las redes sociales a casi todo el mundo disfrutando de sus mojitos. Otros me cuentan que todo está perdido, que apenas tienen lo básico. Esta asimetría no es algo con lo que se suponía contáramos cuando nos adelantaban lo espléndido que sería el futuro si trabajábamos duro y rehusábamos lujos y comodidades.
En algún momento ellos desviaron las aguas para remover las piedras que la primera mitad del siglo XX acumuló en los márgenes de la realidad nacional. Levantaron un dique chapucero que silenció las noches de La Rampa. Se instauró un mutismo solemne en todas partes. Los ríos empezaron a detenerse y poco después empezamos a verle los blumers a la ciudad, el ladrillo pelado, la cabilla, las vigas maestras de sus edificios: los huesos. Sobre los muros descascarados pintaron letreros y proclamas sobre una existencia enaltecida que nadie podía percibir. Tan triste como asomarse al Niágara extenuado del verano del 69. Aquí nadie sabe cómo devolverle el cauce al río.
Heredia contempló las cataratas en un buen momento: ¿Qué voz humana describir podría / De la sirte rugiente / La aterradora faz?
Pero la violenta majestad de la corriente despertó también su ira por la vida que vio al otro lado desecha:
¡Omnipotente Dios! En otros climas
Vi monstruos execrables,
Blasfemando tu nombre sacrosanto,
Sembrar error y fanatismo impío,
Los campos inundar en sangre y llanto,
De hermanos atizar la infanda guerra,
Y desolar frenéticos la tierra.