Fue esta semana importante para los cubanos de todas partes: celebramos a nuestra madre marina, Yemayá, Virgen de Regla, el 7 de septiembre; el 8 a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona nacional; y el 12 a Oshún, orisha de los ríos, la miel y el buen amor.
En realidad, el verano entero nos ha mantenido en vilo. Pero ha sido en estos primeros días de septiembre en que nos hemos reencontrado, en común reclamo de salud, paz, reconciliación, prosperidad (creo que en ese orden). La añoranza por un futuro mejor nos ha aunado a aquellos que queremos —aun a regañadientes, entre dudas, rabia o en plena convicción— algún bien para la gente que se identifica como cubana, vivan o no en la Isla, renieguen o no de ella, con mayor o menor vehemencia. Y no ha importado la naturaleza que cada cual acuerda a esa ilusión de futuro, sólo, por unos días, la energía con la que nos hemos acercado a Yemayá y Oshún, o a la Virgen de Regla y la Caridad del Cobre, según la llamen unos y otros.
Poco ha importado asimismo el sitio en que se viva: cerca o lejos del mar o con un río a pocos pasos. Fuimos hasta las aguas, todas las aguas, que es fuerza vital de la tierra y va presente en cuanto ha sido creado, según contaba el sabio dogón Ogotemmêli1 y repetiría luego Lydia Cabrera2, al compilar la sabiduría africana y juntarla con los testimonios de los negros cubanos que entrevistaba. A esa fuerza cósmica, que nos sobrepasa, solicitamos la ayuda que entre mortales no hemos sabido procurarnos. Deseo creer que serán atendidas nuestras plegarias, pero sé también que los orishas no actúan con absoluta independencia. Su poder es inmenso, mas sólo en correlato a nuestras acciones interviene éste en el mundo. Nos pueden ayudar a vencer las dificultades, escapar de la muerte, recuperar o encontrar el amor y mantenerlo vivo o lograr el desenvolvimiento que ansiamos, solamente si a ello nos dedicamos cada uno de nosotros y en comunidad a trabajar por lo mismo que pedimos. No tendremos paz si no nos esforzamos en evitar la guerra, si se persiste en reprimir y doblegar violentamente; no nos alcanzará el amor si no nos abrimos al otro, si no dejamos caer las rígidas máscaras tras la cual escondemos nuestras emociones; la prosperidad jamás nos será otorgada si no es la consecución del bienestar común, de todo el pueblo, el fin último de la política y la agencia públicas. De nada sirven, en definitiva, los vanos discursos. Los orishas lo saben y, de acuerdo a ese conocimiento, actuarán.
El ashé no se escurre en una sola dirección ni en un espacio preciso; está en todas las cosas y los seres del universo, es energía que se comparte y jamás permanece retenida en un ente o lugar. Toca todo y a todos, contaminándonos para salvarnos o condenarnos según Oloddumare, creador supremo, lo dirija de un espacio y tiempo a otro. Los orishas interceden entre Oloddumare y nosotros; pero, insisto, no actúan arbitrariamente. Ni siquiera el travieso Elegguá, que abre y cierra y tuerce o desenreda los caminos supuestamente a voluntad, es dejado siempre a su libre albedrío. Suele escuchar con particular atención a su amiga Oshún, por lo general rindiéndose a sus reclamos. Y con Oshún muchos nos hemos comunicado esta semana; derramando miel, vistiendo amarillo, entre el tintineo de las pulseras doradas acercándonos a las márgenes del río, depositamos frescos girasoles y en casa espolvoreamos abundante canela sobre los dulces. Pero Oshún también ha visto los cuerpos golpeados, ha escuchado los gritos y no creo que le haya gustado ver la sangre de los jóvenes y las lágrimas de sus madres. Oshún no debe sentirse muy feliz sabiendo que sus hijos y sus hijas padecen hambre porque pesa para algunos más la inflexibilidad política — que si embargo o no embargo, prohibiciones e insensatez jurídica y económica— que el sentido de humanidad. Y es ese sentido, precisamente, el que junto a otros determina el curso y flujo del ashé.
Junto a la naturaleza, por ejemplo, que con tanta saña nos ocupamos en destruir. Cómo si no fuéramos parte de ella. Cómo si no fuéramos ella. No hay nada más antes del cuerpo. Por eso, sonrío con infinita tristeza ante aquellos que dicen protestar contra la restricción de sus libertades, cuando se les pide que acaben de vacunarse contra la COVID. Olvidan que, de caer sobre ellos el virus, si llegasen a morir, ya no podrían ser libres como suponen que son. No podrán elegir. En cambio, vacunándose, no sólo protegen sus cuerpos y la libertad de la que presumen, sino también los de los otros. Eso es humanidad, esa humanidad esencial para el ashé. Y nos resistimos a ejercerla. Unos no tienen vacunas y eso ruegan a sus dioses; otros las tienen y prefieren no usarlas, creyéndose dioses. Entretanto, vamos muriendo.
En medio de todo, sonrío, para que duela menos. Sonrío, pero no creo que nuestros orishas lo estén haciendo y, de sonreír, sería de burla: con tanto egoísmo e irresponsabilidad somos el hazmerreír del universo. Lo hemos tenido todo, y todo desperdiciado. Yemayá al acercarse a las costas no puede sentirse halagada si los que salen a recibirla son inmundicia y chapapote, como tampoco lo es Oshún teniendo que esquivar escombros a la desembocadura del río u Oggún ante los bosques quemados. Somos todo eso.
Desde siempre lo han sabido los poetas. Andan por ahí cantándolo, pero nadie nunca los escucha. ¿Para qué, si están locos, tienen miedo y lo dicen, o se empeñan en tomar té y nada más que té? Pero solamente ellos se saben “carroña del porvenir” como decía Ángel Escobar3, podrían con toda lucidez convertirse en isla, como lo hizo Piñera4, o, ahogándose en los sonidos del mar, han aprendido “con precaución a flotar con un estribillo entre los dientes”, según cuenta Reina María Rodríguez5 que ha llegado a convencerse de su imposibilidad. Sólo ellos, los poetas, ven y apuñalándose cantan lo que preferimos esconder.
¿Qué? Que la vida podría en el mejor de los casos ser nuestro único tesoro, todo con lo que realmente contamos. Y, ni siquiera eso, pertenecemos a la misma naturaleza que destruimos. Deberíamos recordarlo bien, pues toda una vida nos lo han dicho las abuelas y lo hemos aprendido en la escuela, hasta el cansancio: de dónde viene el agua que bebemos, dónde está el aire que respiramos, el verde que nos salva. “No hagas el mal que no quieres que te hagan a ti.” ¿Cuántas veces no hemos escuchado esa frase y, sin recordarla, se sigue golpeando el cuerpo del otro, con insistencia e ira? ¿Por qué, policía, oficial, soldado? ¿Qué se hizo de la voz de tu abuela cuando te bajaste del camión y corrías desaforado por la calle, persiguiendo a tu presa? Pregunto apenas por la abuela, porque del poeta, de ese binomio doloroso que forman el poeta y tú, policía, es mejor no hablar.
Pero hemos estado unidos, en el dolor, la desesperación y, esta última semana, también en la unánime plegaria cubana. ¿Habrán rezado también los policías y los carceleros, los senadores y los congresistas, los ministros y los banqueros, los que vociferan consignas y quienes las escriben? ¿Qué pedirían? Ellos, ¿creerán?
Queda en todo caso esperar que tal espíritu de comunión nos alcance para algo más que el rezo ante Yemayá y Oshún. Que juntos —los que queramos estar juntos— podamos hacer ese futuro por el que hemos rogado. Es utopía, lo concedo. Mas no quiero dejar de imaginarla, al menos hoy.
¡Ashé!
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Notas:
1 Griaule, Marcel. Dieu d’eau. Entretiens avec Ogotemmêli. Paris, Fayard, 1966.
2 Cabrera, Lydia. Yemayá y Ochún. Kariocha, Iyalorichas y Olorichas, Miami, Ediciones Universal, 1996.
3 Escobar, Ángel. “Balbuceo de un antepasado”, en Poesía complete, La Habana, Unión, 2006, 318.
4 Piñera, Virgilio. “Isla”, en La isla en peso, Barcelona, Tusquets, 2000, 236.
5 Rodríguez, Reina María, “Resaca”, en Bosque negro, La Habana, Unión, 2013, 248.