El Museo Pedro Osma de Lima exhibe una pintura que puede ser considerada una de las primeras campañas de marketing político del Nuevo Mundo. La pieza, de cierto rebuscamiento formal e ideológico, representa la celebración simultánea de las nupcias entre los patriarcas de la Compañía de Jesús y las princesas descendientes de la realeza inca. Los matrimonios de Martín de Loyola con Beatriz Ñusta y de Juan de Borja con Lorenza Ñusta de Loyola. Encargada por los jesuitas del Cuzco setenta años después del primero de los matrimonios, la obra nos deja una representación más o menos sutil de la absorción de un imperio por otro. Y de la suplantación de un símbolo por otro en un ejercicio temprano de diseño de identidad. Arriba en el centro del hemiciclo, como en un eclipse, el monograma de la Orden de Jesús se superpone a la imagen de un sol radiante —Viracocha—, dios solar y emblema del imperio vencido.
Casualmente encontré días atrás, en las redes, referencias de un restaurante llamado Tiki Mar… Buenas, por cierto. Aunque sea de esperar que en su propia página puedan leerse las mejores opiniones. Pero no vamos a ello.
Dado que el restaurante está localizado en un Paseo Marítimo, el de 1ra y 70, y por una valoración expedita de sus elementos identitarios, lo asocio al libro que narra la célebre expedición de la Kon Tiki, emprendida en 1947 por el etnógrafo noruego Thor Heyerdahl. O con la película homónima del 2012 que dirigieron Joachim Rønning y Espen Sandberg y que fue nominada al Oscar. Incluso con el documental realizado por el mismo Heyerdahl que sí lo ganó en 1950.
El propósito de aquella aventura perseguía demostrar que los habitantes originales del Perú podían haber navegado hasta la Polinesia, cientos de años antes de Colón. Y una vez allí comenzar en las islas una nueva vida, con sus dioses y demás costumbres. A pesar de que Heyerdahl tuvo todo el éxito que podía esperarse y llegó a convertirse en un hombre de ciencia casi mitológico, los anodinos antropólogos contemporáneos no le han comprado el relato, aferrándose a la idea de que la Polinesia fue colonizada desde el Asia. La balsa que atravesó el Pacífico fue bautizada —como la expedición y finalmente el libro— con el nombre de Kon-Tiki, deidad solar inca entonces llamada Viracocha o más exactamente, Huiracocha: Apu Qun Illa Tiqsi Wiraquchan Pachayachachiq Pachakamaq, rosario de títulos como los que soportaba Daenerys Targaryen.
Así que nuestro “Tiki” se debe referir justamente a esa historia. Es un buen nombre. Yo diría que hasta muy bueno. Es en su representación donde me surgen algunas dudas. Aunque no invalide el ejercicio significante. Por supuesto que los dientes intervienen de manera decisiva en el acto de comer. Es mucho mejor tenerlos todos que solo algunos. No se puede triturar chicharrones con las encías. Aún así la “etiqueta” recomienda comer con la boca cerrada. Los dientes, si no es para lucir sonrisa, deben mantenerse en discreto recato. Entiendo que Huiracocha, como todos los dioses, pudo tener un carácter violento e irascible. Pero asocio esa expresión al posible estupor ante los precios de la carta. Su mirada es concentrada, retadora y algo estrábica bajo la gorrita azul del equipo nacional de pelota.
Brutal. Porque las representaciones de los dioses tenían entre sus objetivos infundir pavor para promover obediencia. Cuando llevamos dicha representación al mundo de los servicios provocamos en algún nivel de la conciencia un espanto similar. Solemos llevar las cosas a los extremos. Se puede ver perfectamente que la representación original de la deidad propone más bien una amarga sorpresa que ira retenida. También que el Kon Tiki de la balsa respeta su azorado semblante primordial. Sin embargo aquí, en nuestro litoral, a un metro del “diente de perro”, aflora en nuestro “Tiki” una apretada concentración de dientes que deja claro que la sopa la buscan en otro chiringuito. La gráfica de exteriores nos regala además, entre el admirador y su bailarina, otra imagen del dios solar, algo ebrio, mirándonos con sorna y con otra gran exhibición odontológica. Y por si no bastara tanta dentadura, cuelgan un tiburón de lo alto dando mordidas al aire.
Pero la realidad es que no es más que una adaptación del logo de los conocidos Tiki Bar que se encuentran en La Florida por todos lados. A Tiki Bar le digo lo mismo que a Tiki Mar. Espero que estos sí hayan leído el libro o visto la película. Está buenísima.