Para mí, Aramís Quintero (Matanzas, 1948) es una de las personalidades más atractivas de la literatura cubana contemporánea. En él se juntan el amplio dominio de diversos géneros literarios con el bien hacer, ese toque de gracia honda que no se puede aprender y que, definitivamente, es uno más entre los tantos misterios de los cuales se rodea la poesía, el hilván que une los distintos fragmentos que conforman la existencia del autor, y también, ¿por qué no?, la del lector sensible.
Aquí Aramís se cuenta a sí mismo. Pongan atención a sus palabras.
Cronológicamente hablando, ¿cuál es el primer hecho de trascendencia poética en tu vida?
Si los sueños cuentan como hechos, quizá el primero fue uno que tuve siendo muy chico, que para mí fue pura poesía y felicidad, aunque no podía calificarlo de ese modo.
En ese sueño, una prima, que entonces tendría 15 o 16 años, llegaba, radiante, una mañana, con una amplia falda blanca que la hacía más luminosa, y nos llevaba, a mí y a otros niños, no sé quiénes, a un parque de diversiones. Y montábamos en un carrusel gris, como de zinc, cuyo techo estaba cribado de pequeños agujeros por donde pasaban rayitos de luz que danzaban con las vueltas del carrusel. Había una bruma iluminada y una música muy alegre. Mi sensación era de maravilla y felicidad. (Quizá yo estaba medio enamorado de esa prima, no sé). Ese sueño fue siempre para mí la imagen viva de la poesía y la dicha.
Y si busco entre esos otros hechos, que son las lecturas, creo que el primero fue Platero y yo.
¿Y el más importante?
Un amor que comenzó cuando era estudiante de Letras, y tuvo buen final, porque no ha terminado.
¿Cuándo tuviste conciencia de la poesía?
Creo que alrededor de los 11 años, cuando leí Platero y yo, y los primeros libros de versos. Entre ellos, una pequeña edición popular de Bruguera, en la Colección Laurel: Las mejores poesías cubanas, compilación de Alberto Baeza Flores. Estaba en mi casa desde el principio, y la conservé hasta hace unos pocos años, cuando la perdí no sé cómo.
¿Cuándo comenzaste a aceptarte como un poeta?
Quizá a los 13 o 14 años, cuando descubrí que los estados de ánimo ayudan a jugar con las palabras, y estas con los estados de ánimo.
Antes de emigrar a Chile, completaste en Cuba un largo ciclo de formación literaria. ¿Cómo recuerdas aquellos años iniciáticos: la Facultad de Letras, los talleres literarios, tu primer libro publicado…
Antes de la Escuela de Letras, estuve en el Instituto Cepero Bonilla, que fue muy importante para mí (y para todos los que pasaron por él). Cuando leí, años después, El juego de abalorios, de Hermann Hesse, esa novela y el Cepero quedaron vinculados para siempre en mi memoria, con un aura hermosa y crepuscular. Ese instituto fue un gran experimento pedagógico, que no podía durar mucho.
Antes del Cepero, estudié un par de cursos en la antigua Escuela de Artes Plásticas de Matanzas. Fueron años muy felices. La pintura ha sido siempre una de mis filias más hondas. Entre mis 12 y 14 años yo iba a ser pintor, no escritor. Mi libro de poesía Arca (Gente Nueva, 1992) deja ver esa filia: está basado en obras de la plástica universal. La edición cubana no incluyó las reproducciones a color de las obras, y este año edité el libro, con todas las imágenes, para una publicación independiente (Amazon). Pero creo que en toda mi poesía se transparenta con frecuencia mi amor por la pintura.
La Escuela de Letras fue una etapa también muy importante, con sus marcadas luces y sombras. Entre sus luces más radiantes están algunos de mis compañeros, y la profesora Camila Henríquez Ureña.
Mencionaste los talleres literarios. Sí, los hicieron proliferar como hongos tras un aguacero. Yo los conocí después de graduado. Y los recuerdo perfectamente, pero de ellos no quiero acordarme.
Mi primer libro de poesía publicado fue Diálogos. Sus poemas tenían años de escritos, algunos diez o más. Eran de esa época agridulce en que escribía para dos o tres amigos. Esa era toda su posible publicación, y uno la disfrutaba. Cuando llegó al fin la otra, más amplia y fantasmal, el hecho fue grato, pero no recuerdo ninguna euforia. A esa edición le tengo cariño, como a la edad que tenía entonces, pero una edición tan poco amable ya no se puede creer. (Este año, 2020, lo edité yo mismo para una publicación independiente).
¿Bajo cuáles circunstancias viajas a Chile?
Yo estuve en Chile, por primera vez, en 1991. Viajé con Pepe Pelayo (ambos dirigíamos el grupo teatral La Seña del Humor, muy conocido y exitoso desde 1984). Estuvimos dos meses y medio creando los nuevos guiones para televisión de un programa infantil, Pin Pon, que había sido famoso en Chile antes del golpe militar.
A mi regreso, continué el trabajo con La Seña. Pero a lo largo de los años 90, los miembros del grupo fueron emigrando. Ya se sabe cómo fue esa década. El sustento económico oficial que había tenido nuestro trabajo, el único sustento posible, fue adelgazando hasta casi extinguirse. Las posibilidades de trabajo se evaporaron casi por completo.
No vivíamos en La Habana, sino en Matanzas. En los años 80, el grupo se había proyectado nacionalmente, y ahora, de pronto, apenas existía en provincia y a nadie parecía importarle. Aun así, a comienzos de 1999 teníamos, al fin, un modesto lugarcito de trabajo, en Matanzas, que prometía ayudarnos a sobrevivir. Entonces, unos burócratas decidieron que esa sobrevivencia no era legal, y hasta ahí llegó el trabajo.
Enseguida me comuniqué con Pelayo, que ya residía en Chile, y él propició que nos encontráramos de nuevo allá. En apenas tres meses terminé de desmaterializarme en Matanzas (ya había comenzado a lograrlo años atrás) y me materialicé en Santiago de Chile. Ya mis hijas eran mayores y la decisión fue más fácil. Comenzó así mi segunda aventura en el finibusterre, mucho más duradera.
¿Cómo fue y cuánto duró el proceso de adaptación a esa nueva realidad, a ese nuevo contexto cultural?
Fue un proceso muy paulatino, con factores gratos e ingratos, pero nada traumático. Mi mujer y mis hijas se reunieron conmigo en unos meses, y eso ayudó mucho. Quizá ayudó también que yo no tenía expectativas muy definidas y menos, ambiciosas. Desde temprano pude trabajar en algo relacionado con los libros y la lectura. Y tuve tiempo para leer y escribir. ¿Qué más?
Por alguna razón, los temas del desarraigo y la añoranza no han gravitado sobre mí. Los conozco mejor por la experiencia ajena que por la propia. A todas partes voy con mi memoria, que me acompaña buenamente, sin mortificarme. Mis raíces van conmigo, y en la distancia las he reconocido mejor, he apreciado mejor sus riquezas y sus valores relativos. También tengo otras raíces, que vienen de mi infancia, la patria que decía Rilke, y otras que vienen de no se sabe dónde, de la imaginación, de los sueños, de unas zonas culturales que han sido más significativas que otras.
Si hay que hablar de añoranzas, las mías se refieren al tiempo, más que al espacio. Echo de menos la conversación con algunos amigos que están lejos. Pero, por lo demás, me ayuda el hecho de que nunca he sido gregario ni tribal. Puede ser que un baño de tribu me sea grato en un primer minuto, pero en el segundo minuto ya estoy buscando por dónde escapar.
El celo por la identidad y las raíces es del todo legítimo, y mucha literatura lo atestigua, entre nosotros y en todas partes. Pero también, en todas partes, dicho celo presenta con alguna frecuencia una especie de degradación, que lo deja en mondo y lirondo tribalismo. Cosa que, en el mejor de los casos, es pura tontería y mal gusto. Y en el peor, agresividad e intolerancia. El tribalismo es, como sabemos, una de las tendencias humanas más fáciles de manipular.
Somos memoria (al menos en un cierto estrato), y yo procuro no olvidar nada importante, ni bueno ni malo, para no confundirme, no perderme, no dejar de ser el que he sido, no dejar de entenderme —hasta donde puede uno entenderse— ni dejar de entender las cosas, pasadas y presentes, con ese mínimo de claridad que uno necesita. Si me equivoco o me confundo, que no sea por pereza, o por alguna cosa peor.
¿Cómo presentarías tu poética?
No tendría mucho que decir. Siempre he sentido la poesía como carmen, canto. Cuando escribo, tengo que escucharla sonar, cantar. Sean versos libres, o formas métricas, o incluso prosa, tengo que sentir una música. Difícilmente me resulta atractiva una poesía que se supone que está en versos, pero en realidad está en renglones, o en una prosa fragmentada azarosamente, al parecer, y que tampoco suena como prosa. No se trata de rimas, ni de metros, ni de imágenes, sino de ritmos, de canto.
Además de eso, está la afinidad estética y espiritual con poetas como Manrique, San Juan y Quevedo, entre los viejos clásicos, y Machado y Vallejo, entre los modernos. Admiro a Góngora, a Lorca, a Lezama, pero no me son afines. Me gusta el lenguaje de imágenes, pero no tanto el que relumbra como el que toca fondo, o toca fibras sutiles. Y también me gusta, quizá más aun, el lenguaje que alcanza una vibración sin imágenes, incluso sin adjetivos, secamente. Claro que este no abunda. Parece que así era el lenguaje de Safo. Cuando ella dijo algo como esto: “Yo te amé, Atis, una vez, hace mucho tiempo. Eras una niña pequeña y sin gracia”, ¿con qué hizo la poesía? ¿Dónde radica la diferencia entre palabras tan comunes, adjetivos tan ínfimos, y tantas otras palabras comunes en las que no hay poesía?
De todos modos, también me fascina una visión como esta de Eliseo Diego: “Es el alba, la corza que se reclina y sueña / su cristalina imagen, dulce figura de la nada”.
Como ves, más que de mi poética, te hablo de mis gustos, mis filias. Pero algo deben influir en mi poética, o tratan de influir.
Entre Diálogos (1981), tu primer poemario, y Fiel archipiélago (2020), el más recientemente publicado, median una buena cantidad de años. ¿Eres consciente de los cambios operados en tu poética?
Fiel archipiélago es de reciente edición pero sus poemas tienen años, algunos son de la misma época de Diálogos. Una diferencia mayor puede verse en Una forma de hablar (Unión, 1986), que son poemas en prosa, de amor. Y en casi todos mis libros hay una variedad, de formas y tonos, que da cabida a versos libres y versos métricos y rimados, a poemas “serios”, incluso graves, y a poemas que juegan con los temas, sin desdeñar el humor.
La mayor diferencia estilística, creo yo, la introducen mis libros Caza perdida (Unión, 2006) y El humo y sus prodigios (Universidad de Valparaíso, 2016). En ambos la poesía es más fluyente, más discursiva, casi siempre en versos libres más largos. Y también con elementos referenciales sistemáticos.
¿Qué significó y qué significa para ti la obra poética de Eliseo Diego? ¿A cuáles otros autores cubanos te sientes próximo?
Eliseo Diego es mi referente mayor en la poesía cubana. Por el rigor de su palabra, por su extrema selectividad, por la sutileza de sus imágenes, por la entrañable vibración que hay en él muchas veces. Y además, Fina García Marruz, que no es un monje de la palabra como Eliseo pero es también sumamente entrañable y penetrante. Mi afinidad con Orígenes se concreta sobre todo en ellos dos. Otros que me resultan cercanos, en la lírica cubana, son poetas como Ballagas, Dulce María Loynaz… Y Raúl Hernández Novás, Emilio de Armas, Luis Lorente… Quizá podría mencionar otros, pero desde hace años yo soy más un relector que un lector de poesía. No ando a la caza de tesoros, seguramente me pierdo cosas. (Cuando la curiosidad me ha picado, casi nunca he tenido suerte). Por otra parte, leo más bien ensayos, me atraen los grandes ensayistas, y no sólo sobre temas de literatura. En todo caso, soporto mejor una novela regularcita que un poema menos que muy bueno. Algo así me pasa con el teatro, una mala actuación teatral me da urticaria. Pero un poema del montón me aburre más que cualquier otra cosa del montón.
¿Para qué sirve la poesía?
La verdad es que me da vergüenza añadir una respuesta a las tantas que se han dado. Sería un pataleo más.
¿Tienes una definición de poesía?
La tendría quizá si pudiera dar una buena respuesta a la pregunta anterior. Pero podría decir algo tan cursi como que la poesía, eso que está de repente entre las mismas palabras que se usan con motivo de las más ordinarias necesidades, de los más banales deseos o ideas, es un milagro. Con vergüenza y todo, te digo que es un milagro: ahí, en las más comunes palabras, de pronto está la poesía, y “nadie sabe cómo ha sido”. Y ese milagro ni siquiera lo ve todo el mundo. Lázaro se levanta, y sólo algunos se dan cuenta. Y si muchos no ven a Lázaro, para qué hablar de milagros más recoletos. La gama de los milagros poéticos es infinita.
Comenta estas dos citas: Juan Gelman: “La poesía es un árbol sin ramas que da sombra”. Eliseo Diego: “La poesía es el acto de atender en toda su pureza”.
La idea de Diego me es más familiar desde hace muchos años. Y vuelvo a mi comodín del milagro. El poeta, con su mirada inusualmente atenta, descubre la poesía, la ve, allí donde todos ven lo mismo de siempre. Y realiza el milagro de hacerla ver en las palabras. Luego, el lector, el que tiene ojos para ver, la ve también a su manera.
Has incursionado además en el ensayo y la narrativa. Y en la poesía para niños y jóvenes.
En el ensayo, sobre todo con motivo de la obra de Eliseo Diego. Y en cuanto a la narrativa, tengo un libro de cuentos y una novela todavía inéditos, y Ediciones Matanzas me publicó Hechos de gravedad y otros cuentos de humor (2017).
Para niños, he publicado un libro de cuentos, Los sueños (Gente Nueva, 1994), y tres novelas: Sombras y sombritas (Libresa, 2006), El abuelo de Dios (SM, 2006, en colaboración con P. Pelayo) y El organillo mudo (Panamericana, 2019). Aún tengo inéditos otros cuentos y novelas para niños.
Mi poesía para niños y jóvenes está publicada casi toda, pero pienso ir reeditándola de manera independiente. En especial Letras mágicas (Gente Nueva, 1991): son poemas para jóvenes cuyas letras iniciales están tomadas de una fabulosa edición del Quijote del siglo XIX, unas capitulares preciosas. Pero la edición cubana de mi libro no contó con un papel bueno, y las letras perdieron esplendor.
Cada día son menos los que subvaloran la literatura para niños y jóvenes. Sus exigencias estéticas son las mismas de toda literatura, pero añade otras muy específicas que definen el ámbito que le es propio. Yo la he disfrutado mucho, y la mayoría de los premios que me han tocado en suerte se los debo a ella. Desde La Edad de Oro 1980, hasta el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, de 2013.
Por los años 80 del pasado siglo fuiste un participante activo del grupo matancero La Seña del Humor. ¿Qué queda en ti de ese trabajo? ¿Lo consideras parte de tu obra?
La creación y el trabajo de La Seña del Humor fue toda una aventura, en extremo gratificante. Le dediqué mucho tiempo y esfuerzo creativo: de 1984 a 1991, Pepe Pelayo y yo concebíamos números y espectáculos, y los dirigíamos. Yo escribía los textos, y también actuaba con el grupo. En 1991 Pelayo se instaló en Chile, y las funciones de ambos tuve que asumirlas yo solo, hasta 1999. Por cierto, no faltaron personas que no entendían que un escritor serio, un poeta como yo, “se metiera” a humorista teatral. El clásico prejuicio sobre el humor. Sin embargo, en poco tiempo, el tipo de humor que hacíamos ganó respeto y prestigio. Y un cariño de público que a pesar de los años se mantiene. Lo que el trabajo de La Seña significó para el humor cubano ha ido siendo cada vez más reconocido. Hace poco escribí la historia del grupo, y este año apareció como publicación independiente, en Amazon. También escribí un libro, en colaboración con Pelayo, sobre el humor como vía de crecimiento: Bienaventurados los que ríen (Humor Sapiens Ediciones, Montevideo, 2006).
Ahora bien, el humor es parte de mi obra, y de mi vida, desde antes de La Seña. En la literatura, en el cine, en el teatro, en la gráfica, en la música, el humor siempre me ha cautivado. Me es profundamente necesario y reconfortante. Quizá porque de niño fui un lector apasionado de comics (en Cuba les llamábamos muñequitos). Desde luego, en el humor, como en todo, existen muchas formas y niveles, y hay manifestaciones de humor que no soporto, así como poemas que no soporto.
Sé que tienes una larga experiencia como promotor de lectura. ¿Qué son más necesarios, los talleres de escritura o los de lectura?
Ya sabemos que no todos los lectores escriben, pero todos los que escriben son lectores. No es como el huevo y la gallina, lo primero sin duda es la lectura. Es la lectura la que potencia la escritura. Ninguna otra cosa la potencia, al menos de manera vocacional.
Sin embargo, una vez, visitando una biblioteca en un pueblito de Chile, conocí a una señora que dijo ser escritora. Y declaró, con orgullo y firmeza, que ella escribía, pero no leía. Siempre he lamentado haber dejado escapar la oportunidad de investigar ese fenómeno.
Ahora bien, cuando el motor de la escritura está en marcha, se revierte sobre la lectura. Y se revela el estrecho vínculo entre lectura y escritura. Ambos talleres son necesarios.
¿Qué significa Matanzas para ti?
Terminados mis años de secundaria básica, y de cursos nocturnos en la Escuela de Artes Plásticas, me fui a estudiar a La Habana. Dejé atrás Matanzas y mi destino de pintor. Y no regresé hasta después de graduarme en Letras, para estrenarme como trabajador en la dirección provincial del Ministerio de Educación. Curiosamente, era el edificio de una antigua clínica de maternidad, donde también me había estrenado como persona en este mundo. Una jugada astral que todavía no he interpretado.
Comencé entonces a vincularme a la ciudad. Fue una etapa que tuvo también sus luces y sombras. Era la década de los años 70.
Matanzas es una ciudad muy linda, como quiera que esté, y podría ser preciosa. Tiene encanto. Y también, ya sabemos, una historia cultural notable. Por algo le endilgaron ese cursi apelativo de “la Atenas de Cuba”. Yo le tengo cariño. Está, como espacio y atmósfera, en algunos de mis poemas.
Sigue una apretada muestra de su obra poética, extraída de diversos conjuntos.
La morada
Un humo nuevo, todavía en la noche,
tiende su escala irreparable al viento.
Qué pocas tablas guardan ese sitio.
Qué pocas tablas son el sitio
en que unas ascuas mínimas
quiebran el primer hueso
a la armazón dura y cerrada de la sombra.
Algo se quema entre esas tablas
con el pretexto ingenuo de la leche.
Otro animal, no ya la sombra,
deja su grasa en ese fuego y proyecta
su voz en las paredes, sus gestos,
y azota el techo con el lomo, y sale
lleno de avisos, deshaciéndose.
Acaso es nada ese animal, y nada
se quema en esas brasas: sólo
la leche puesta allí, que se quema
subiendo sola en su vasija.
Tras esas pocas tablas,
que en tanto sigan juntas son la casa del hombre.
TODA la pobreza, toda la raída pobreza de la gente y sus hábitos y sus objetos y sus gustos y sentimientos y deseos, toda la pobreza que se esparce como una arena seca y triste en el viento y se acumula en nuestros ojos, en nuestro corazón, la limpia tu existencia, amor mío, la anula tu presencia, la sonrisa pequeña de tus ojos, tu paso junto al mío, tus palabras, tus manos, una sola canción que digas, un solo instante que recuestes tu cabeza en mi hombro, como una lluvia dulce y clara que arrastre la miseria sin ruido, y me dé gente hermosa, animales magníficos, árboles de tu infancia y juegos, y un temblor único, muchacha, un temblor único, sin nombre, que yo ruego temblando que no se acabe para mí.
El pájaro sin voz
El pájaro sin voz allá en la rama
canta su nota detenida y grave.
Oscuro llama como quien se sabe
solo en el aire que la luz inflama.
Es el rumor del mediodía un eco,
lluvia mentida que la luz orea.
Hosco en la rama el ojo centellea,
parda la pluma en el follaje seco.
Es feria el mediodía y lentejuela
―eco y reflejo— y organillo a mano;
ruiseñores de cuerda y alta prosa.
La verdadera luz es dura espuela,
el canto verdadero, canto llano,
la verdadera fiesta, silenciosa.
Muchas gracias Alex.
Tengo la satisfacción de haber sido condiscípulo de Aramís y el honor de haber cultivado su amistad precisamente en la época en que maduraban sus sueños y ya cosechaba sus primeros frutos.
Si algo faltó en tu entrevista, y que él, quizá por modestia nunca refiere, es que era magnífico en las ciencias y un fortísimo jugador de ajedrez.