La tierra es circular. El sol es un disco. ¿Dónde está la dialéctica? En el mar. ¡Atlántico madre! (…) La paz infinita es poder hacer enlaces de conexión en una historia fragmentada. África y América y nuevamente Europa y África. ¡Yo soy atlántica!
Beatriz Nascimento.
“A pesar del desgarramiento, sé que el día menos pensado vas a regresar a África”, dijo mi madre no más leer la crónica de mis experiencias en Cabo Verde, que publiqué en esta columna semanas atrás. Conoce mi empecinamiento. Sabe que no me disuadirán ni el proteccionismo ni la súplica maternales; tampoco los recuerdos de la primera reincidencia. Porque hubo ya otro viaje a África. Casi veinte años después de visitar Cabo Verde, volví a intentar robarle certezas a los ancestros y llegué hasta Senegal, donde permanecí tres semanas sin conseguir entender nada, mientras mi carne lo comprendía todo.
No era realmente a causa de la lengua: hablo francés, aunque no wolof; y eso bastaba para comunicarme con el empleado en la sección de pescados del supermarché Casino, pero no necesariamente con la vendedora que los exponía más frescos y baratos en la plage de Yoff-Tongor. En francés podía preguntar la hora o detener un taxi, negociar precios en alguna galería de arte, elegir la mejor baguette en la panadería La Graine D’or, ordenar lo mismo un mojito que un jus de bissap en los bares junto a la playa y conversar con otros extranjeros y con la mayoría de los senegaleses que entonces conocí. No todos. Muchos sólo hablan wolof u otros idiomas africanos cuyo sentido no alcanzo ni siquiera a imaginar.
Cuando estoy en África, en cualquier parte de África, es demasiado a lo que mi mente no consigue acceder. Mi carne, sin embargo, se declaraba experta. Todo en Senegal lo aceptaba como propio, nada dolía ni molestaba ni escocía ni tampoco provocaba éxtasis. No más poner un pie en Dakar, mi cuerpo se sintió llegando a casa. Aceptó cuanto se le abalanzaba: el Harmattan trayendo en su danza el polvo, que omnipresente y mezclado con el salitre nublaba constante la vista y el andar, el sol pesando sin azotar y, encima de todo y por todos lados y en todo momento, el bramido del océano.
Es otro el Atlántico allí, no el que lento lame las costas del Caribe. El océano frente Dakar rugía siempre, como empecinado en roer los altos arrecifes y hacernos caer, devorando toda la ciudad. Aunque, a mí, aquel mar toda la amenaza que me arrojaba era la del recuerdo de las vidas que no viví pero aún navegan en mi sangre.
Mi cuerpo pierde sus fronteras en África. La piel se deshace para que la materia que soy se derrame sobre la tierra, como si esta reclamase los átomos que componen mis órganos, músculos y huesos. África es una madre posesiva. Por eso, tal vez mi madre, que es sabia, desde La Habana teme que yo regrese al continente. Puede que le asuste la idea de que algún día no pueda salir de allí. No se equivoca del todo. Cualquier cosa puede pasarle a mi carne en África, porque sobre su suelo y bajo su cielo y frente a su océano y contra su viento, ya deja esta de pertenecerme. No es mía, es de África. Nada contra esa voluntad telúrica puede mi pensamiento.
La peligrosa disociación entre mente y carne comenzó poco antes del aterrizaje. Todavía en el aire, dentro del polvo mis ojos descubrieron asombrados el mastodonte de bronce y cobre, aquella figura del hombre fornido cargando un bebé con el bracito extendido en dirección al sol. Eso aseguró en el 2010, al inaugurar el Monumento del Renacimiento africano, el entonces presidente Abdoulaye Wade —sólo que, se dice, la dirección indicada por el brazo del niño también apunta a New York. Detrás del coloso, arrastrada por él, colocó a una mujer Virgil Magherusan, artista rumano participante en la concepción de la estatua, que había alcanzado notoriedad diseñando monumentos bajo el mando de Ceausescu.1 Con un costo estimado alrededor de los 25 millones de euros, la estatua de 52 metros de altura fue plantada sobre el cráter de una de las dos colinas que dominan la ciudad, les Mamelles, por una empresa de construcción norcoreana.
Ya en tierra, mis oídos oyeron, siempre en contrapunteo con el bramido del océano, la llamada seguida de la impositiva propuesta: taxi, hostal, cambio de divisas, diamantes, tarjetas SIM, camisetas del PSG o el Barça, agua fría, maní, servilletas de papel, bolsos Louis Vuitton, manteles y cazuelas de aluminio; mientras pronunciaban mis labios respuestas o comentarios que posiblemente salieran de mi mente.
Mi pensamiento, sin embargo, no tenía nada ya que ver con mis ojos, mis oídos, mis labios o mi lengua. El cuerpo iba por su lado, confiado, pues se sabe hecho de materia africana. Mi pensamiento en cambio se sentía aguijoneado por una realidad que le resultaba incomprensible. Por doquier, las mujeres y las niñas apuradas trabajando —vendían el pescado y la artesanía o lo que fuera que hubiera que vender, limpiando, cocinando, sobre la espalda el bebé, en la cabeza un bulto, una palangana; pero ellas siempre en movimiento. Mujeres demasiado hermosas. Ellos, sentados esperando o mirándolas a ellas pasar; o apresurándose en llegar a la mezquita y, si no les daba tiempo, extendiendo la estera sobre el polvo e iniciando la oración.
Mi cuerpo andando y mi mente detenida en ciertas imágenes: un grupo de muchachos descalzos, completamente cubiertos de polvo, jugando fútbol en cada espacio libre en medio de los caseríos. Pateaban la pelota sin forma, lanzándola hacia el rectángulo imaginario desde cuyo centro el portero sin portería la atrapaba, raspándose sin sentirlo la piel que nunca ha sido resguardada por guantes. Las moscas y los harapos y la mirada del hambre y calles de tierra apisonada desembocando en asfaltadas avenidas sobre las que se alzan los majestuosos hoteles —el King Fahd, Radisson Blu… En el barrio Almadies, clubes de golf y canchas de tenis al pie de edificios con balcones acristalados y casonas de altos muros, senderos escoltados por bien cuidadas buganvilias; de repente, junto a una de aquellas mansiones, un pequeño cobertizo de mampostería, cuidadosamente pintado color salmón, dentro del cual berreaba una chiva. En la esquina, bajo un inmenso cartel anunciando la Dakar Fashion Week, un viejo sucio y descalzo no tiene adonde ir, sus ojos muertos lo mantienen clavado bajo el perfecto rostro negro de la modelo en la valla publicitaria, esperando sin esperar.
Pero vino a salvarme desde el fondo de la noche la voz de Pape Diouf y, de entre todos los tambores, el pequeño tama que, colgado del hombro de un músico, mantenía en su justa mesura la conversación con Diouf. Y el gentío ante el estrado, en el club Barramundi, aplaudía, gritaba y se retorcía, sin perderse ni una palabra ni un toque de los que intercambiaba Pape Diouf con el tama. Yo, entre ellos. No podía por supuesto seguir la letra de las canciones, pero no era necesario. Mi cuerpo y mi mente al fin se habían juntado, allí, siguiendo los golpes sobre el cuero del tama, que avanzaban por el suelo hasta alcanzar mis pies, recorriéndome tendón tras tendón, para mejor propiciar mi fusión interna y con los otros cuerpos y las otras almas dentro de la muchedumbre sudando en el Barramundi. Nunca sabré con quién bailaba. Atino apenas a recordar que la conciencia aquella noche me abandonó, olvidando mientras sonaba la música quién era y de dónde venía y con quién había llegado a aquel local; porque sentía que no podía estar en ningún otro sitio más que allí, extraviada dentro de la música, mi música. ¿De veras?
Mi cuerpo negro dejaba de ser mío y dejaba de ser negro, perdiéndose entre los otros cuerpos negros. Sucedió naturalmente y sin cuestionármelo en el Barramundi. Pero, cuando ya bajo el sol y sin Pape Diouf dictando el paso, volvía mi carne a hacerse una con la de los senegaleses en plena calle, a un tiempo que sentía la dilución en la multitud, me preguntaba si eran realmente ellos los míos.
Esos con quienes en Dakar se mezclaba mi cuerpo, haciéndome pasar desapercibida, podían aún ser africanos porque sus ancestros no fueron arrastrados a la fuerza a las Américas. Acuciante era la sospecha de que, dentro de los meandros de sus familias, alguno pudo haber estado entre quienes, siglos atrás, cazaron o vendieron a cualquiera de los que, convertidos en esclavos del otro lado del Atlántico, forma hoy parte de mi inasible genealogía. No hay modo de saberlo, pero el recelo interrumpe aun por escasos segundos la amalgama de las carnes.
Logro sin embargo atenuar la aprensión: que los africanos hayan participado en el comercio trasatlántico de esclavizados no es consecuencia de un sistema capitalista de colonización y explotación global de origen africano sino europeo. Ni siquiera vale argüir que entregaban a la esclavitud a su propia gente. No eran su gente, en la mayoría de los casos: eran sus enemigos, sus adeudos, prisioneros de guerra, otros esclavos. La esclavitud existía en muchas sociedades africanas desde la Antigüedad, como en Grecia o Roma, pero incluso en posteriores y más sofisticados estadíos, era esta institución diferente a la que imponían los europeos con la extracción y traslado masivo de cuerpos africanos destinados.
Mas los ancestros son porfiados. Desde África me llaman, también de allí me repelen. Todo sucede al unísono y con la misma intensidad. Negra de las Américas soy porque desciendo de gente esclavizada. El africano de hoy, es descendiente de los que pudieron quedarse. Nuestras historias se juntan y divergen. Responden con igual delicia nuestra carne negra a la sombra que al mediodía nos ofrece el baobab; distintos son en cambio los sueños que nos dibuja en plena siesta. Entre los cuerpos de unos y otros brama como un tambor un solo Atlántico, el mismo que transportó a mis ancestros y ahora me devuelve, una y otra vez, al África que mi carne reconoce mas no alcanza nunca ni del todo a aprehender mi mente.
***
Nota:
1 El monumento es atribuido al escultor senegalés Pierre Goudiaby. Sin embargo, la idea original parece haber sido propuesta al presidente Wade por el prestigioso artista también senegalés Ousmane Sow (quien se desasoció rápidamente del proyecto), siendo la estatua finalmente diseñada por Magherusan y construida por norcoreanos (quienes también modificaron un poco el diseño del rumano). Ver “Wade, le president, et sa statue” publicado en Lausanne, Le Temps, 4 de noviembre del 2011.