Uno de los primeros actos del presidente Donald Trump durante su recién inaugurado segundo mandato fue restaurarle el nombre al pico más alto de la nación, en Alaska. El nombre había sido cambiado en 2015 por la Administración Obama, con la palabra con la que se le conoce entre la población originaria: Denali, “el más grande”—. Oficialmente, se llama de nuevo Monte McKinley, como en 1917 bajo el presidente Woodrow Wilson.
Una orden ejecutiva del pasado 20 de enero establece que:
el presidente William McKinley […] condujo heroicamente a nuestra nación a la victoria en la Guerra Hispano-Americana. Bajo su liderazgo, Estados Unidos disfrutó de un rápido crecimiento económico y prosperidad, incluida una expansión de las ganancias territoriales para la nación.
Y seguidamente, elabora:
El presidente McKinley defendió los aranceles para proteger la industria manufacturera estadounidense, impulsar la producción nacional, la industrialización y el alcance global de Estados Unidos a nuevas alturas […]. Esta orden honra al presidente McKinley por dar su vida por nuestra gran nación y reconoce diligentemente su legado histórico de proteger los intereses de Estados Unidos y generar una enorme riqueza para todos los estadounidenses.
Suscribible sin duda para el ”sentido común” que pretende instalarse en las conciencias, incluida la omisión del jingoísmo de la presidencia de McKinley (1897-1901) y el hecho de que en 1898 anexara a Hawái para levantar allí una base militar. Esto último sugiere, ciertamente, intrigantes paralelismos con lo que el actual ocupante de la mansión blanca se ha propuesto con Groenlandia, una expresión de ese “imperialismo performativo” con que Jonathan Chait ha caracterizado lo que va de su segundo término.

Pero en esa orden hay una mistificación que ahora me interesa más. Me refiero al hecho de que 1890 el entonces congresista William McKinley propusiera una ley para elevar los derechos de importación de mercancías y bienes a un promedio del 50 %, uno de los niveles más altos en la historia de Estados Unidos.
La lógica de entonces era la siguiente: si los bienes extranjeros son más caros, los estadounidenses comprarán productos nacionales, lo que impulsaría la expansión económica. En otras palabras, se trataba de una estrategia arancelaria que buscaba proteger la industria nacional y reducir la dependencia de las importaciones.
Pero la realidad suele ser terca y dejar ciertas lecciones, si se le escucha sin cortapisas ideológicos. La primera, que lejos de fortalecer la posición comercial de Estados Unidos, aquella movida desató las represalias lógicas de otras naciones. La segunda, que los precios de las mercancías subieron en el mercado interno, golpeando en particular a los ciudadanos y núcleos familiares de ingresos medios y bajos. Y la tercera, que al final hubo una reacción popular.
Un historiador recuerda uno de sus efectos colaterales:
En ese momento, algunos republicanos soñaban con anexar Canadá, creyendo que la presión económica empujaría a los canadienses a buscar la estadidad. En cambio, el arancel tuvo el efecto opuesto: los nacionalistas canadienses se movilizaron contra lo que consideraban una coerción económica. El país profundizó sus vínculos con el Imperio Británico, reforzando las mismas barreras comerciales que Estados Unidos buscaba desmantelar.
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Trump ha hecho de los aranceles el punto central de su estrategia económica, argumentando que traerán empleos de regreso a Estados Unidos y reducirán el déficit comercial. Pero, como en los días de McKinley, se sabe que los aranceles no reducen los déficits comerciales, sino al contrario: a menudo los aumentan. Y que, de hecho, desalientan el comercio en ambos lados, lo cual conduce a menos exportaciones e importaciones.
No haría falta un doctorado en Economía para descubrir la acción de leyes del mercado en este problema. Como los importadores estadounidenses pagan los aranceles, sus empresas asumirán los costos adicionales. Si bien algunas pueden optar por absorber todo o parte de estos, los costos se trasladan, como norma, a los consumidores en forma de precios más altos.
“Si hay un aumento significativo de los aranceles, esos costos probablemente se trasladarán a los consumidores y las empresas estadounidenses”, dijo Brian Peck, director ejecutivo del Centro de Derecho y Negocios Transnacionales de la Universidad del Sur de California.
De manera que los aranceles anunciados por Trump tendrían, entre otros, los siguientes efectos sobre los consumidores de Estados Unidos:
- En el caso de México, costarán al hogar promedio 435 dólares al año. En 2021, México proporcionó casi dos tercios de las importaciones de verduras de Estados Unidos y la mitad de las importaciones de frutas y frutos secos. El vecino del sur es hoy por hoy el principal proveedor de muchos productos del agro, por lo cual los precios al consumidor aumentarán inevitablemente: tomates, lechugas, frambuesas, pimientos, fresas… En el caso de los aguacates, el 90 % de los que consume Estados Unidos llegan de ahí.
- En el caso de Canadá, costarán al hogar promedio 309 dólares al año. Y algo muy importante: Estados Unidos importa aproximadamente 4,4 millones de barriles diarios de petróleo crudo de Canadá; es decir, alrededor del 27 % de la demanda total de las refinerías del país. Muchas refinerías del Medio Oeste y las Montañas Rocosas han gastado miles de millones en mejorar sus instalaciones para procesar el crudo de Canadá. Los aranceles sobre el crudo canadiense aumentarán los costos para estas refinerías, lo cual erosionará los márgenes de ganancias y se trasladará a los consumidores —precios más altos de la gasolina y el diésel—.
- En el caso de China, sumarán 329 dólares los costos por hogar anualmente. “Los iPhones, iPads, tabletas, computadoras portátiles, todo eso de Apple se vería afectado, lo que es una especie de escalada grande en comparación con la forma en que los bienes de consumo fueron protegidos de la mayoría de los aranceles de la primera guerra comercial”, predijo Erica York, vicepresidenta de política fiscal federal de la Tax Foundation.
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Pero si hay un renglón particularmente afectado, ese sería la producción de automóviles, altamente integrada entre Estados Unidos, México y Canadá. En efecto, las piezas de los vehículos van y vienen de un lado a otro entre los tres países durante todo el proceso de producción. Es más que probable, digamos, que con los aranceles aumenten los costos de carros como el Toyota Tacoma, que se importa de México, y del Chrysler Pacifica, importado de Canadá.
En resumen, como resultado, una familia estadounidense típica —si esto existe— podría enfrentar costos anuales más altos de entre 1 600 y 2 000 dólares…
Mientras tanto, como corolario, la confianza de los consumidores se ha hundido a su ritmo más rápido desde 2021. Los mercados bursátiles se han visto sacudidos por una política comercial volátil. Todos esos cambios bruscos del presidente Trump sobre los aranceles no han hecho sino introducir un sentido adicional de caos. El mismo que caracteriza casi todo lo que toca su Administración.
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Al final todo apunta a un gran déjà vu, de implementarse esa política. En octubre de 1890, poco después de entrar en vigor los aranceles de McKinley, aumentaron los precios al consumidor, incluidos los de la ropa, los alimentos, los relojes, los libros…
Y hay un dato histórico no menos importante. En las elecciones de medio término de 1890, los votantes se rebelaron. McKinley, el republicano, perdió su escaño en la Cámara y los demócratas tomaron el control de ese órgano legislativo.
“La palabra aranceles”, ha dicho sin embargo Donald Trump, “es la más bella del diccionario”.