Un poeta cubano ha dicho que Elena Burke era la tierra[1]. Y lleva razón, aunque no toda. Lo telúrico se expresaba en su voz grave, de persona que apenas ha dormido, de señora enojada que, antes de hablar de desamor, hacía gárgaras con el aguardiente grueso de la cotidianidad. Elena era la tierra, pero no cualquier tierra, sino nuestra tierra, esa metáfora de lo más entrañable, lo que se resiste a las fronteras físicas y a las demarcaciones ideológicas. Hoy la expresión está en desuso, pero hubo un tiempo que los cubanos nos saludábamos con apelativos como “mi sangre”, “mi tierra”…
Elena cantaba porque podía, como muchos. Elena interpretaba porque era artista, como muy pocos. Elena, entre nosotros, era una esquinita de la canción, la que se susurra a gritos, la que pone cara de incómoda circunstancia en los teatros y en los cabarets, la que crece en las salas pequeñas, entre tragos y conversaciones sabrosas e ingenuas; la canción con filin, que es algo así como el feeling de los que poco esperan porque tienen la aristocracia del espíritu.
No importa que no todo lo que grabara fuera bueno. Es duro navegar a contracorriente de las modas; además, hay que buscarse el sustento. Pero eso sí, en medio de las piezas baladíes, había siempre una bocanada de música sentida, justo la que daba sentido a su expresión sentimental, que no era propiamente un remanso.
Recuerdo algunas actuaciones de Elena en El Gato Tuerto, acompañada por Froilán[2]. Había tal compenetración entre ellos, que ya no se sabía quién seguía a quien. Froilán pulsaba las cuerdas y ella vibraba en un acto que era –así lo veían mis ojos recién salidos de la adolescencia– un intercambio sexual e impúdico, lleno de complicidades, de palabras que se alargaban en gemidos, de notas que se cascaban entre sí hasta derramarse, como las cuentas de un collar, sobre el escenario; de silencios de gran significación. Eso era filin: la epifanía irrepetible del arte que cada vez hay que inventar. El momento de gran densidad mágica, cuando voz, música, artista y público se amalgaman en un núcleo de doloroso sentido estético; eso que los gitanos llaman el duende, que aparece donde y cuando quiere[3].
El duende escucha la llamada de unos pocos elegidos. Y Elena podía convocarlo ciertas noches de gracia. Otras tantas, jugaba con su voz, hacía lo que bien sabía, convertirse en la canción sin comprometedores desgarramientos, para dejarnos satisfechos aunque en absoluta posesión de nuestras facultades físicas y mentales. Pero si el duende, jodedor, acudía, eso ya era “otro cantar”. Uno suspendía toda noción espacio-temporal, y se aguzaba la percepción al extremo de escuchar los pensamientos de nuestra pareja, de sentir sobre nuestros labios o nuestra piel los besos y las caricias dadas a otros quién sabe cuántas décadas atrás. Elena cantaba:
Esta tristeza se niega al olvido
como la penumbra a la luz…
Entonces era glorioso estar triste. Como la ventana sensitiva o la calle que se hace música con el golpear desacompasado de la lluvia:
Sentimental mi ventana se vuelve.
Las cosas parecen pensar.
Llueve en la calle y dentro de mí
canta lo sentimental.
Hasta que se caía “…del recuerdo/ un nido de soledad”[4]. Pues ya no se trataba de animalizar (figura retórica) al hombre o a la mujer, sino de concederle cualidades de pájaro nada menos que a la soledad, un sustantivo abstracto como el que más. ¡Un nido de soledad! ¡Le zumba la metáfora! Pero es que esta soledad era una paloma, “que vuela como un pañuelito de luz…” Ahí les dejo eso…
Escribo esta columna el 28 de febrero de 2020, a noventidos años del nacimiento de Elena[5]. Es pura coincidencia la fecha. Desde un apartamento cercano llega su voz, y “duele”, la homónima canción de Piloto y Vera, ese dúo de compositores imprescindibles. La memoria, lastimada, me empuja a buscar en mi archivo los discos de “La señora sentimiento”, y me regalo un festín: escucho “Tú no hagas caso”, de Marta Valdés; “Lo material”, de Juan Formell; “Ámame como soy”, de Pablo Milanés; “Me faltabas tú”, de José Antonio Méndez…
Vuelve La Habana de noche de nuestra verde, nunca dorada, juventud. Esa Habana que cantó tan bien Portillo, La Habana que nos laceraba y acogía, la urbe mágica de nuestras penurias y de nuestros sueños más caros (por queridos y por costosos). La Habana de nuestra cándida bohemia (¿hay alguna que no lo sea?), cuando jugábamos a detener el tiempo en un presente vertiginoso y continuo. Vuelve la noche de aquella Habana a la noche de esta Habana, que es la misma y otra. Y Elena es, también, la noche. Mi vecina da golpecitos en la pared, son como las palmadas en la espalda del amante para que no se detenga, para que prolongue el gozo hasta donde por fin.
Encuentro rarezas: “números” del cuarteto D’Aida; Elena con el acompañamiento de la orquesta Aragón; secundada al piano por el argentino cubano Eddy Gaytán y por Meme Solís; una empolvada grabación de la década de los cuarenta en la emisora Mil Diez, con una orquesta que debe haber sido la dirigida por González Mántici… Y descargas con Froilán. Descargas, sensaciones que se hacen voz, ideas que, sin embargo, no se pueden enunciar sin sacrificar los destellos del momento único de alumbramiento, la recreación de la canción en sucesivos espasmos.
Hoy el verbo descargar tiene otra connotación. Es algo físico, sin compromiso afectivo. Antes descargar era trasvasar la emoción. El (la) que descargaba no se vaciaba, terminaba enriqueciéndose con el venero de los otros. Descargar era un acto colectivo de exposición de la intimidad que nos revolucionaba desde lo profundo del ser.
Si Elena Burke es menos conocida de lo que se merece, esto se debe al determinismo geográfico y político, que desde 1959 abrió una zanja de silencio entre uno de los principales emisores de música popular del mundo, Cuba, y el resto del orbe, donde prima, como se sabe, la voluntad de las trasnacionales del disco. De nada vale fantasear hasta dónde hubiera podido llegar con su chorro cálido de voz y su tremenda simpatía. Lo cierto es que se presentó en escenarios de primer nivel a escala internacional, y que, en lo artístico, su vida fue más que cumplida. Elena Burke era en Cuba sencillamente Elena. Ahora falta que no le concedamos el olvido, que es, para decirlo rápido y mal, la muerte definitiva.
Llaman al teléfono, detengo la reproducción de la música; se escuchaba “Si vieras”, de Tite Curet. Es un asunto sin importancia, que puede esperar. Cuelgo. Mi vecina está parada en el balcón, con mímica me dice “no me dejes en eso”. Pulso nuevamente la tecla. Rueda su voz, la voz:
Si vieras cómo he quedado
tras la mágica aventura
que nos unió con situaciones de locura…
Notas:
[1] Ramón Fernandez-Larrea, Kabiosiles, los músicos de Cuba.
[2] Froilán Amézaga (Matanzas, 1938-La Habana, 2004), quien fuera su guitarrista por más de quince años.
[3] Ver la conferencia de Federico García Lorca “Juego y teoría del duende”.
[4] “Canta lo sentimental”, bolero de Urbano Gómez Montiel y Yody Fuentes Montalvo.
[5] Romana Elena Burguez González (La Habana, 28 de febrero de 1928 – La Habana, 9 de junio de 2002)
Cantante excepcional!
Elena tomaba vida y daba vida, porque ella cantaba para ella y para nosotros. Aparte del apartheid fonografico, Elena no tuvo la gran suerte de poder integrarse a Buena Vista, como sucedio con otras que tienen muchisimo menos talento y musicalidad.
Y por que nadie escribe sobre Doris de la Torre, magnifica cantante contemporanea con la mejor epoca de Elena (pre1985) y tan buena interprete como la Burke. Su duo en “Nuestras vidas/Mi corazon es para ti” es de antologia, lastima que nunca se grabo. Sera porque se fue de Cuba despues que la “cerraron”, aunque finalmente regreso a la isla para morir? Fallecio exactamente un año despues que Elena, el 9 de junio del 2003.
Me maravilló el escrito del señor Fleitas. Captó como nadie nunca lo ha hecho la esencia de Elena y más, la magia de la inolvidable Habana de noche de la década de oro (1958-68), cuando nada parecía imposible. Vaya, no quería que se acabara el escrito. Ay, Dios! Tanta poesÍa y belleza que llegan a lo más hondo del corazón y el cerebro.