No es mucho lo que llega a hacer una mujer negra sin recibir algún tipo de castigo social. Durante la esclavitud, las formas de tortura estaban con claridad definidas, incluso detalladamente descritas en ciertos documentos legales. La tortura era física, infligida en la carne; pues no otra cosa era una persona esclavizada: carne-mercancía, tan útil como desechable una vez cumplida su función como procuradora de capital y bienestar ajeno.
En el presente, el castigo contra la mujer negra que se permite hacer y decir lo que su deseo le dicta, sigue siendo la tortura; aunque no sea corporalmente aplicada. Los castigos se expanden a través de una amplia gama de estrategias que incluyen reproches y ataques públicos, los más variados intentos de silenciamiento, la burla, el aislamiento, la degradación y el insulto.
Son castigos aparentemente destinados a rompernos por dentro; pero tan dañinos como los latigazos, el cepo y el bocabajo impuestos a nuestros ancestros. Por eso abre Grada Kilomba su libro Memorias de la plantación. Episodios de racismo cotidiano regresando a la imagen del rostro amordazado de Anastácia: esclavizada, mártir, reina o princesa, o tal vez nada de eso, africana o no, mestiza o no.
Nada sabemos de la persona detrás de la imagen, popularmente —nunca papalmente— santificada y hoy venerada en Brasil. Incierta es la historia de la presunta Anastácia, como todas las historias de esclavizados africanos y sus descendientes en las Américas.
No conocemos sus orígenes, los actos suyos o ajenos que la llevaron a ser castigada con la máscara y el collar de metal que le causaron una muerte que tampoco sabemos cómo ocurrió. Incierto es incluso su rostro, pues no se tiene seguridad de quién ni en cuáles circunstancias se realizó el dibujo, por lo general identificado como el retrato de Anastácia. De hecho, la obra original fue presentada como el retrato de un hombre esclavizado, realizado por artista y escritor francés Jacques Étienne Victor Arago en 1817-18. Pero posteriores reproducciones varían de una manera u otra los rasgos de la figura amordazada, armando y sustentando las leyendas en torno al drama de Anastácia.
En las imágenes más popularizadas, parecen azules sus ojos. Dan algunos por cierto que era el fruto de la violación de su madre —a quien se le atribuye a veces un no verificable origen bantú. Otros aseguran que fue una princesa nigeriana. Su belleza, se dice también, provocó el deseo y el continuo acoso sexual de sus amos. Cuentan que Anastácia resistió el acoso, soportó el martirio del bozal que la forzaron a portar y aceptó una muerte lenta.
De una leyenda a otra, solo contamos con una certeza: la ausencia de información que nos permita reconstruir su historia. No tendremos jamás prueba de lo que verdaderamente sucedió con ella. Anastácia no pudo expresarse: su boca permaneció tapada con el bozal.
Es precisamente lo que Grada Kilomba quiere que recordemos cuando nos confronta al racismo sufrido en el presente por las mujeres negras, en Europa, en las Américas. Su intención es que comprendamos cómo la sociedad aún busca silenciarnos. La mordaza no es ahora de hierro, pero con igual violencia se trata de colocárnosla. Y los medios sociales son instrumento eficaz en manos de quienes preferirían que no hablásemos; que, como Anastácia, no podamos contar nuestra historia, decir quiénes somos, desde nosotras mismas, con nuestra propia voz.
Grada Kilomba identifica “la boca” como el “órgano de opresión por excelencia”; pues, como símbolo de la enunciación y el discurso, constituye aquel que los racistas “quieren —y necesitan— controlar”.
Una mujer negra no debe, sobre todo, expresar abiertamente quién es y quién quiere ser; no se supone que explique cómo se ve a sí misma. Es decir, una mujer negra no debe autodefinirse, porque ello implica una oposición a las identidades que la sociedad nos endilga; implica que no las consideramos adecuadas. Más importante aún, revelamos que son construcciones ajenas y que, como conceptos artificiales, no tienen por qué ser verdaderas; que ninguna supuesta verdad sobre quién es cada una de nosotras puede surgir de nadie más que una misma.
Por eso, cuando una mujer negra habla desde su voluntad, y no desde el deseo y la mirada de los otros, deviene monstruosa. Es un monstruo porque nada que provenga de su más crudo deseo está comprendido dentro del imaginario social, que es un imaginario construido por hombres europeos y durante siglos robustecido y apuntalado por quienes —sea cual sea su etnicidad, género y sexo— adoptan y reproducen una visión del mundo eurocéntrica y patriarcal.
Dentro de esa manera de comprender la realidad, la voluntad y la visión expresadas por una mujer negra no son legítimas, racionales ni válidas. Solo si son útiles para mantener proyectos no generados por nosotras, pueden en última instancia ser escuchados nuestros argumentos. La utilidad social determina que se nos aplique o no el castigo: que se nos permita emitir nuestro parecer o, por el contrario, se ejerzan sobre nosotras el silenciamiento, la burla, la negación y el reproche.
Son estas agresiones tan potentes como aquellos castigos corporales de antaño. Nos dejan igual de dañadas, sobre todo cuando llevamos toda la vida recibiendo esos golpes. Porque, como decía antes, no hay apenas actividad de la mujer negra que sea recibida de buen grado. Tal vez, ser sirvientas, prostitutas, cantantes y guaracheras o deportistas. Es decir, cuando servimos a los demás: limpiando, cuidando, entreteniendo; dedicadas a actividades productivas cuyo beneficio no llegue a nosotras, más bien, al contrario, que el beneficio sirva para sostener la maquinaria socioeconómica e ideológica que nos mantiene silenciadas y preteridas desde el siglo XVI hasta el presente, en cualquier lugar en Occidente.
Llueven los golpes. No caen del cielo, sino de los hombres y mujeres renuentes a considerar que nuestro deseo y nuestra voz son válidos. Entretanto, se nos escurre la vida esquivando esos golpes; y para conseguirlo —como continúa escribiendo Grada Kilomba mientras cita a bell hooks—, desde la esclavitud “nos hemos convertido en expertos en ‘la lectura sicoanalítica del Otro blanco’ y en cómo la supremacía blanca es estructurada y ejecutada”.
Es una actividad constante, que reclama grandes cantidades de energía y, con los años, nuestra pericia paragolpes nos deja exhaustas —literalmente, pues probado está cuán desproporcionado es el riesgo de hipertensión arterial de los afrodescendientes. Pero hay que sobrevivir. Como lo hicieron nuestras abuelas y madres. Sobreviviremos. Por nuestros hijos. Somos cimarronas en lo cotidiano. No ha de olvidarse que la cimarrona escapa al golpe, pero también lo propina. La cimarrona es ella y no quien quieren los demás que ella sea. Protesta. Se planta en su territorio. Ha conseguido deshacerse de las cadenas y escapó a la manigua para vivir en ella a su ritmo, definir quién es y hacerse llamar por su nombre.
A mis antepasados no les estaba permitido utilizar, mientras estaban en cautiverio, otro nombre, apellido o epíteto que no fueran los que recibieron de los propietarios de sus cuerpos, los amos esclavistas. De intentarlo, ahí estaban el bozal y la cadena al cuello. Yo entonces no puedo, por respeto a mis ancestros, ser más que cimarrona y honrar el derecho por ellos conquistado de presentarme ante el mundo según quién yo defina que soy, haciéndome llamar por el nombre que escojo para mí y exigiendo que mi cuerpo sea tocado solo a partir de mi decisión.
Nada podrá en consecuencia convencerme de que acepte los nombres que otros quieren usar para definirme. Mi profesión es aquella por la que he trabajado, venciendo obstáculos que han sido siempre muchos más y mucho más altos que los que han enfrentado mis colegas blancos, hombres. Nadie lo ha hecho por mí. Nadie trabaja por mí. Nadie puede de tal suerte decidir por mí cuál es mi profesión. Nadie tampoco podrá, sin que me rebele, tocar sin invitación ninguna parte de mi cuerpo. No, mi pelo no se toca salvo que yo lo coloque entre tus manos. No soy “tu negra”, porque ese no es mi nombre.
Recuerdo que alguien en público solía llamarme así, “mi negra” y dejó de hablarme el día en que también en público le dije “mi blanco”. Y otra que se sintió ofendida cuando alejé mi cabeza de su mano que se aproximaba a palpar mi cabello. Más recientemente, intenté explicarle a una colega por qué no nos gusta a las negras que las personas blancas vengan a examinarnos el pelo con curiosidad, como si fuéramos bestias expuestas en el zoológico, un museo, el mercado en que fueron vendidos nuestros ancestros. Pero solo conseguí su protesta airada y, seguidamente, la tradicional autovictimización de la ofendida: “¿Por qué no puedo tocarle el pelo? No lo entiendo”, decía ella.
Detrás de sus palabras, yo escuchaba otras preguntas, que ni ella misma sabía que silenciosamente profería: “¿Por qué esa mujer negra no se pliega a mi deseo? ¿Por qué no me permite hacer valer mi autoridad de mujer blanca sobre su cuerpo? ¿Por qué esa mujer negra cree ser dueña de su cuerpo?”.
Pero mis argumentos perdían peso ante su voz de princesita dolida; que, por supuesto, motivó la lástima de los hombres blancos que nos circundaban. A ella, el consuelo del caballero heroico, tan romántico. A mí, el castigo del mismo personaje, trocado en guerrero subyugador: ¿Cómo me atrevía a contrariar a la mujer blanca, sacarla de su placidez y exponer los límites de su idea de hermandad de género?
Suelen ocurrir episodios así, en los que la demanda de respeto hacia su cuerpo y su identidad por una mujer negra sea percibida como un acto de inconcebible rebeldía. Resistirnos a la invasión de nuestros cuerpos, denunciar la violencia que ello implica, es visto como nuestra monstruosidad; y la multitud es siempre solidaria contra el monstruo que viene a poner en duda el absolutismo de una única verdad posible, la de nuestra sociedad europatriarcal.
Mas, ese es en fin de cuentas un problema de aquella multitud. Sus burlas y su arrogancia no nos desdibujan ni nos restan valor. Al contrario, con nuestras madres y abuelas, con nuestras hermanas, con todas las cimarronas rebencúas —que aunque no lo parezca somos legión— seguimos cultivando ese terreno impensable, demoníaco como lo llamaba Sylvia Wynter, del que afloran nuevas formas de comprensión de nosotras, nuestra experiencia y la realidad en que vivimos.
Mientras más golpean quienes no aceptan que yo pueda escogerme, más lo hago. Monstruosa. ¡Sí, sí, y sí! No es un insulto. Muy saludable es ser monstruosa ante un orden que solo ha funcionado para negar mi derecho a ser, infinitamente, según mi propia ley de mujer negra.
Gracias!