En su autobiografía, Daniel Chavarría, Premio Nacional de Literatura, cita este anuncio de una aerolínea estadunidense en 1967:
“Nuestro personal se encuentra profesional y psicológicamente capacitado para cualquier emergencia. En caso de que su avión fuera secuestrado y forzado a aterrizar en Cuba, nuestras azafatas mantendrán la calma y podrán dispensarle medicamentos, sonrisas y convertir el contratiempo en una deliciosa aventura. En caso de una escala prolongada en La Habana u otra ciudad cubana, tendrán mucho gusto en organizar para usted excursiones, visitas a playas, centros de la vida nocturna, lugares históricos o de gran belleza natural; y todo por invitación de nuestra compañía, sin que usted pase sustos ni le cueste un solo centavo adicional”.
Chava, como era conocido en los pasillos de la escuela de Artes y Letras, donde fue profesor de Latín y Griego, había secuestrado él mismo una avioneta de la línea colombiana Avianca, y la había obligado a tomar rumbo a Santiago de Cuba en 1969. Escapaba de la persecución de la policía y el ejército colombianos, que habían descubierto su participación en una red de apoyo a un grupo guerrillero en Valle del Cauca, junto al Obispo de Buenaventura, Gerardo Valencia Cano. Llegó a Cuba a fines de octubre, con su esposa y su hija, que lo acompañaron en el secuestro.
La avioneta de Chava fue una de las muchas desviadas hacia la isla desde Colombia y otros países de la Cuenca del Caribe. Como apunté antes, después de padecer secuestros de sus aviones y barcos, y sometida al ostracismo de casi todos los gobiernos de América Latina y el Caribe entre 1964 y 1973, Cuba se convirtió en el refugio de muchos que escapaban de la represión, de los que querían hacer la revolución en América Latina y el Caribe, y en casi cualquier parte del mundo.
Mientras la historia de la solidaridad cubana con los movimientos de liberación nacional espera por sus historiadores, el tópico de aquellos aviones desviados a La Habana resulta inexplicable sin su contexto.
Teishan Latner, historiador de la izquierda de los años 60 y de su interacción con la Revolución cubana explica en un ensayo quiénes eran los militantes del Black Power que escaparon de la represión en Estados Unidos y encontraron asilo político en Cuba. Cazados vivos o muertos por la policía y el FBI, algunos lograban secuestrar un avión y refugiarse en la isla.
En ciertos casos, aquellos jóvenes revolucionarios habían estado implicados en acciones armadas, en las que ocurrieron tiroteos con la policía, y murieron oficiales. En su condición de perseguidos políticos y considerando sus motivaciones ideológicas —que los cubanos no siempre compartían, pero respetaban—, se diferenciaban mucho de quienes asesinaban a sangre fría a guardias o tripulantes de naves, para abrirse paso hacia EE. UU., como ha sido el caso entre secuestradores de barcos y aviones cubanos.
En buena medida, la conducta de muchos de los estadunidenses que secuestraron aviones es inexplicable sin el cerco y la satanización de la Revolución cubana que habían impuesto los EE. UU. Por demás, aquella era la Cuba de la Tricontinental (1966) y la OLAS (1967), “crear dos, tres muchos Vietnam,” el Congreso cultural de La Habana (1968), que renegaba del socialismo soviético y el chino, y experimentaba con “la construcción paralela del socialismo y el comunismo”. Aunque no es la Cuba de hoy, tampoco puede entenderse como mero fruto de una imaginación revolucionaria o de una proyección ideológica radical, pues existía en la forma de una sociedad, un proceso político y una cultura muy tangibles. Tanto como lo era su conflicto con los Estados Unidos.
Aun si idealizada en alguna medida, esa Cuba tampoco era una simple fantasía de muchos jóvenes del 68, en América Latina y el Caribe, Europa y los propios Estados Unidos; ni cuando se la representaban como tierra prometida de la liberación social y racial, encarnación de la herejía de izquierda, vanguardia antimperialista. Por el lado de acá, para muchos cubanos de entonces, las luchas contra el poder racista, la prédica de Malcom X y la acción organizada de los Panteras Negras eran la punta de lanza de una revolución social en EE. UU., que había empezado por el movimiento de derechos civiles. En todo caso, no era nada raro que aquellos tuvieran la isla en su radar de luchas, como referente concreto y también como santuario; ni que de este lado se les viera como compañeros de armas.
En línea con el legado político de la izquierda cubana, desde el siglo XIX, revolucionarios y terroristas siempre fueron dos especies distintas. Así que la índole de las relaciones con los revolucionarios de EE. UU. se diferenciaba del clima de conspiración, clandestinidad y violencia indiscriminada propios del terrorismo. Así lo reflejaban los intercambios entre los líderes de la Revolución cubana y Malcolm X, Angela Davis, Stokely Carmichael, su apoyo mutuo, público y legítimo, en los términos de una política revolucionaria.
A Cuba llegaron Panteras Negras como Huey P. Newton, William Lee Brent; y militantes de la Republic of New Afrika, como Charles Hill y Nehanda Abiodun, exiliados políticos, que estaban de paso, para un día regresar a continuar la lucha en California y Chicago; o en la escala de un viaje de regreso a África, la tierra prometida donde los esperaba el sueño de sus mayores. La mayoría partió luego. Aunque un puñado se quedó para siempre.
Entre esos últimos estaba Charlie Hill, quien vive en Cuba desde 1971. En contraste con su imagen en la lista de buscados por el FBI, resulta un hombre apacible, a punto de cumplir 73 años, con más de medio siglo en la isla a la que llegó con 21.
A él le pregunté: ¿Y entre esos secuestradores los había que no tenían ninguna lucha política en EE. UU., sino que estaban aprovechándose? “Claro que sí —me dice—, hubo quienes eran delincuentes comunes, como unos que amenazaron con estrellar el avión contra una planta nuclear si no les entregaban un rescate de 2 millones. Luego de ese caso, EE. UU. se dispuso a firmar con Cuba el acuerdo sobre secuestros”.
En el artículo anterior de la serie comenté cómo el memorando de entendimiento de 1973 había sido el resultado de la persistencia del lado cubano, desde 1969. Sin embargo, no fue tanto por esa perseverancia que EE. UU. se avino a firmarlo, sino, como dice Charlie, por sus propios intereses. Asimismo, por la situación de inseguridad en la aviación creada a a nivel internacional. Entre la Convención de Tokyo (1962) y la de Montreal (1971) sobre el problema de los secuestros, su apogeo había conseguido reunir a un grupo creciente de países para tratar de evitarlos.
Haberlo firmado, sin embargo, no obligó al FBI, tan tenaz en su persecusión al Black Power, a atarles las manos a los terroristas del exilio cubano. Antes y después del atentado de Barbados en 1976, estos siguieron su cruzada anticomunista “por los caminos del mundo”, como si fueran ruedas sueltas.
En los primeros 80, barcos pesqueros cubanos seguían siendo víctimas de la piratería auspiciada o tolerada por las autoridades estadunidenses. Si bien en algunos casos se enjuició a los secuestradores, estos no fueron sancionados. La postura favorable a la impunidad predominante entre la burocracia estatal y judicial contribuiría a perpetuar los secuestros. Solo en los años 90 cerca de diez aviones y numerosos barcos fueron secuestrados, algunos de ellos incluyeron el asesinato de sus tripulantes. En algunos casos los secuestradores en EE. UU. no solo encontraron refugio sino que fueron aclamados como héroes.
A pesar de la visión que interpreta la política de la Revolución como alforja de apotegmas ideológicos, romanticismos y utopías, sería un error creer que Cuba quiso convertirse en un centro de exportación de la revolución, también hacia los EE. UU., en los años 60. Una cosa era simpatizar con los Panteras, y los panafricanistas revolucionarios, y otra convertir la isla en un cuartel general de sus luchas. Ni el Gobierno cubano, ni los del África surgidos de las luchas anticolonialistas, aspiraron a ser sede de esos movimientos. Una cosa fue darles asilo político a los perseguidos, y otra estimular la práctica de secuestros de aviones.
Además de acarrear con aventureros o gente contagiada por el efecto de imitación (copycat) que los criminólogos explican, los secuestros han sido la punta del iceberg de un problema mayor: la falta de un orden jurídico y político que estructure la relación entre Estados Unidos y Cuba.
La seguridad aérea y naval es uno de los componentes principales de esa estructura de relaciones entre dos países tan vecinos como los nuestros.
Según el Gobierno cubano, tanto en la víspera del Mariel (abril-septiembre 1980) como en la del incidente de las avionetas (24 de febrero de 1996), se informó a altos niveles de la administración estadounidense acerca de una probable contingencia, que podría desencadenar una crisis de seguridad; y de la necesidad de tomar medidas preventivas. Las advertencias fueron desoídas en ambos casos.
Aunque en los dos episodios es posible juzgar las respuestas cubanas como drásticas, no fueron impredecibles. Por el contrario, según patrones históricos, la reacción de La Habana podía haberse calculado, como función del alto riesgo atribuido al secuestro o uso indebido de naves entre los dos lados.
Las lecciones que se derivan de estas experiencias son muy de realpolitik. Si las adminisitraciones de Reagan en 1984 y de Clinton en 1994 se sentaron a negociar acuerdos migratorios con Cuba fue solo porque se tomaron en serio las consecuencias de nuevas crisis migratorias. Si nunca más “avionetas desarmadas” ni “embarcaciones civiles” provenientes de Florida entraron en territorio aéreo o marítimo de la isla “en son de paz” fue porque los dispositivos de seguridad de EE. UU. no lo permitieron. Es decir, porque se estableció “un orden consuetudinario”, una práctica no necesariamente escrita, que ambos lados han respetado.
Esta práctica, sin embargo, está expuesta a la iniciativa de cualquiera, como demuestran los secuestros de los últimos años, casi siempre asociados a tensiones migratorias.
Imaginemos lo que podría ocurrirle a una avioneta que fuera secuestrada desde México, Guatemala o República Dominicana, e intentara entrar en el espacio aéreo de los EE. UU.
Le hice esa pregunta a Charlie Hill y se me quedó mirando. Incrédulo.