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Los emigrados cubanos y la cultura política del exilio (I)

Cuando algunos proponen colocar la condición cubana como algo superior a diferencias e intereses, “con todos y para el bien de todos”, están abriendo una caja de Pandora, que lejos de resolver verbalmente la ecuación de la unidad nacional, la complica. 

por
  • Rafael Hernández
    Rafael Hernández
febrero 6, 2020
en Con todas sus letras, Nación y Emigración
4
"Vuelos de la Libertad". 1970. Foto: Esteban Martin, Biblioteca de la Universidad de Miami.

"Vuelos de la Libertad". 1970. Foto: Esteban Martin, Biblioteca de la Universidad de Miami.

Cuando Fernando Ortiz diferenciaba cubanidad y cubanía, no establecía distingos ideológicos. Y cuando hablaba de pertenencia a una cultura, dentro y fuera de la Isla, no se limitaba al gusto por los frijoles negros dormidos o a no poder controlar el movimiento de la cintura ante ciertos toques irresistibles; sino a la conciencia de sí y la voluntad de mantenerse como parte de una comunidad real, no solo evocada en frases e imágenes, que reivindicaba su identidad cubana.

Aquí, sin embargo, no vienen llegando todas las respuestas, sino más bien se empieza a andar el camino de las preguntas difíciles. Cuando algunos proponen colocar la condición cubana como algo superior a diferencias e intereses, “con todos y para el bien de todos”, y demás citas martianas, y declaran su adherencia a “la nación,” más bien están abriendo una caja de Pandora, que lejos de resolver verbalmente la ecuación de la unidad nacional, la complica.

Claro que entre los terratenientes y banqueros, y demás socios del capital norteamericano y sus empleados, que empezaron a salir de la Isla desde el mismo 1959, había cubanos de determinada cubanía. También lo eran los que integraron la dictadura de Batista o incluso la de Machado. De la misma manera que los personeros del Tercer Reich y la familia Krupp eran indiscutiblemente alemanes, con su propia conciencia sobre el interés nacional y la germanía. Puesto que la cubanía o la hispanía no entrañan ninguna condición cívica o moral, mucho menos ideológica, como tampoco un proyecto de nación único y común. (Por las dudas, preguntarles a los “españoles” acerca de lo que define su hispanía, a ver qué responden.)

Los grandes propietarios y los segmentos de la clase media alta cubana, que fueron saliendo del país hasta que la Crisis de Octubre mandó a parar los vuelos directos, con la esperanzada certeza de que el gobierno norteamericano resolviera el dolor de cabeza del castrismo, no eran solo abanderados del anticomunismo, sino portaban una determinada cultura política. No había en ellos una simple repugnancia ideológica, sino más bien poderosas y muy concretas razones para irse.

Lo mismo ocurrió a todos aquellos que, habiéndose opuesto a la dictadura batistiana, reaccionaron ante las medidas de justicia social del programa revolucionario, desde la Reforma Agraria en adelante, poniéndose en contra. Para esos, los cambios no solo eran demasiado radicales, sino ajenos a “su revolución”, a la que declararon traicionada, secuestrada por “los comunistas.”

Esta reacción, desatada aun antes de que la Unión Soviética entendiera lo que pasaba en Cuba, donde el Partido Socialista Popular hablaba todavía de “la revolución de enero”, destapó una fuerza contrarrevolucionaria formidable, que se extendió por ciudades y campos de todo el país.

Con el apoyo irrestricto de la clase alta y de Estados Unidos, y animada por una especie de sentimiento visceral identificado genéricamente como “anticomunista”, más que por una ideología coherente, esa corriente puso sobre las armas, nada más en las áreas rurales, a casi 4 mil insurgentes contrarrevolucionarios, que llegaron a cubrir todas las provincias del país.

Miembros de la Brigada 2506 apresados durante la invasión de Playa Girón. Foto: Miguel Viñas/AFP /Getty Images.

Su derrota militar no se logró hasta después de cinco años de una tenaz guerra civil, que sobrevivió a Playa Girón y la Crisis de Octubre, e incluso al auge de las operaciones encubiertas del gobierno de Estados Unidos conocido como Plan Mangosta.

Esa guerra, cuyo complejo tejido social y político se ha documentado en apenas algunas investigaciones publicadas (y tangencialmente, en una reciente serie de la TV cubana), dejaría en el sistema inmunológico de la Isla una marca de seguridad nacional que condicionaría el tratamiento de la emigración en años posteriores.

Los sobrevivientes de aquella guerra civil fueron a nutrir un exilio recalcitrante, que alimentó durante décadas a grupos paramilitares, cada vez menos eficaces para derrocar el poder revolucionario, aunque sí de hostigarlo y hacerle pagar un costo.

Constituido como modus vivendi, estos duros de la Guerra fría, simbolizaban el espíritu inclaudicable de un exilio al que le costaba mucho reconocer su derrota. Sin embargo, una proporción cada vez mayor de aquellos que una vez se dispusieron a pelear con las armas, en su fuero interno, ya sabían que su condición de exiliados o refugiados del comunismo se había tornado permanente.

 

Decantada y quintaesenciada en ese exilio enquistado, y sometida a la frustración de todas sus esperanzas, la vieja cultura política de la clase expropiada y de su antiguo ejército se fue destilando en una especie de Bacardí del exilio, que impregnó los códigos culturales de la emigración, no solo dentro del ámbito de esa élite poderosa venida a menos, sino también extramuros.

La intransigencia y el rechazo indistinto a todo lo que oliera a “la Cuba de Castro” ha sido el santo y seña de ese destilado.

Recuerdo que, cuando una joven cubano-americana, descendiente de una familia de renombrados banqueros, que había sido mi alumna en una universidad norteamericana, me invitó a comer con su familia en Coral Gables, su mamá decidió irse de la casa, alegando que no podía compartir con “uno de esos que les habían robado sus propiedades a sus padres”. De nada valió que mi alumna le dijera que yo tenía doce años cuando habían nacionalizado aquel banco, pues para la señora yo era tan responsable como el mismo Fidel Castro.

Sin embargo, no todos los que se exiliaban en la década de los 60 compartían una militancia activa. Desde el Programa de Refugiados cubanos inaugurado por el presidente Kennedy en 1961, muchos que no tenían vínculo alguno con la contrarrevolución orgánica, optaron por mandar a sus hijos al Norte con el fin de que “no les lavaran el cerebro” o “los mandaran a la Unión Soviética”.

Otros muchos, también desconectados de esa oposición activa, decidieron huir de las penurias económicas y los costos del aislamiento de aquellos años, y aceptar la invitación de Kennedy para compartir el sueño americano, incluyendo privilegios y ventajas excepcionales, que no habían disfrutado antes ni siquiera los que escapaban de la “cortina de hierro” en Europa.

Un barco lleno de cubanos llega a Key West, Florida, en 1965 desde Camarioca en Cuba. Foto: Oficina del Historiador de la Guardia Costera de EE. UU., Washington, D.C.

 

Cuando el gobierno cubano forzara la firma de un acuerdo migratorio, el primero, mediante la apertura del puerto de Camarioca, cerca de Varadero, en 1965, más de 300 mil aspirantes a salir del cerco al que estaba sometida la Isla en medio de un hemisferio hostil aprovecharon la ocasión.

De manera que, cuando Nixon canceló el acuerdo y el puente aéreo, en 1973, no solo se habían ido los que esperaban desde octubre de 1962, sino un segmento cada vez mayor de clase media baja y trabajadores directos, muchos de los cuales respondían más a la reunificación familiar y la escasez que a motivaciones ideológicas.

Todo ese heterogéneo grupo de nuevos migrantes tenía en común con los que se habían ido antes la condición común de no poder regresar. A diferencia de la mayoría de los exiliados en el mundo, los cubanos entraban a un refugio permanente, en donde quedarían instalados en lo adelante.

El barco The Last One cargado de cubanos durante el éxodo del Mariel en 1980. Foto: Colección Wright Langely.

Como se sabe, la primera rayadura en ese cristal perfecto del exilio anticastrista ocurrió cuando el gobierno cubano invitara a un diálogo, en 1978-79, donde un grupo muy heterogéneo, en el que no faltaban veteranos de la brigada 2506, operadores paramilitares, conspiradores de las organizaciones católicas, banqueros y jóvenes llevados por sus padres cuando eran menores de edad, se reunieron con Fidel Castro en persona.

 

Esta rayadura en el bloque supuestamente homogéneo del exilio, impondría un vuelco igual de súbito dentro de la Isla: los “gusanos” se convirtieron en mariposas, o sea, en “la comunidad cubana en el exterior.” La frase que selló aquel diálogo, apenas dos años después de que un grupo paramilitar anticastrista con base en Miami atentara contra un avión civil de Cubana de Aviación en pleno vuelo en Barbados, la dijo él, como para coronar el audaz giro de aquella política: “La patria ha crecido.”

Entre las numerosas causas y azares del Mariel, la más descomunal explosión migratoria de todos estos años, ocurrida pocos meses después de aquella frase, no estuvo una rebelión contrarrevolucionaria ni una crisis económica, sino la simple noción de que, al fin y al cabo, la puerta ya no estaba tan cerrada para los que se iban. Y que era posible sobreponerse al encono acumulado y el legado de resentimiento, a la cultura del exilio predominante allá, e incluso a la combatividad revolucionaria intacta (como se demostraría en 1980), para mantener el espíritu de buena voluntad y la coexistencia conquistada.

El regreso de los nuevos “comunitarios”, y el inicio de la reconciliación familiar, no estuvo amenizado por ningún mea culpa, asomo de triunfo, revanchismo o reproche, sino por el lenguaje mudo de las maletas cargadas de regalos (hasta entonces prohibidos por la ética revolucionaria), supuesto reflejo de su nivel de vida y estatus de consumo en aquel país.

Comité de los 75, durante en encuentro con Fidel Castro. Foto: latinamericanstudies.org

A la manera típica de aquellos indianos de América, que retornaban a la madre patria contando las historias de su esplendorosa vida en la hacienda que poseían en la Nueva España, los emigrados, convenientemente despojados de todos los galones del exilio, regresaban en son de paz y armonía. Estudios posteriores mostrarían que su nivel de endeudamiento con la banca de Miami se había disparado a partir de 1979.

Aquel reencuentro, sin embargo, no estaría exento de antagonismos. Del lado de Miami, los portaestandartes del exilio le declararon la guerra –no es una metáfora– a los “dialogueros.” Del lado de acá, a pesar de la enorme autoridad y capacidad de convencimiento propia de Fidel (en un larguísimo discurso en el teatro Karl Marx a los militantes del PCC), muchos buenos revolucionarios confesaban en privado que no era fácil tragar aquel giro político de 180 grados que estaban masticando.

Todo aquello estaba ahí cuando, en medio del enfriamiento de 1979 y 1980 con la administración Carter, se desencadenó la crisis de la embajada del Perú. Lo que vino después, la crisis del Mariel, ya fue otro capítulo en la historia de la emigración y del exilio.

Etiquetas: Nación y EmigraciónPortada
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Rafael Hernández

Rafael Hernández

Politólogo, profesor, escritor. Autor de libros y ensayos sobre EEUU, Cuba, sociedad, historia, cultura. Dirige la revista Temas.

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Comentarios 4

  1. Michel Fernandez says:
    Hace 5 años

    Excelente el artículo de Rafael Hernández, espero que tenga una segunda parte, después del Mariel.

    Responder
  2. Nanchy says:
    Hace 5 años

    Muy bien articulo!

    Responder
  3. Jose A Huelva G. says:
    Hace 5 años

    No lo pude terminar, largo, monótono y aburrido. Y esto es solo la 1ra parte? Ufff!

    Responder
  4. Víctor González Curubeco says:
    Hace 5 años

    Muy buen artículo, espero que tenga una segunda parte.

    Responder

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