La acción afirmativa (AA) es una consecuencia del movimiento por los derechos civiles. Iniciada en 1961 bajo el presidente John F. Kennedy (1961-1963) mediante la Orden Ejecutiva 10925, y continuada por su sucesor, Lyndon Jonhson (1963-1969), fue desde el principio una herramienta contra prácticas discriminatorias dirigida a mejorar las oportunidades de los afroamericanos. Desde entonces, y durante décadas, desde allí se formularon/implementaron políticas y regulaciones específicas para dar posibilidades laborales y educativas a miembros de las minorías, una manera de empoderarlas, acortar la brecha económico-sociocultural y promover la movilidad social ascendente.
Raza, origen étnico, género y discapacidad fueron pasando a ser desde entonces indicadores medibles a la hora de establecer políticas de integración en un país marcado por la idea del melting pot (una cultura que se mueve étnicamente de lo heterogéneo a lo homogéneo) y de las oportunidades para todos; en los hechos, sin embargo, atravesado por inequidades y asimetrías. La ausencia de personas de esos dominios en las estructuras de poder, cualquiera fuera su nivel, o la baja representación en estas, desmentía y aún desmiente a ojos vista cualquier credo al respecto.
Pero como en todo, después de adoptada la AA tuvo detractores que llegaron a considerarla una “discriminación a la inversa” y por consiguiente la desafiaron en los tribunales. Entre ellos estuvo el caso Regents of the University of California v. Bakke, que terminó en la Corte Suprema. En 1978 el máximo tribunal de Estados Unidos dictaminó (5-4) que las cuotas no podían usarse para reservar lugares para solicitantes de minorías si a los blancos se les negaba la oportunidad de competir. Fue el primero de varios dictámenes no necesariamente amables hacia la AA, pero que la conservaban bajo ciertas condiciones.
Acción afirmativa y guerra cultural
En 1991 James Davison Hunter escribió un libro (Culture Wars: The Struggle to Define America) que reflejaba lo que estaba viendo en la sociedad estadounidense de hace treinta años: las luchas por el aborto, los derechos de los homosexuales, la religión, los rezos en las escuelas públicas y otros temas del momento. El autor, por entonces un joven sociólogo y profesor de la Universidad de Virginia, le llamó al fenómeno una “guerra cultural”, reciclando un término originado la Alemania del siglo XIX (Kulturkampf) para denotar el conflicto que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIX entre el papa Pío IX y el Gobierno del prusiano Otto von Bismarck, llamado el Canciller de Hierro.
Lo cierto es que el libro de Davison Hunter sirvió para introducir esa categoría en la conversación pública estadounidense a la hora de referirse al conflicto entre autoridades seculares y religiosas o al choque de valores y creencias opuestas entre distintas facciones dentro de una misma nación.
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La llegada de Trump al poder ejecutivo, con sus movimientos pendulares contra casi cualquier expresión de liberalismo (empezando, naturalmente, por las políticas de su predecesor, Barack Obama), sería uno de los pies forzados de esa guerra cultural, una consecuencia de la polarización acumulada y tomada como estandarte por actores conservadores marcando un movimiento hacia el tradicionalismo.
Uno de ellos, el reciclaje del “excepcionalismo americano”; es decir, la vieja idea de que Estados Unidos es distinto, único o ejemplar en comparación con otras naciones, incluso en términos de clases sociales y raza.
De entonces a hoy el resultado de la movida ha redundado en el lanzamiento de verdaderas cruzadas ideológicas por parte de un sector de la clase política estadounidense apelando a mecanismos administrativos y legales con el objetivo de imponer sus visiones del mundo y aprovechando la ventaja de tener la mayoría republicana en un conjunto de legislaturas estatales; entre ellas, la de la Florida, un territorio gobernado por el ahora candidato a presidente Ron DeSantis.
Temas/problemas como la llamada cultura woke, el desmontaje de legislaciones pro LGBTIQ+, el aborto y la censura de libros en las escuelas públicas constituyen apenas cuatro motivos recurrentes de esa persistente agenda.
A pesar de su carácter controversial incluso en ambientes liberales, la AA era una realidad en colegios y universidades estadounidenses. Había permitido la entrada de estudiantes y profesores negros/as y latinos/as en su afán de corregir prácticas históricas de exclusión en lo educacional y lo laboral. Además, era una herida abierta en la agenda de actores republicanos involucrados en esa guerra.
El 29 junio de 2023, una Corte Suprema dominada por jueces conservadores emitió una opinión histórica (6-3) derribando ese árbol: los programas de acción afirmativa en las admisiones universitarias serían a partir de ese momento inconstitucionales.
La decisión revirtió décadas de decisiones favorables, si bien dictaminadas por estrechas mayorías de la Corte Suprema, que incluían, por cierto, jueces designados por los republicanos. Y puso fin a la capacidad de los colegios y universidades, tanto públicas como privadas, de considerar la “raza” como uno de los factores para decidir cuál de los solicitantes calificados será admitido.
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La demanda había sido puesta contra la Universidad de Harvard por Students for Fair Admissions (SFFA, por sus siglas en inglés), pero fue desestimada por una corte. Sin embargo, en febrero de 2019 la SFFA solicitó a la Corte Suprema revisar el caso. Esta entidad se autodefine como “un grupo sin fines de lucro formado por más de 20 mil estudiantes, padres y otras personas que creen que las clasificaciones y preferencias raciales en las admisiones universitarias son injustas, innecesarias e inconstitucionales”. Surgió con la misión de “apoyar y participar en litigios que restaurarán los principios originales del movimiento de derechos civiles de nuestra nación: la raza y el origen étnico de un estudiante no deben ser factores que perjudiquen o ayuden a ese estudiante a obtener la admisión en una universidad competitiva”.
La organización tiene un nombre elegante, y hasta suena liberal, pero no menciona el hecho de que se trata de una entidad conservadora fundada en 2014 por el activista Edward Blum, justamente con el objetivo de desafiar las políticas de AA en la educación.
Emergido a la escena pública en los años 80 durante el auge del movimiento neoconservador, Blum también fundó el Project for Fair Representation, enfilado a poner fin a las clasificaciones raciales en la educación, los procedimientos de votación, la redistribución de distritos legislativos y el empleo.
Dicen que donde las dan, las toman. Al día siguiente de emitido el fallo de la Suprema, Stephen Miller, exasesor de la Casa Blanca de Donald Trump, uno de sus personajes más viscerales y actual presidente de America First Legal (organización detrás de la demanda de los 20 estados republicanos contra el programa de parole humanitario de Biden), le envió una carta de advertencia a 200 decanos de facultades de Derecho amenazando con emprender acciones legales si no cumplían con las regulaciones del caso. Y en esa línea se movió el mismo Blum al mandarle un correo electrónico a 150 universidades. Estas, decía el texto, debían emitir directivas para disuadir a los aplicantes de acudir a la raza a la hora de hacer sus solicitudes de ingreso.
Pero el dictamen también fue utilizado como pivote para llevarlo a otros predios. El 19 de julio de 2023, trece fiscales generales republicanos de distintos estados enviaron una carta a los directores ejecutivos de Fortune 100 invocando el caso SFFA para atacar los programas afirmativos que consideraban racialmente discriminatorios en ciertas instituciones financieras.
Entidades como JP Morgan y Goldman Sachs habían estado planteándose aumentar la representación en sus colectivos laborales de estadounidenses negros, mujeres y otras minorías. Con ello los fiscales pasaban por alto que el mundo de las finanzas y la banca, históricamente y aún hoy, está dominado por hombres blancos. Simplemente no les interesaba. La cuestión era seguir ganando la guerra.
Un analista nos ha dejado un párrafo sobre el que valdría la pena reflexionar. “En lugar de tener en cuenta los rápidos cambios demográficos y las enormes disparidades en la sociedad estadounidense mediante políticas conservadoras reflexivas que amplíen las oportunidades, los republicanos continúan redoblando su apuesta por una política cansada y de guerra cultural que desgarra constantemente el tejido social de este país en busca de poder”.
Las universidades, que eran un gran burbuja, están cambiando: menos estudiantes, menos becas, cursos mas caros. Educación pública versus educación privada. Han cerrado decenas de programas de doctorado y maestría, sobre todo en humanidades.