“Huyendo de los civiles / un gitano del Perchel”… Así empezaba una vieja canción de Raphael, a quien aborrecí en su momento tanto como a Daddy Yankee o a Romeo ahora. Pero no es de esperpentos que voy a escribir hoy. El caso es que el estribillo de aquel tema decía “échale guindas al pavo, / que yo le echaré a la pava / azúcar, canela y clavo”.
Era de una ridiculez supina, sí, pero en él encontré por vez primera el modismo que encabeza esta sección. Por entonces no tenía el auxilio de Internet, por lo que la Biblioteca Nacional solía ser mi exclusiva Dipirona antignorancia. Y entonces me encontré con José María Iribarren.
En su libro inmortal, El Porqué de los Dichos, el lexicógrafo apuntó que esta frase se dice para mostrar “asombro ante la facilidad con que otro hace una cosa o resuelve una dificultad”, y agregaba que deriva del proverbio “échale guindas a la Tarasca y verás cómo las masca”.
¿Qué es la Tarasca? Pues un monstruo legendario que aparece representado en las antiguas procesiones del Corpus Cristi en Madrid y otras capitales españolas. En tales eventos se sacaba una especie de dragón de cartón con cuello movedizo, en cuyo interior se colocaban varios portadores que hacían que la boca de la Tarasca se abriera y cerrara como queriendo tragarse el mundo.
Cuentan que su plato favorito eran las boinas de los pueblerinos que venían a la capital, que ensimismados como estaban no se percataban de que el bicho les escamoteaba los sombreros. No obstante, según Iribarren, “los muchachos le echaban por la boca a la Tarasca cerezas y guindas, regalo que agradecían mucho los que iban dentro”.
Con el tiempo la Tarasca quedó reemplazada por la guinda, y así llegó el dicho hasta mí en boca de Raphael, aunque fue la viril gitanería de Lola Flores lo que más contribuyó a su popularidad.
En tiempos de vacas gordas
Este modismo nos remite de inmediato al Antiguo Testamento, cuando los judíos eran esclavos de los egipcios. Según relata el libro del Génesis, cierta vez el faraón tuvo un sueño singular e inquietante en el que vio cómo siete vacas flacas devoraban a otras tantas vacas gordas. Desconcertado por tal visión, convocó a los adivinos de más renombre del país, pero ninguno de ellos supo interpretar satisfactoriamente la pesadilla.
Entonces hizo comparecer ante sí a José, hijo de Jacob y Raquel, y éste le explicó que las siete vacas gordas simbolizaban “los siete próximos años, que serían de abundancia y prosperidad”, mientras que las siete vacas flacas representaban la “escasez y penurias que harán que se olvide toda la abundancia de la tierra de Egipto durante otros siete años, y el hambre consumirá la tierra”. Se trataba, explicó José, de un presagio: “Lo que Dios va a hacer, lo ha mostrado al Faraón”.
El paso de los siglos no dejó caer en el olvido aquella enseñanza de sabiduría y prudencia, y aludir al período de vacas gordas nos remite inevitablemente a una etapa de prosperidad material, pero con la advertencia implícita de que a ese período habrá de sucederle otro de necesidades y apremios.
Por mi parte, hago votos porque algún día engorden.