Al nacer mi hijo, enseguida el amigo V. se presentó en casa con flores, y una pregunta: “A ver, dime tú, que lo sobreanalizas todo, ¿cómo descifras para mí ese gran misterio que es ser madre?” No supe entonces qué responderle, creo que me reí —tal vez no muy fuerte por miedo a reanimar los dolores de la episiotomía—, o cambié el asunto de la conversación, tomaría un desvío, hice como que olvidaba. Pero nunca olvidé. Todavía hoy, cuando repaso mis primeras experiencias junto al niño que nació por aquellos días y es ya un adulto, no conseguiría mi amigo sacar una explicación sensata de mí.
Se es madre sólo siéndolo.
Ves asomar entre mugido y otro la cabecita sanguinolenta de entre tus piernas y empiezas a percibir que tus días y noches ya no serán iguales. Sientes, quizás por primera vez, el amor. O un amor diferente. Intuyes, entre desesperación y gritos y algo que habrá quienes llamen alegría, pero ya sé que no lo es exactamente, que el centro de tu universo se ha desplazado y lo tienes a partir de ese instante ahí delante, chillando desde ti y para ti. Contradictorio pedazo de carne que golpeaba con el puño cerrado y enérgicas patadas pugnando por salir de tu vientre; y cuando al fin lo han ayudado a conseguirlo, grita y llora porque descubre que lo que sigue no es juego, que es muy duro, que es vivir. Y más desesperado aún que cuando pataleaba adentro, se pega al pezón y muerde y chupa y chupa y muerde, pero también sonríe y se queda dormido mientras tú sufres y amas y amas y sufres. Sin tiempo para comprenderlo, en impecable confusión.
Puede que sea solamente eso ser madre, una contradicción que no se cansa de patear ni siquiera cuando de golpe a chillido, a risa, se volvió aquel bebé un hombre que se va. Se tiene que ir.
Hubo un cordón umbilical, que fue cortado la madrugada en que nació, para que su cuerpo quedara libre de hacer todo lo que hacen los cuerpos sueltos por el mundo. Mas otro cordón quedó, invisible trenzando la mente y el espíritu del uno y la otra, hasta que se comprende que este cordón ha de ser cortado con mayor decisión que el primero, para que el hijo en el umbral de la adultez pueda comenzar a irse del todo.
François Truffaut, que nada sabía de maternidad, pero con Los 400 golpes (1959) demostró ser un experto en adolescencia, la diseccionaba así:
“La adolescencia es un estado reconocido por los educadores y los sociólogos, pero negado por la familia y los padres. (…) [E]l destete afectivo, el despertar de la pubertad, el deseo de independencia y el sentimiento de inferioridad son signos característicos de ese período. (…) El mundo es injusto, y hay que arreglárselas, y entonces se dan los “cuatrocientos golpes”.1
A la madre puede que este segundo destete la aterre más que el primero, que tanta vida anunciaba. El segundo se abre a lo desconocido. Y todo lo desconocido asusta. El primero fue un acto rutinario, y muchas ni vimos o no recordamos el arte con que blandía la enfermera las tijeras. Para este nuevo corte las técnicas son menos certeras, hay demasiada improvisación, fallas y dolor e incertidumbre, insomnio. Como el primero, augura inicios vitales. Pero la vida que abre es en esta ocasión ya la definitiva. Para el hijo tanto como para la madre no se trata más de un primer amago de desunión; después del tijeretazo de la enfermera, vuelve de todas maneras el bebé al seno de su madre, a recoger la leche necesaria, el calor vital. Ahora no habrá ya regresos, es la hora de tomar cada uno su camino de carnes separadas.
A nosotras nos ayuda, en estos momentos, convertirnos en madres de nosotras mismas. El centro del universo ha de regresar a tu cuerpo; porque aun reconociéndote como una partícula infinitesimal dentro de ese universo, aun des-egotizada tras mucha práctica budista o la lectura de colecciones enteras de libros de autoayuda, un peso necesitas para mantener el cuerpo en pie sobre la tierra, según la ley de la gravedad. Ese peso ya no es el del hijo sino, solamente, el tuyo. Toca aceptar que eres tu propia carga. Que estas aquí y ahora, tú tan sólo por ti y para ti.
En 1995 publicó Jamaica Kincaid una novela cuyo título resulta cuanto menos inquietante, The Autobiography of My Mother (La autobiografía de mi madre). No hay errata aquí. No es la biografía, sino la autobiografía. Y acude sin falta la pregunta: ¿cómo es posible concebir la autobiografía de alguien que no sea uno mismo? La protagonista, Xuela Claudette Richardson Devarieux, no conoce a su madre, quien muere durante el parto. El vacío dejado por esta pérdida es lo que propulsa la suma de fugas de la realidad ordinaria, de lo que la sociedad espera de ella como mujer negra y caribeña. Corre de todos —familia, amigos, amantes— hasta dar con su propia realidad; hasta parirse a sí misma, al mismo tiempo que practica un aborto con el que sella su determinación de no tener hijos. No obedece la decisión a razones económicas ni morales. No puede concebirse como madre de otros, simplemente, porque esto implicaría amar a alguien por encima de ella. Desde la infancia en la isla de Dominica había además reconocido la desposesión impuesta sobre el sujeto colonizado; así es que, comprendiendo que cuanto poseía era su cuerpo, sólo en él vuelca el amor.
Xuela tiene que parirse a sí misma, si busca convertirse en el ser humano que desea ser bajo sus propios términos. No quiere ser la madre del hijo que no puede amar, la amante del hombre que deja de amar, la hija del padre que nunca la amó. Ella es su propia obra y como tal se autovenera. Por eso es la novela una autobiografía; Xuela es su madre. Eso la hace libre.
Es este un proceso recurrente en la obra de otras sabias escritoras negras, cuyas protagonistas prefieren ser consideradas como monstruosas, si es ese el precio que les impone la sociedad cuando eligen ser y estar sólo para sí mismas. Pienso en Célanire —suerte de Frankenstein caribeña creada por la guadalupeña Maryse Condé, Ponciá Vicencio— la ensimismada protagonista de la brasileña Conceição Evaristo, o la matrona puertorriqueña Isabel Luberza Oppenheimer en la novela Nuestra señora de la noche, de Mayra Santos Febres. Mujeres todas demonizadas por no prestarse a jugar el rol que para ellas había sido concebido, en una pieza teatral cuyo guion no fue escrito por ellas ni para su bienestar sino, al contrario, para mantenerlas siempre amordazadas. Cada una de estas mujeres fue La Otra y lo aceptaron así porque esa era sólo la imagen que la sociedad hostil o asombrada tenía de ellas. Pero al mirarse al espejo se veían enormes, madres de sí mismas.
Era esa la convicción que nutría la fuerza de esas mujeres demoníacas; y es también a la que recurro ahora, llegado el momento de los cortes definitivos, cuando ha de ser practicado el destete último y se impone otra maternidad, la maternidad monstruosa donde el más preciado ser deviene una misma. Sólo desde ese amor nuevo podré soltar la mano grande del hijo. Con más amor. Otro amor. Porque se es madre así, siéndolo siempre de una manera diferente.
Nota:
1 François Truffaut, “Qui est Antoine Doisnel?”, Le Plaisir des yeux. Écrits sur le cinema, Paris, Petite bibliothèque des Cahiers du cinema, 2004, 27. (Mi traducción).