Del álbum familiar y el olor a canela

¿Cómo podíamos ser tan jóvenes entonces? ¿Cómo es posible que el mundo existiera antes de nosotros? ¿Cómo es posible que siga existiendo cuando ya no estemos?

Estoy mirando el álbum familiar de fotos en estos días de encierro involuntario. La sensación es como la de asistir a la proyección de un filme que uno ha visto pero que ya no recuerda. Por momentos hay chispazos que activan la memoria.

Esa señora de traje sastre tan elegante, naranja quemado, es mi madre. El tocado es uno de esos sombreros que no cubren ni mitigan, como las coronas de las reinas. Se usan sólo para resaltar la dignidad. Minutos antes de la instantánea, cuando habíamos descendido de la nave de KLM, el viento por rachas del aeropuerto José Martí lo echó a rodar por la pista. Mi hermana y yo lo perseguimos hasta alcanzarlo entre las ruedas de los aviones detenidos. Desde el balcón de la terminal la numerosa familia Rodríguez ha visto la escena de comedia, y ha aplaudido a rabiar cuando restituimos la cofia a su dueña. La postal no trae fecha en el reverso. Ha de ser de los tempranos años sesenta. No puedo precisar si se trata del viaje definitivo desde Maracaibo para establecernos en La Habana o de uno anterior. Pero que importa. Toda vuelta a Cuba es un comienzo.

Esta otra captura es de Nueva York, 1948. Paul Robeson y Mariam Anderson, las dos estrellas negras, aparecen junto a un joven delgado que lleva un diario doblado bajo el brazo. No se puede precisar el lugar. Hay árboles de fondo. Tal vez el Central Park. El joven es cubano y comunista. Los ha contactado en representación de la Sociedad Popular de Conciertos, uno de los brazos culturales del Partido Socialista Popular. Quieren que vayan a cantar para los obreros del pequeño país. El caribeño, un mulato barbero de Quemado de Güines, al centro de la Isla, seis años después será mi padre.

Hay más fotos con el bajo profundo y la soprano, de días diferentes. En una, la Anderson y José María Fleites se ven cómodos, sonrientes, con copas en las manos. ¿Han llegado a un acuerdo? Si es así, ¿el acuerdo se limita al plano profesional? Creo que la tijera de Oilda, mi madre, tiene la respuesta. Una réplica de esa misma foto ha sido cortada justo donde debería aparecer la cantante. Repito, es la misma imagen, pero cercenada así la mirada de mi padre ahora parece triste, desolada.

Pongo un disco de Robeson donde canta “Old Man River”, el área de Porgy and Bess (Gershwin) que más ha trascendido. Además hay spiritual songs. A través de la voz telúrica del también atleta y activista social me remonto al Mississippi, los viajes sucesivos hasta sus orillas.

Paul Robeson - Ol' Man River (Showboat - 1936) J.Kern O. Hammerstein II

Tomé una fotografía en el Barrio Francés de New Orleans hace cuatro años. Un hombre disminuido físicamente se anuncia con un cartel como vidente, con capacidad para predecir el futuro. Está dormido en pleno día, ladeado en su poltrona. La ciudad bulliciosa lo acuna. Hay frío y la manta sobre sus piernas está corrida, con riesgo de caer al suelo. Pienso si abrigarlo o no. Dudo que mi gesto sea bien interpretado. Algo tan simple como socorrer a alguien se ha convertido en un acto sospechoso. Sigo de largo. Él queda aterido; yo, avergonzado. Mierda de mundo este que cada vez nos hace más distantes.

Las pestañas que enmarcan las pequeñas cartulinas se han desprendido con el paso de los años. Ahora no hay un orden cronológico. Imágenes muy alejadas en el tiempo se juntan. Hay que deducir las épocas por los vestidos y los peinados. ¿Cómo podíamos ser tan jóvenes entonces? ¿Cómo es posible que el mundo existiera antes de nosotros? ¿Cómo es posible que siga existiendo cuando ya no estemos? Huyo del ánimo sombrío.

Tomo una instantánea en donde estoy, de diez años, con mi hermana. Repaso la ocasión. Es también de los sesenta. Hemos ido con nuestros padres a Santa María del Mar. Alguien nos dijo que están vendiendo allí huevos hervidos. Compramos una cantidad enorme, que no vamos a poder comer en su totalidad; con los días se irán tornando azulosos, y aumentará el olor a azufre. Es un cuadro alegre con los cuatro juntos, el sol alto, la arena que espejea. Si no nos bañamos, al menos los niños corrimos a mojarnos. No sabemos estar cerca del mar sin practicar ese rito que consiste en robarle parte de su energía hundiendo en él pies y manos.

No lo sabíamos entonces. Pronto nos atomizaremos en becas, cortes de caña, acuartelamientos, largos viajes de trabajo o estudio, guardias de milicia, cansinas reuniones… La Arcadia es nuestra Utopía familiar. Un universo ilusoriamente en equilibro donde no hay cabida para el dolor ni la iniquidad. En esa foto estamos todos exultantes por el cúmulo de promesas y sueños. El mundo, nuestro mundo, estaba por fundarse. Aún hoy, con cierta obstinación, seguimos creyendo eso.

Así, revueltas, las fotos componen otra historia de nuestros ancestros, de nosotros mismos. Acaso la vida no marche de una forma lineal, acaso la sucesión de los días y las noches no sea más que una quimera.

Me llaman la atención dos imágenes relativamente recientes.

Una corresponde al parque Lennon, en mi barrio. La primavera va por un lado y el ánimo, por otro. Pertenece a una serie que llamo Para un estudio minucioso de mi alma. Llevo muchos meses sin saber de la más pequeña de mis hijas. Ha llovido. Se respira serenidad. Poco puedo hacer para romper las barreras de esa “majadera incomprensión”. El árbol florecido sigue ahí; no sé por cuanto tiempo. La parva frecuentación de los seres amados nos abisma. Quizás la rabiosa florescencia sea un buen presagio. Solo queda esperar.

La otra imagen la capturé en Texas. Exactamente en Yuma, el pueblo real, célebre por el tren de las 3:10 de la película de 1957. Es una línea solitaria de ferrocarril que viene de y va hacia lo ignoto. Claro, ignoto para mí. Recuerdo que algunas noches después tuve un sueño bastante vívido. Lo que no pude rememorar lo ¿acomodé? en un poema, que ahora busco para leerlo en voz alta.

Leer poesía es lo mismo que orar, que conjurar la adversidad, el miedo. Quien ora quiere amanecer.

 

con olor a canela

 

mi madre y yo

hacemos equilibrio

en la línea del tren

mientras vamos silbando

canciones de lecuona

 

ella está tristemente feliz

porque asiste a la caída de la tarde

 

yo voy pisando fuerte  

muy derecho

porque soy el guardián

de la damisela encantadora

que es mi madre

 

esto sucedió hace muchos  muchos sueños

 

podíamos cantar hasta quedarnos

sin una gota de voz

y seguir cantando

con las manos  

los ojos

 

en aquel tiempo

mi madre era un vestido

repleto de flores

una mano en la frente

con olor a canela

 

entonces todo tenía que ver

con la belleza

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