Una ley que aprueba el matrimonio igualitario, incluyendo derechos de adopción para parejas del mismo sexo y acceso a reproducción asistida, se aprobó en un país que tiene fama de excepcional. Conseguirlo no fue nada fácil. Durante más de un año, las iglesias y los sectores más conservadores se opusieron duramente, y consiguieron resistir un primer intento de formulación legal. La salida política no fue dictarla como decreto del Consejo de Estado ni aprobarla por la Asamblea Nacional, sino someterla a referéndum. Así, fue aprobada por mayoría, el 26 de septiembre de 2021. Naturalmente que estoy hablando de Suiza.
La Cuba de los primeros años 60 se distinguió por su gran salto adelante en materia de derechos humanos. Antes de la integración de los partidos políticos en uno, a la profunda reforma del sistema institucional del Estado, a la declaración del socialismo, se desencadenó una transformación de las relaciones sociales y los patrones culturales heredados, empezando por la propia vida familiar. Esta se expresaba en la independencia temprana de los muchachos y muchachas que se iban de la casa a alfabetizar en las montañas, a estudiar a La Habana, a las milicias, a cortar caña en las sabanas de Camagüey, entregados a una socialización cívica sin paralelo.
En aquellos años donde pasaban cosas nuevas todos los días, también se empezó a correr que aquellos eran espacios de perversión, donde los menores vivían una sexualidad promiscua y precoz. Que se llevaban a los niños a Siberia, a lavarles el cerebro con el comunismo, y a convertirlos en robots al servicio del régimen. En una reacción de contagio típica, 15 mil niños fueron enviados solos a EEUU, entre ellos algunos de mis primos, bajo la “muy confiable” tutela de algunas iglesias, las mismas que aconsejaban no irse a alfabetizar, porque equivalía a sumirse en el adoctrinamiento y la perdición. La historia de la Operación Pedro Pan y sus organizadores, basada en archivos desclasificados y testimonios de los protagonistas, está disponible en libros y películas documentales para quienes quieran hacerse una opinión informada.
Claro que la mayor parte de aquellas movilizaciones y el cambio social que las acompañaba no estuvieron cifrados en leyes ni códigos. La socialización cívica y la construcción de una nueva cultura política no dependió de regulaciones y normativas, sino de la participación social. De hecho, una vez aplicadas las grandes reformas sociales de la Revolución en 1959-61, aquella mezcla de clases y colores de piel, de igualación de roles de género, acceso masivo a educación, salud, empleo, bienestar, dependió más de la movilidad social ascendente generada por las políticas de acceso, que hacían uso de la legislación como su instrumento, que de iniciativas del sistema jurídico.
El mar de fondo de esta década de los 60, que también se idealiza, dejó experiencias amargas, reflejos también de la cultura política de la época, en particular la restricción ideológica y el extremismo, la homofobia y la discriminación de religiosos. Las purgas de homosexuales, creyentes y desafectos a la Revolución ocurridas en esos años tempranos, anteriores al Quinquenio gris y a la influencia de la Unión Soviética, se derivaban del conflicto político puro y duro, así como de prejuicios implantados en la cultura cívica anterior, pero también de otros que fueron parte de la propia cosecha revolucionaria.
El anticlericalismo, arraigado como cultura política en el izquierdismo ateísta que nos legara España, antes que Moscú, y presente en la tradición cubana de varios colores, se exacerbó con la posición beligerante de las iglesias, alineadas activamente contra el comunismo desde años muy tempranos. Las UMAP (nov. 1965- jun. 1968), mezcla de servicio militar y “escuelas de conducta” adonde fueron enviados para “reeducarse” religiosos, homosexuales, desafectos, e incluso jóvenes sancionados por diversas faltas, fue fruto emblemático de aquella cosecha amarga, aunque no el único, ni el último.
Si quienes dirigían el Partido Comunista en los 60, cinco décadas después, aprendieron aquellas lecciones, y rectificaron su radicalismo ateísta y homofóbico, podría suponerse que las iglesias también habrían aprendido la lección de su anticomunismo, que dividió a la masa de creyentes. Impartir propaganda anti-Código de las familias desde el púlpito, y diseminarla a través de los numerosos medios impresos y digitales de que disponen esas iglesias a lo largo y ancho de la isla, no ha sido un buen ejemplo de prédica sobre el amor, la convivencia y la reconciliación nacional.
En todo caso, al gobierno le ha tocado respaldar a fondo los derechos familiares que atañen a la igualdad de género, los LGTBI, los núcleos monoparentales, los ancianos, los menores, afectados por el abuso y la violencia, y todo lo que abarca esta vasta ley de las familias. Pero también ha debido preservar las relaciones con esas iglesias, casi todas conservadoras, así como su derecho a la libre expresión y discrepancia, junto al de los ciudadanos que defienden valores similares. En otras palabras, no puede responderles “si no les gusta el socialismo, que se vayan.” Tiene que hacer política, en el sentido profundo de la palabra, y hacerla bien.
Cumplir el rol de gobernar consiste no solo en emitir leyes “legales,” sino en adoptar políticas legítimas, avaladas por el consenso ciudadano. Además de implementar la consulta y propiciar el debate informado, se requiere asegurar condiciones aceptables de funcionamiento democrático. La última razón de este funcionamiento la constituyen los medios de democracia directa (MDM), identificados como el plebiscito, el referéndum, la consulta.
La razón (o no) de la consulta y el referéndum
Me figuro que a los lectores no les interesan tanto los detalles del debate académico y doctrinal acerca del uso de estos MDM, y en todo caso, aquí no es el espacio. Solo apuntaré dos aspectos que me parecen de mayor interés, y que, desde luego, tienen relevancia más allá de nuestras fronteras.
Uno: no existe unanimidad en cuanto a su uso entre juristas, politólogos, y otros expertos. Algunos afirman que si los órganos representativos cumplen su papel democráticamente, ¿para qué consultas y sufragios? Otros argumentan incluso que estos mecanismos facilitan “la tiranía de la mayoría.” Dicen que cuando surgen de una iniciativa ciudadana “de abajo,” casi nunca van más allá de consultas “no vinculantes.” Y que cuando surgen “de arriba,” se prestan a las manipulaciones del gobierno, a veces mediante la forma de preguntar por el Sí o No.
Dos: a pesar de lo anterior, el hecho es que referendos, plebiscitos y consultas ciudadanas constituyen una tendencia creciente en numerosas regiones y países, desde el fin de la II Guerra mundial, de manera que se han vuelto comunes, tanto en “plenas democracias” como en “regímenes autoritarios.” Esas experiencias muestran resultados opuestos a los que se mencionan en el párrafo anterior. Por ejemplo, las consultas “no vinculantes” han servido para revelar fisuras de consenso que dieron lugar a cambios de contenido en propuestas legislativas, como ocurrió con el borrador de la Constitución y del propio Código de familias en Cuba. Ejemplos de que el gobierno no gana cada vez que convoca y organiza un referéndum fueron el No al régimen autoritario de Pinochet (1988), y el otro No, casi 34 años después, a la nueva Constitución de Chile propuesta por un gobierno democráticamente electo, ambos rechazados en las urnas por la mayoría de los chilenos.
Por otro lado, y según revela la experiencia, “el ecosistema político,” como se dice ahora, no funciona como un reloj en ninguna parte, ni de manera plenamente democrática, en cuanto a expresar los intereses y deseos también de las minorías. En cualquier caso, si de fidelidad al consenso se trata, ¿son más legítimas la Asamblea Nacional y las instituciones del Estado encargadas de legislar, que el voto directo y secreto de todos los ciudadanos?
Desde la premisa de un mundo feliz, es decir, enteramente justo, los derechos no habría que debatirlos públicamente, ni mucho menos llevarlos a referéndum. Quizás ni habría que votarlos como parte de una nueva Constitución, aunque la anterior no los hubiera reconocido. Bastaría con que “las Naciones Unidas” o el “sentido innato de la justicia” nos los dictaran como autoevidentes.
Sin embargo, también sabemos que apenas unos 33 países en el mundo han reconocido como derechos básicos algunos de ellos, digamos, el de los LGTBI para crear familias y tener hijos. Porque los derechos, como las personas, son parte de una época histórica. Así que, en vez de darlos por sentado, deberíamos entender que es el momento de luchar por extenderlos y que sean aceptados por todos. Lo que no ocurre por obra y gracia de la voluntad política, ni tampoco de una legislación dictada por decreto.
¿Fue el referéndum el camino más eficaz para lograrlo? Algunos lo describían como “una ley demasiado progresista y abarcadora,” que se arriesgaba a perder los votos de “quienes están en desacuerdo con uno o dos aspectos del Código,” o directamente por el “voto de castigo de los que culpan al gobierno por la situación económica que están sufriendo.” ¿No era este el peor momento para someter a referéndum una ley tan ambiciosa y de largo alcance?
Este es un asunto largo y tendido, así que voy a decirlo telegráficamente.
Paradójicamente, por primera vez se ha criticado al gobierno por “írsele la mano” en cumplir un compromiso, y aplicar un mecanismo aprobado en 2019, junto al resto de la Constitución. Me imagino qué habría ocurrido si no lo hubiera cumplido, alegando que “no era el momento.”
Una segunda paradoja fue la de quienes apoyaban los contenidos de este proyecto de ley, pero en vez de apoyar abiertamente a su promotor principal, le reprochaban “cuestiones de método,” y “haber hecho concesiones a la derecha religiosa” (en cubano, “se dejaron meter el pie” por esta derecha), cambiando la redacción del texto constitucional de manera que, supuestamente, bloqueaba la posibilidad de legalizar el matrimonio del mismo sexo. Aunque el borrador del Código de las familias sometido a consulta probó que este cuestionamiento carecía de base, los que así lo prejuzgaron nunca rectificaron su valoración sobre el artículo de la Constitución tal como se aprobó en 2019.
Quienes recelaban del proyecto de ley repitiendo que “Cuba no es Suecia,” que el Código era una imposición, y que el referéndum no era sino manipulación, nunca explicaron qué parte era “demasiado atrevida,” en lugar de espejo de las relaciones sociales y de pareja realmente existentes y aceptadas por la mayoría de los cubanos en 2022. Ni tampoco cuál rebasaba las agendas de los movimientos opuestos al abuso de las mujeres y los menores, la protección de los ancianos y los discapacitados, en el mundo, incluida nuestra región y la propia Cuba.
Por otra parte, la estrategia de los redactores del proyecto reunió en una misma pieza legislativa los intereses y la representación de los diversos grupos y sujetos sociales. En otras palabras, si en otros países la causa del matrimonio igualitario apenas ha representado la del conjunto de la población LGTBI, la diversidad de grupos y sectores sociales cuyos derechos estaban directamente involucrados en este comprehensivo proyecto de ley de familias creaba una conexión entre grupos discriminados y en desventaja, que potenciaba su alcance y visibilidad. Apostar por esa articulación estratégica le otorgó mayor fuerza que la defensa de los derechos de cada uno por separado.
Algunas lecciones
Si un valor principal del Código ha sido el de espejo de la diversidad real de la sociedad cubana, una de las consecuencias de las consultas y el referéndum ha sido sacar a flote las discrepancias, criterios y sentimientos de los ciudadanos que conviven aquí y ahora, incluyendo “el lado oscuro de sus corazones,” el que queda fuera de la vista gorda con que a menudo se construye el discurso radiante sobre “la Nación.”
Al llevarlo a consulta y luego a referéndum, se puso a prueba, ante todo, una premisa básica del funcionamiento democrático: garantizar espacio para decir las cosas sin miedo.
La consulta en 79 000 asambleas de barrio dio espacio para quienes defienden, por ejemplo, el derecho de los padres a “dar de vez en cuando una bofetada” a sus hijos, “porque a mí me criaron así, y lo agradezco.” Para asegurar que “no tengo nada contra los homosexuales, y su derecho a hacer lo que quieran entre ellos, y dentro de sus casas, pero dejarlos que críen niños como si fueran sus padres, no me parece. ¿Qué ejemplo van a querer imitar?” Para oponerse a la educación pública, con el argumento de que las escuelas “no tienen derecho a darles educación sexual a los niños,” como si se tratara de una novedad. Planteamientos como estos los pude escuchar en asambleas de consulta, basados en “lo que dice el radio de afuera,” y acompañados con la confesión de “no haberse leído el Código.”
Si de cambio y de educación cívica se trata, me pregunto cómo intervenir en una sociedad que alberga creencias como estas, si no se facilita el espacio para que se manifiesten. Es como querer dominar a un toro sin dejar que entre en el ruedo, ahorrándose la parte de lidiarlo, y pretender que eso es el toreo.
Naturalmente que haber dispuesto de un mecanismo de democracia directa como el referéndum no conlleva soslayar el funcionamiento de los órganos representativos, de las escuelas y las organizaciones, de la comunidad, de una esfera pública donde la cuestión de la igualdad de derechos se juega participativamente. El Código no es nada más un punto de llegada y una conquista social, sino un paso principal en la dirección de ese cambio.
Naturalizar la discrepancia en esos órganos, en los de abajo y los más altos; convocar al debate público, al ejercicio de gobierno con transparencia y haciendo uso de los medios digitales para mantener la comunicación entre dirigentes y ciudadanos en consulta permanente, y sin esperar al próximo referéndum, son clave para renovar la política.
Volviendo al referéndum de los suizos que mencioné al principio, acerca del matrimonio del mismo sexo, votaron 64,1% por el SÍ y 35,9% por el NO, casi exactamente como en mi circunscripción, donde unos vecinos y yo pudimos presenciar el conteo de votos. Los votos nulos y en blanco entre los suizos fueron 1,78%; en mi zona, 5%, incluido uno que puso en la boleta Sí, y añadió abajo “Mira que buena ha sido esta idea de votar el Código,” con lo cual la invalidó.
De todo el electorado suizo, concurrió a las urnas 52,6%. En mi zona, según mis cálculos al empezar el conteo, habían votado (esta vez con bolígrafo) 73% de los electores registrados. Al anunciarse los resultados del voto en la Confederación Suiza, la oposición conservadora reaccionó con la premonición de que “se habían abierto las compuertas a cualquier cantidad de prácticas peligrosas.” Los LGTB celebraron que “era un día histórico, un gran paso adelante que habían estado esperando durante años.”
Ahora que somos parte de ese selecto grupo de países que han conseguido una legislación tan avanzada en materia de derechos civiles, sería posible aprender de lo que podemos hacer mejor. Percatarnos de que interpretar el Sí en este referéndum como un voto “por la Revolución y el socialismo,” o el No como su negación, es en el fondo el mismo enfoque que todo lo politiza de la peor manera, corto de vista y simplista. Que replicar el mismo tema, al mismo tiempo, por cada medio de comunicación disponible, y repetir consignas, produce un efecto de saturación contraproducente, agobiante incluso para los simpatizantes. Que la educación política y la producción de ideología en el siglo XXI es un ejercicio de inteligencia e imaginación, donde gana quien logre extraer y potenciar lo mejor de una cultura política que también contiene enajenaciones y atavismos. Que hay que gobernar confiando en la ciudadanía, sin idealizarla, y al mismo tiempo, sin tratarla como menores de edad.
Si a pesar de los pesares el referéndum de las familias alcanzó esos resultados de participación y aprobación, habría que reclamar, como Fito Páez, ¿quién dijo que todo está perdido? Aunque “no será tan fácil, ni tan simple como se pensaba” esto de “cambiar nuestra casa”. Y aunque en nuestro caso, no sea solo por “cambiar nomás”.
Formidable, como la mayor parte de sus trabajos. Cuánta falta nos hace que personas tan iluminadas decidan lo mejor para nuestro desarrollo económico.