Con Freddy Ginebra (Santo Domingo, 1944) pasa algo muy extraño. Uno llega a creer que siempre ha estado ahí, y, lo que es más significativo, que siempre estará. Si no lo encuentras en cualquier rincón de República Dominicana, búscalo en Cuba, su patria de adopción, uno de los contados lugares del mundo donde su exuberancia vital, su desenfado, su simpatía “carcajeante” y su absoluta falta de formalismos están en armonía con el entorno. Freddy es un hombre caribe. Freddy es, exprimiendo la frase, el Caribe.
Otro hecho singular en torno a su persona es que todos, incluso sus conocidos más lejanos, pensamos que es nuestro mejor amigo. No conozco a nadie con más “mejores amigos” que Freddy Ginebra. A todos ayuda, para todos tiene una frase amable, a todos nos escucha con la atención de un confesor libertino que nos va a dar la clave de acceso para restituir la alegría momentáneamente perdida. Freddy es la celebración sin límites. Freddy es la calidez inteligente. Freddy es el tipo que uno quisiera tener siempre al alcance de un abrazo.
Intento, en vano, resumir las cien vidas de Freddy. Ha sido maestro, actor de cine y televisión, guionista, productor y animador de programas televisivos, narrador oral, abogado, columnista, dramaturgo, promotor cultural, viajero, publicista, abuelo, escritor…Pero, sobre todas las cosas, Freddy es un fundador. A él se deben festivales de jazz, de teatro y de cine, concursos literarios, conciertos memorables, salones de artes visuales y alianzas creativas de todo tipo.
Él mismo se ha encargado de contar sus descacharrantes aventuras en Antes de perder la memoria (de dos tomos) y Celebrando la vida (del que ya se han publicado cinco volúmenes); lecturas más que recomendables.
A Freddy Ginebra lo conoce todo el mundo en Santo Domingo, mayormente en la zona colonial, donde tiene sede la “Casa de Teatro”, su cuartel general. Su nombre se asocia a Juan Luis Guerra, Sonia Silvestre, Víctor Víctor y Wilfrido Vargas, por sólo citar unos pocos músicos locales de primer nivel.
Hay quienes pujan para que Freddy se postule como presidente de la República, pero él no se ha dejado arrastrar por la política, pues no sabe de simulaciones: lo suyo “es a tiempo y sonriente”.
Comparto nuestro último diálogo. Muchas cosas tuve que sacárselas con cuchara, pues entre sus defectos no está el del autobombo.
¿Cuándo tuviste la primera noción de que había un lugar en el mundo llamado Cuba?
Desde mi infancia supe que Cuba era la Isla más grande del Caribe, me lo enseñaron en la escuela. Cada vez que veíamos el mapa en el aula, me llamaba la atención lo alargada que era, diferente a todas las demás. Cuba en mi imaginación era un cocodrilo dormido en el Mar Caribe.
¿Cuántas veces has viajado a La Habana? ¿Qué sentimientos te provoca esa ciudad? ¿Por qué vas tanto a La Habana?
No llevo la cuenta de mis visitas a Cuba, pero han sido muchas. La primera fue en el año 1978, cuando viajé con una delegación dominicana muy numerosa, todo un avión repleto, a un festival que creo llamaban “Carifesta”. Pasé diez días viviendo en una villa que no descansaba, 24 horas ininterrumpidas de música, y coincidió con la fiesta del carnaval: fue la primera vez en mi vida en que olvidé dormir. Este encuentro fue amor a primera vista, La Habana me conquistó totalmente y supe que tendría que volver todas las veces que pudiera.
Al principio fue la ciudad, luego los amigos, los eventos, la cultura, una sumatoria que atrapó mi corazón para siempre. Alguna vez soñé con que el gobierno dominicano me nombrara embajador en la Isla. Caminar La Habana, descubrirla, es uno de los placeres más grandes. Cada vez veo algo diferente, una nueva historia, un misterio, un abrazo colgado en una esquina. Esta ciudad es una sorpresa permanente, allá tengo amigos y hermanos que me estaban esperando, y no lo sabía.
¿Cuáles consideras que son los rasgos característicos de los cubanos? ¿En qué se asemejan a los dominicanos, en qué difieren?
El cubano es tan fiestero como el dominicano. Diría que lo característico del cubano es su alegría, su capacidad de reinventarse, de sacar “de abajo” frente a los momentos más difíciles. El cubano es tremendamente creativo, ilumina su oscuridad más profunda. Los dominicanos y los cubanos somos muy parecidos.
Cuenta tres anécdotas de cosas sobresalientes o curiosas que te hayan ocurrido en Cuba.
En mi primera visita estaba en Casa de las Américas, empacando unos libros con unos jóvenes, y llegó una señora. Caminaba con un bastón. Muy atento, le pregunté si la podía ayudar en algo; ella notó mi acento diferente y preguntó de dónde era. Le contesté que de Santiago de Cuba, pero no me creyó del todo. Luego le confesé que era dominicano, y nos reímos juntos. No sabía quién era, pero si noté el aura de respeto que la rodeaba. Me dijo que precisamente estaba convocada a una a reunión con un grupo de dominicanos, y que le gustaría que la acompañara. Le di mi brazo y entramos juntos al salón donde una gran comitiva de artistas e intelectuales la esperaba. Cuando mis compatriotas me vieron llegar de la mano de Haydeé Santamaría, se quedaron boquiabiertos del asombro. Yo no sabía quién era, pero les dije a todos que era una vieja amiga. Todavía no he desmentido mi declaración. Es la primera vez que cuento esta historia. Nunca más la vi, y cuando supe que había muerto sentí una pena inmensa. Llevo de recuerdo su sonrisa y aquella mirada nostálgica de no sé cuál paraíso perdido.
En otra de mis visitas a la ciudad pedí a una amiga que me consiguiera una bicicleta para pasear por el malecón. Ella me dijo que su hermano tenía una y que podría prestármela, pero que tendría que ser en la noche, pues durante el día la usaba. Acordamos encontrarnos en el malecón y me llevó la bicicleta. Fue una gran alegría. Hacía fresco y las olas inundaban todo el paseo, llenando de mar las aceras y las calles. Esa noche llevé botellas de ron dominicano para celebrar e invité a varios amigos cubanos. Pedí permiso y comencé a bicicletear por el bello malecón. La luna era cómplice y me sentía el ser humano más feliz del universo. Decidí subirme a la acera y ver a un grupo de pescadores que lanzaban sus anzuelos al mar, pero, distraído con el paisaje, no me di cuenta de que la acera estaba muy resbalosa por el musgo, y cuando quise evitarla mi bici resbaló y caí aparatosamente estrellándome contra uno de los muros.
El dueño de la bici corrió hacia mí. Yo esperaba que me ayudara a levantarme, pero lo único que le importó era comprobar que su medio de transporte estuviera bien. De lejos escuché a uno de los pescadores decirle al otro: “Asere, el viejo se jodió”. Cuando logré levantarme, todo sucio, no pude evitar una risa que todavía hoy se mantiene. Mi compromiso con la ciudad fue firmado con un pacto de sangre: en mi rodilla llevo la marca del malecón de La Habana. Me he caído en otras ciudades, pero a la de La Habana ninguna caída se le compara. Caerse en La Habana es caerse de verdad con la historia.
Otra vez me tocó organizar, producir y dirigir un espectáculo de dominicanos en el teatro Karl Marx. La delegación nuestra era muy grande y variada: había bailarines, teatreros, músicos, cantantes y gente de la televisión.
Me dijeron que todo debía durar alrededor de dos horas. Se me hizo muy difícil compaginar tantos egos; todos querían presentarse y mostrar su trabajo.
Escribí un guión, a cada uno de los participantes le di su tiempo. Nadie podía salirse de su margen. Tuvimos un ensayo, pero algunos se negaron a participar alegando que lo suyo ya estaba ajustado al tiempo que les había dado, lo que no les gustó, pero no tenía otra manera de cumplir con los requisitos del espectáculo. Eran todos estrellas, muy difícil de manejar.
El gran final lo había asignado a Sonia Silvestre, que en ese momento era la artista dominicana más aplaudida y querida en Cuba.
Les advertí a los comediantes que la política y algunos temas estaban prohibidos. Era un tiempo difícil, y todos entendieron.
Freddy Beras, uno de los grandes de mi país, gloria nacional, tenía un temperamento indomable y estaba muy molesto por mi censura.
Violó todas las reglas, y, junto a Cuquín Victoria, otro grande, se metió al público en un bolsillo, sin importarle las restricciones. A mi lado estaba la persona que me había dado las pautas, y no tuve más remedio que tragar en seco y aguantarme sus comentarios. Freddy se pasó de su tiempo, la audiencia pedía más y no tuve más remedio que empujar a Sonia para que saliera a escena y cerrara el espectáculo. Casi tres horas duró la noche. La gran Sonia hizo que se olvidaran todas las “violaciones”. Un público agradecido nos despidió, de pie, con una de las ovaciones más hermosas que he vivido en mi vida. Definitivamente somos dos países hermanos.
Cada vez que viajo a La Habana voy cargado de regalos, pero algo que nunca falta es el ron dominicano, soy un celebrador por excelencia y sé que nuestra bebida acerca corazones.
En esta ocasión que cuento quería dar una fiesta, pero no tenía suficiente dinero para hacerlo en el hotel en que estaba hospedado, y el malecón no me parecía apropiado, porque estaba pensando en algo menos “público”.
Camilo Venegas, un escritor cubano muy querido, me dijo que tenía unos amigos que poseían una azotea en pleno Vedado, y que me los presentaría para ver si ellos accedían a que hiciera la fiesta en su casa. Ramón y Nancy Chávez llegaron al hotel en que estaba, y así nos conocimos; confieso también que fue amor a primera vista. “¿Cuántas personas quieres invitar?”, fue la pregunta de Nancy; “No creo que pasen de 30”, contesté. Quedamos en eso: llevaría un cargamento de ron y cervezas, y todo lo que fuera necesario.
Esa noche yo era el maestro de ceremonias de la Jornada de la Cultura Dominicana en el Teatro Nacional y, como chiste, al finalizar, los invité a todos a la casa de mis nuevos amigos. No sabía la gran capacidad de fiestear de los cubanos hasta ese día. En la casa de los Chávez la fila llegaba a la esquina; hasta los Van Van aparecieron por allí. Al amanecer, y sin haber dormido, nos fuimos al aeropuerto. Esa fue la gran prueba de amistad de los “Condes de La Habana”, los Chávez. Pensé, al ver la multitud que abarrotaba su azotea, que a esos nuevos amigos los perdería para siempre. Todo lo contrario. Su casa ha sido mi hogar en casi todas las visitas, y la sede donde se han dado las mejores fiestas con lo más exquisito de la cultura cubana. Ramón y Nancy pasaron a ser hermanos, y, para mí, parte de la realeza de la ciudad.
Tienes una intensa relación con la cultura cubana. ¿Puedes citar los momentos más sobresalientes de ese intercambio?
Fue un gran honor cuando Vivian Martínez me nombró jurado de teatro del Premio “Casa de las Américas”. Conocí a gente que admiraba desde lejos, y con la que al fin pude hacer amistad. En mi grupo estaban Abelardo Estorino, dramaturgo y director cubano, y Cristóbal Peláez, el director de Matacandelas, de Medellín. Y también hice amistad con el escritor argentino Eduardo Sguiglia, entre otros. Fue una experiencia única y maravillosa, que nos obligó a leer sin parar muchos manuscritos y a tener reuniones interminables.
He invitado a notables escritores cubanos a formar parte del jurado del Premio de literatura de Casa de Teatro, el mismo certamen donde algunos cubanos han sido galardonados: Arturo Arango, Alejandro Aguilar, Alberto Garrido, Guillermo Vidal…Otros, como Eduardo Heras, Senel Paz, Francisco López Sacha, Carlos Díaz, Carlos Varela, Vivian Martínez, Marianela Boan y su compañía Danza Abierta, Carlos Celdrán y Argos Teatro, Raúl Martín y su Teatro de la Luna, y Laura de la Uz, han sido invitados en el transcurso de los años. Y siguen llegando. Nuestros premios anuales contemplan los géneros de Poesía, Teatro, Novela y Cuento; y algunos están abiertos a la participación internacional.
Por nuestro festival de jazz han pasado Ernán López Nussa y su grupo, Robertico Carcassés y su trío, Miguelón Rodríguez, Cucurucho Valdés, Emilio Martiní, y muchos otros cuyos nombres ahora se me escapan.
A lo largo del tiempo he invitado a Leonardo Padura varias veces a Casa de Teatro: para dar charlas, como parte del jurado, para recoger algún premio. Hemos cimentado una gran amistad. Incluso tuve el honor de estar entre sus invitados cuando recibió el Premio “Princesa de Asturias”, en España.
¿Qué es Casa de Teatro?
Casa de Teatro es una institución sin fines de lucro, promotora de nuevos talentos dominicanos que no han tenido la oportunidad de realizarse como artistas, un trampolín, como me gusta llamarlo. Es también un lugar de encuentros con otras culturas. Tiene una galería de arte donde cada año se realizan múltiples exposiciones, una videoteca en la que se proyectan películas constantemente; en la terraza-bar suceden conciertos y recitales, y contamos con una sala de teatro con capacidad para 250 personas, que ha sido escenario de jóvenes y maestros teatristas no solo nacionales, sino de todas partes del mundo. También es un lugar de conciertos y festivales. Destaca el de jazz, que ahora cumple 21 años; el de teatro joven. Te nombro algunos cantantes cubanos que se han presentado en nuestra sala con un éxito enorme. No obstante, temo olvidar algunos: Silvio Rodríguez, Miriam Ramos, Noel Nicola, Pablo Milanés, Martha Valdés, Amaury Pérez, Carlos Varela, Elena Burque, Liuba María Hevia y Sara González.
¿Te atreverías a definirte? ¿Quién es Freddy Ginebra? ¿Quién quisieras ser? ¿Cómo crees que te perciben los otros? ¿Cómo te gustaría ser recordado?
Soy un soñador que entendió que el mundo en que vive no es el mejor de todos, y decidió cambiarlo dentro de su pequeño universo. Si cambio mi entorno y soy un mejor ser humano, de alguna manera logro el cambio que me propongo. Trato siempre de hacer el bien, de tender la mano, y estoy listo para apoyar toda aquella causa que vaya en pro de la mejoría de la comunidad en que vivo.
Afortunadamente no quisiera ser otra persona, bastante trabajo tengo tratando de ser yo. No sé cómo me perciben los otros, creo que esa pregunta sería mejor hacérsela a quienes me rodean, ojalá sea acorde con lo que intento ser.
Que me recuerden o no, te confieso, me importa poco. He tratado de ser un buen hombre, tengo muchos defectos y lucho a diario por corregirlos. Lo que sí puedo decirte es que desde que nací entendí que la vida es para vivirla, que el presente es lo único que tengo, que el futuro no existe y, por lo tanto, la intensidad y la celebración son mis banderas. La vida se hizo para gastarla y gastada la devolveré.
¿Eres hombre de fe? ¿Sirve para algo la fe?
Sí, soy un hombre de fe, y me ha costado trabajo mantenerla. Creo en un Dios justo que es el más puro amor, y que nos espera al regreso. Ya no me hago preguntas que no tienen respuestas, y estoy seguro de que el día que me vaya me las responderán todas. La fe me ha servido para no perder la esperanza, para seguir caminando en momentos de oscuridad profunda, de desaliento, de dolor y abandono. El que no tiene a Dios en su vida que lo pida prestado, y verá cuánto le ayuda. Dios es un salto al vacío que decidí dar hace muchos años, y todavía no me he arrepentido.
¿Para ti, cuál es el mayor prodigio del mundo?
Esa pregunta, en mi caso, tiene una respuesta sencilla. El gran prodigio del mundo o, mejor dicho, de la humanidad, es la capacidad de amar que tenemos los seres humanos, y también de perdonar. Tomo las palabras de un amigo mío; bueno, no lo conocí personalmente, pero escribió algo que siempre recuerdo sobre el amor y es mi mantra existencial. Se llamaba Pablo y decía: “Tener amor es saber soportar, es ser bondadoso, es no tener envidia, ni ser presumido ni orgulloso ni grosero ni egoísta, es no enojarse ni guardar rencor, es no alegrase de la injusticia sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo”.
Todo eso intento, es camino de vida…
¿Qué es lo que más te incordia de la humanidad?
Lo que más me incordia de la humanidad es la incapacidad que tenemos de aprender de los errores cometidos. La historia se repite constantemente, y volvemos a cometer los mismos errores: los prejuicios que nos llevan al racismo y a la intolerancia, los grandes egoísmos que manejan al mundo. En fin, tenemos mucho por caminar y todavía mucho que aprender y sanar.