Durante décadas los debates presidenciales han formado parte del panorama electoral en Estados Unidos. El primero ocurrió en 1960, cuando John F. Kennedy y Richard Nixon iniciaron una nueva era de la política que, para bien o para mal, puso en un primer plano la exposición de los candidatos a los medios y a su propia imagen pública.
Los estudiosos de la comunicación social han subrayado las peculiaridades de aquel primer debate, bien conocidas también por analistas y politólogos estadounidenses. Nixon, entonces vicepresidente, estaba sin afeitar, parecía viejo y cansado; mientras Kennedy, senador de Massachusetts, usaba maquillaje y figuraba joven y enérgico.
El hecho va acompañado de otro no menos importante: quienes vieron el debate por televisión generalmente dijeron que Kennedy lo había ganado, pero quienes lo escucharon por la radio dijeron que había sido Nixon.
Desde su génesis, imagen y sustancia fueron bifurcaciones de esos debates. Y han conducido a lo que Leslie Janka llamara alguna vez “el desplazamiento de la sustancia por la imagen”.
El poder de los debates televisivos
Los debates presidenciales tienen, grosso modo, el poder de influir en los votantes indecisos y modular/modificar la percepción pública sobre los candidatos. La experiencia, sin embargo, sugiere que su impacto en los resultados de las elecciones es más complejo de lo que a menudo se asume.
De acuerdo con un estudio del Pew Research Center llevado a cabo entre 1988 y 2016, el 63 % de los votantes reconoció que los debates fueron “muy útiles o algo útiles” a la hora de decidir a qué candidato apoyar. Pero también que no tenían, para ellos, un valor absoluto. Por ejemplo, que en las elecciones de 2016 (Donald Trump vs. Hillary Clinton) solo el 10 % de los votantes dijeron haber tomado una decisión definitiva “durante o después” de los debates, mientras que el 11 % dijo que decidirían “el día de las elecciones o en los días previos”.
Como evidencias más relevantes en este orden, podrían señalarse, entre otras, las siguientes:
- En el primer debate presidencial de 1984 (Ronald Reagan vs. Walter Mondale), Reagan estuvo incoherente y proyectaba una imagen de cansancio. (Las encuestas lo vieron perder ampliamente ante su rival). Tenía 73 años y enfrentaba crecientes preocupaciones de los votantes sobre la edad. (Hasta entonces era el presidente de más edad en la historia de Estados Unidos). Ese año, sin embargo, no perdió la Casa Blanca. En su segundo mandato arrasó en 49 estados.
- En el primer debate presidencial de 2004 (Bush Jr. vs. John Kerry) el entonces presidente Bush proyectó una imagen de molestia e irritación; a menudo fruncía el ceño ante los ataques de Kerry. Una encuesta de Pew Research Center mostró que el doble de espectadores del debate pensaba que Kerry había ganado. A pesar de su derrota inicial, Bush llegó la Casa Blanca ese año.
- En el primer debate presidencial de 2012 (Barack Obama vs. Mitt Romney), el demócrata tuvo una actuación mediocre frente a su oponente republicano. Fue dado como perdedor. Pero al final reelegido en noviembre de ese año.
La imagen de Biden
La imagen de debilidad y confusión fue, en efecto, el saldo neto que dejó el primer debate con Trump para el demócrata Joe Biden. Las apelaciones de sus correligionarios a abandonar la contienda fueron inmediatas, en lo que se conoce como “el pánico de los demócratas”.
La misma noche del debate se inició una discusión decisiva dentro de las filas del partido que se extiende hasta ahora, y que probablemente seguirá durante algún tiempo antes de la Convención Demócrata, a celebrarse en el United Center de Chicago del 9 al 22 de agosto.
Hubo rápidos intentos de reacomodo y recomposición. Al siguiente día Biden se movió en el mismo sentido que Reagan aquel 1984: reconocer su derrota. En un mitin en Carolina del Norte, en el que se energizó como no lo hizo la noche más nefasta de su ya su larga carrera política, dijo: “Sé que no soy un hombre joven, para decir lo obvio. Ya no camino tan fácilmente como antes. No hablo tan bien como antes. Ya no debato tan bien como antes. Pero sé cómo decir la verdad. Distingo el bien del mal”. Y fue vitoreado por sus huestes. Como si nada hubiera pasado.
Pero las encuestas arrojaron resultados totalmente predecibles en sentido contrario. La mayoría de los votantes piensa que Biden no es apto para ser presidente por su estado, y que debería ser reemplazado por otro candidato. En efecto, en una de ellas, dos tercios de los votantes respondieron que era demasiado mayor para ser presidente. La encuesta señalaba, por cierto, que esto “no representaba un cambio significativo respecto a cuando Data for Progress examinó esta pregunta antes y después del Estado de la Unión”, en marzo pasado.
Otra encuesta encontró que después del debate, solo el 20 % de los votantes dijo que Biden tenía la aptitud mental para ser presidente, y el 15 %, las condiciones físicas para funcionar como tal. Casi el 60 % expresó que tiene una condición física o mental “mala” o “terrible”.
Finalmente, una de CNN encontró que el 59 % de los votantes no tiene confianza en la capacidad de Biden para liderar el país, cifra que aumentó cuatro puntos después del debate. Cuando se les preguntó si considerarían votar por Biden, el 58 % respondió que no.
Sin embargo, la campaña de Biden y sus aliados han desafiado esas representaciones. El primer argumento para no bajarlo del estrado lo asociaron a una palabra: caos. “Al final del día —dijeron—, cambiaríamos por candidatos que, según las encuestas, tendrían menos probabilidades de ganar que Joe Biden, la única persona que ha derrotado a Donald Trump”.
En el segundo, admitieron su mal desempeño, pero argumentaron que el sentido de la carrera seguía siendo el mismo: “Estas serán unas elecciones muy reñidas. […] Se ganarán abriendo paso y hablando con los votantes todos los días, exponiéndoles nuestros argumentos sobre cuánto hay en juego y quién lucha por ello[…]. Es el trabajo incesante que estamos haciendo sobre el terreno para difundir nuestro mensaje ganador lo que nos hace confiar en que el presidente Biden ganará esta carrera y vencerá a Donald Trump”.
El presidente Obama acudió a su rescate. Un indicador de que la elite demócrata ya había decidido seguir apostando por su caballo ganador. Pero para seguir la rima, los medios lo dejaron a nivel personal (“Obama apoya a su amigo Biden”).
“Las malas noches de debate ocurren. Créanme [evocando el resultado de aquel primer debate frente a Romney en 2012]. Pero esta elección sigue siendo una elección entre alguien que ha luchado por la gente corriente toda su vida y alguien que solo se preocupa por sí mismo. Entre alguien que dice la verdad, que distingue el bien del mal y se lo dirá al pueblo estadounidense directamente, y alguien que miente hasta los dientes para su propio beneficio. Anoche eso no cambió, y es por eso que hay tanto en juego en noviembre”, dijo el ex mandatario.
Causas y azares
Estos lodos son resultado de aquellos polvos. Un verdadero expediente acumulativo. Consecuencia de una sistemática campaña de propaganda oposicionista llamando al presidente “Sleepy Joe”. Y comparándolo, por oposición, con Donald Trump. Otro candidato de la tercera edad a bordo con severos problemas de memoria, pero oculto tras la imagen un joven boxeador a lo Rocky Balboa puesta a circular en la red por él mismo. Y resultado de una de las coberturas de prensa más desbalanceadas de la historia, implementada incluso por parte de la prensa liberal.
Con lo que ocurrió la noche del debate desaparecieron como por encanto elementos y preguntas que debían haber formado parte del cuadro. Pocos se plantearon si ese mal desempeño fue o no la consecuencia de una tartamudez histórica aparentemente superada, pero salida a flote en momentos de mucho estrés.
Tampoco cuestionaron el trabajo de los asesores de Biden. Era más expedito apostar a lo que se creía saber de antemano y acudir a la vejez y a enfermedades que nunca han sido demostradas a fin de hablar de incapacidad. Y ante la actuación rectificadora del siguiente día, decir que se debió a la acción de estimulantes que le dieron. Francisco de Quevedo lo pondría de una manera inequívoca: “Cuando pitos, flautas y cuando flautas, pitos”.
Si bien se mira, el pánico que experimentaron los demócratas después de ver al presidente caer sin las botas puestas no es, en el fondo, inédito. Pero tal vez su actuación en ese primer debate puede no haber sellado fatalmente su destino de cara las elecciones de noviembre; sobre todo si se consideran los resultados finales de candidatos vapuleados al inicio, pero que a la hora buena se llevaron el gato al agua. Esta sería la primera salida posible. Por ella han apostado quienes no son sus detractores dentro del Partido Demócrata.
Pero habría una segunda, la que ocurre cuando hay receptores más concentrados en la edad de un político que en el tuétano, atrapados por el fuego de una imagen y la labor de medios que todo lo simplifican y personalizan. Como si se estuviera hablando de los problemas de un hijo de vecino y no de un proyecto de nación y sus implicaciones presentes y futuras.
Como botón de muestra, una encuesta encontró que una mayoría de los votantes, el 53 %, está más preocupada por la edad y la salud física y mental de Biden que por los cargos criminales contra Donald Trump, sus mentiras, sus amenazas a la democracia, y por ser la encarnación del extremismo y hasta la antesala del fascismo en Estados Unidos. Esto es lo preocupante.
Si finalmente llega a ocurrir, el fantasma de aquel primer debate presidencial entre Kennedy y Nixon se habrá salido con la suya.