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Hace unos días, sentado en la escalinata de la Universidad de La Habana, en espera del concierto de Silvio, me vino a la mente lo mucho que ha llovido desde que supe de él por primera vez.
Una amiga que enseñaba en el viejo Departamento de Filosofía de la UH, y colaboraba con la televisión, me había recomendado un programa que ponían los domingos por las tardes titulado “Mientras tanto”, y que conducía un joven trovador muy original y ajeno a los cantautores de moda.
Aunque me pareció entonces que carecía de lo que llaman “una buena voz”, sus letras tenían un raro élan poético; y decían cosas, más allá de penas y alegría. En un modo distinto al que se asociaba (y se asocia todavía) con “el gusto de los jóvenes”.
Versos como “hay un grupo que dice que lo haga reír/dicen que mi canción no es así, juvenil/que yo no me debiera poner a cantar/porque siempre estoy triste, muy triste”. O como “El insecto agonizaba/yo empezaba a canturrear/la canción más solitaria/que haya escrito sin llorar.” O con una actitud resuelta: “pero mientras tanto, yo tengo que hablar, tengo que vivir, tengo que decir lo que he de pensar…yo tengo que hablar, cantar y gritar/la vida, el amor, la guerra, el dolor”.
Además de estas letras a contracorriente, las melodías tenían una cierta magia, igual que su manera de entonarlas.
Un día, por allá por 1973 o 1974, siendo profesor de Literatura y jefe de Relaciones Internacionales en la Escuela de Lenguas Extranjeras, me tocó organizar una “actividad cultural” para conmemorar un aniversario de la Revolución de Octubre, o algo parecido. Recuerdo que estaban todos los profesores soviéticos, a quienes la directora quería agasajar especialmente. Lo que se me ocurrió fue invitar a Silvio, que ya era muy conocido, a cantar para nosotros.
A los jóvenes profesores nos encantaron sus interpretaciones esa noche. No estoy muy seguro de que lo fueran para todos los extranjeros, por la complejidad de sus letras y estilo peculiar, incluido lo que hoy llamaríamos su look.
Para nadie es un secreto que, en las universidades cubanas de la época, las melenas y las barbas no eran políticamente correctas, y más bien se asociaban con los hippies. Y aunque Silvio no tenía una cabellera o unas patillas frondosas, sus jeans desgastados y sus sandalias sin medias no les gustaron a la directora ni probablemente a los profes soviéticos.
Tampoco ese estilo suyo, y algunos de sus gustos musicales, se avenían con la imagen que por entonces promovían los medios. Su programa en la TV se había cancelado por desavenencias como esas. De ahí que hubiera decidido alejarse un tiempo, como tripulante del buque pesquero Playa Girón, a un largo viaje trasatlántico, donde siguió escribiendo y cantando para la marinería. Después de cuatro meses, regresó con un montón de canciones, entre las que quedaron “Ojalá”, “Resumen de noticias”, “Cuando digo futuro” y “Playa Girón”, dedicada a aquellos marinos del buque.
Un dirigente amigo mío dice que eso de “caer en desgracia” no se aplica aquí en Cuba. Y que los llamados “tronados” en realidad son sancionados o demovidos, término de la jerga política nuestra que ya reconoce como cubanismo la Real Academia.
A mí apenas me han “trasladado a otras funciones”, pero sí tengo una noción de lo que significa “caer en desgracia”, así que me vinieron a la mente, sentado en la escalinata de la UH la otra noche, aquellos años de ostracismo mediático que Silvio vivió, cuando solo Haydée Santamaría y Alfredo Guevara le ofrecieron amparo.
Luego de que Silvio leyera el fragmento de Martí donde dice que para ser libre hay que ser no solo culto, sino próspero; y sobre todo luego de haber declarado de entrada que había retornado a la Universidad de La Habana (tengo entendido que después de 20 años de ausencia) como un gesto hacia los estudiantes de la FEU, quienes hace poco protestaron contra el alza de las tarifas de Etecsa para datos móviles, compartiendo con la multitud literalmente apretujada en la escalinata coreando su nombre, ante un público que incluía a la plana mayor del gobierno, se me ocurrió que para Silvio haber “caído en desgracia” había contribuido a su integridad política y artística.
Y que en lugar de destilarla en resentimiento o ruptura, había acendrado en él sus convicciones personales, transformadas en canciones que han podido compartir las más diversas generaciones, clases sociales, culturas, gustos, posturas políticas, dentro y fuera de esta isla, como quienes las coreaban aquella noche.
Regresando a mi casa junto con mi hija, venía pensando en el significado de aquel encuentro entre un creador que se ha mantenido fiel a su estilo artístico renovador y a su identidad política, en medio de una sociedad cubana en crisis no solo económica, sino ideológica. Una sociedad que suele pintarse en una especie de derrumbe a cámara lenta, despedazada por polaridades y desgarramientos irremediables, carente de ideales y sumida en una especie de apagón espiritual.
Lo que vivimos esa noche no borró esa crisis y esas tensiones, naturalmente. Pero sí reveló que un estímulo genuino podía sacar a flote lo que tanta gente diferente, dentro y fuera de aquella compacta escalinata, comparte hoy como legado del cual enorgullecerse, valores que defender e ideales que reivindicar.
Separar lo estético en esas canciones y su contenido, como si en ellas se pudiera sentir solo la emoción de la melodía y no lo que dicen, es tan forzado como separar al artista de sus ideas y su ejemplo como cubano. Sería ignorar que parte de la admiración que aún despierta aquí y ahora tiene que ver con su ejemplo cívico, su coraje y, para decirlo con una frase muy controvertida, su continuidad renovada.
Por contraste, también este encuentro representaba un paréntesis de lucidez colectiva en torno a lo que nos une, en medio de una situación caracterizada por la confusión ideológica y el descreimiento. Un momento de claridad en medio de esa neblina, cuya desorientación tiene consecuencias más profundas que la crisis económica y los malestares cotidianos, porque no nos deja vernos.
En efecto, ahora que la cubanía se confunde con cubanidad, la identidad con la adhesión a ciertos hábitos de vida y consumo, el rostro de la nación se minimaliza en los amigos de la escuela y los seguidores de las redes, el futuro con un grupo demográfico indiferenciado llamado “los jóvenes”, las utopías individuales se aprecian por encima de las colectivas, la reflexión sobre la circunstancia desciende a telenovela, memes o realismo sucio, y la sociedad cubana se expende como una infusión de miseria y de silencio… En esta circunstancia, la recuperación del sentido de lo real y la vuelta a los ideales cobran un sentido particular.
Claro que siempre ha habido una brecha entre el concepto de república con todos y para el bien de todos y su ejercicio político y social en cada lugar y momento, entre el orden institucional de un Estado de derecho y el impulso vivo de una democracia radical, entre el estandarte de la igualdad y el acceso palpable al bienestar y la prosperidad de todos, entre el sentido de la patria y el arraigo adonde uno vive. Y a veces esa brecha rebasa la de la fosa de Bartlet. Aquí en esta ínsula y más para allá.
De esas brechas hablaba el Martí maduro, poniéndonos delante de un espejo, cuando en “Nuestra América” empezó precisamente por criticar al “aldeano vanidoso”, ese que “cree que su aldea es el mundo”. Da lo mismo si es el Vedado o Hialeah, Mantilla o Coral Gables.
Si uno mira al mundo circundante, tan globalizado como se dice, donde la patria se tiene por una idea anacrónica o evanescente, según algunos profetas, una especie de licuado transnacional, la nación a la que se pertenece sigue siendo un vínculo de fondo, que rebasa las fronteras, y resurge donde quiera.
En vez de imaginarnos como los nuevos judíos errantes, el pueblo de la maldita circunstancia del agua por todas partes, el elegido para pruebas supremas, podríamos empezar por ubicarnos en ese mundo del que somos parte, no excepción.
Si lo intentáramos, sería más probable que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos aprendieran que vivir en ese mundo no equivale a dejar atrás quiénes somos, donde quiera que “fijemos residencia”, porque esa patria sigue siendo una palpitación que nos vincula.
Por experiencia propia y por la de otros, he aprendido que no hay educación política y cívica como la de viajar. Entrar en contacto con otras culturas, no tan afines a la nuestra, o en absoluto afines. Lo saben quienes han ejercido como diplomáticos, marineros, corresponsales o cronistas de viajes, cooperantes civiles o militares, o han ido a estudiar y sobre todo a trabajar en alguna parte.
Lo que definitivamente transforma esa visión, lo que la dota de un ancla, es compartir la cotidianidad de quienes residen en otra parte, trabajar, entrando en relación con “los nativos”, y con los otros que llegan como nosotros, mirándose en esa multitud diversa y diferenciada donde uno intenta arraigarse, y donde la patria de origen, la que cada cual lleva (o no lleva) adentro, sigue siendo la única raíz y el tronco común, no importa dónde se esté.
Quiero terminar estas divagaciones suscitadas por Silvio, recordando que la patria de sus canciones no se reduce a un acta donde consta el amor que nos une, ni a una utopía colectiva que se intenta revivir, o a una sesión de sueños rotos que se reparan. Es también, y sobre todo, un espejo de nosotros mismos.
Una de las canciones que cantó en la escalinata dice precisamente que todos los nacidos en Cuba pueden llamarse cubanos, “aunque les guste la uva/más que el plátano manzano”. Aunque entre ellos haya que diferenciar al “cubano falsificado/y el cubano original/ el cubano insubordinado/y el cubano editorial”. Así como al “cubano de las sardinas” y el “cubano tiburón”.
La cubanía no consiste nada más en haber nacido aquí; ni compartir ideales requiere tampoco idealizarnos, parece decirnos Silvio.
No estaría mal recordarlo cada vez que tarareemos esos versos.