A los postres de un almuerzo copioso, conversamos sobre platos regionales de nuestro país. Surgen nombres como “matajíbaros”, “salsa perro”, “bacán”, “chatino”, “ajiaco”, “majarete”, que navegan por las bocas anegadas… En un momento mi amiga me/se/nos pregunta: “¿Por qué los cubanos terminamos siempre hablando de comida?” Sobre la mesa cae, a plomo, un pesado silencio. Ambos tenemos respuestas aproximadas y coincidentes. Y para ninguno de los dos resulta un tema alegre.
Provengo de una familia proletaria que en los años cincuenta ascendió a clase media, y en los sesenta descendió abruptamente a sus orígenes. Es una historia larga que no viene al caso contar aquí. Baste decir que en esa peripecia no mediaron quiebras ni nacionalizaciones; se trató de una elección ideológica.
De su etapa de bonanza económica mis padres conservaron ciertos gustos sibaritas que, como es lógico, muy pronto no pudieron satisfacer. El acceso a los restaurantes fue cada vez más complicado, hasta que, con el advenimiento del Período Especial, se hizo del todo imposible.
A partir de mediados de los ochenta salí al exterior en varias ocasiones por asuntos de trabajo (para acompañar a un grupo de teatro, asistir a un festival de poesía…). A mi regreso a la Isla mis padres, que habían sido ellos mismos viajeros entusiastas, antes de preguntarme por el clima, las bellezas naturales o la situación política del país visitado, me interrogaban sobre lo que había comido.
Yo, las más de las veces, les mentía. Les contaba de banquetes fabulosos regados con vinos de prestigiosos nombres. Recuerdo una vez que una pareja de artistas españoles generosamente me dio albergue. Ellos guisaban, con resultados desastrosos, lo que suponían era comida cubana, y ponían en su equipo de música, una y otra vez, “La Guantanamera”, una canción que nunca me gustó, y que desde entonces no he podido volver a escuchar sin sentir una descarga eléctrica en la zona occipital, que interesa hueso, músculo y cerebro.
¿Qué les iba a decir a los viejos, si comían con mi boca? Donde mis amigos servían una polenta desabrida con pretensiones de tamal en cazuela, ponía en el relato una paella mar y tierra. Les cambiaba una copa de ron Yucayo por otra de vino de Rioja. Sustituía nuestra modesta timba con queso por un tres leches de cojones. (No suelo utilizar esta expresión, pero le daba un tono castizo a mi cuento.) Y así todos quedábamos satisfechos; o eso queríamos creer.
Pienso que los cubanos hablamos de comida porque somos sensualistas; nuestra percepción del mundo privilegia más a los sentidos que a las ideas. También hablamos de comida porque constituye un anhelo constante.
Salvo en los años del Período Especial (¿Ya terminó? ¿Cuándo?), no se puede hablar de hambruna en Cuba. Con la Revolución llegó el racionamiento, pero también, ¡vaya paradoja!, se amplió el horizonte del menú insular, que incluyó regularmente pescado, calamares, yogurt, y otros alimentos que o bien estaban ausentes del todo en nuestros hábitos o eran sencillamente desconocidos por nuestros paladares. Y si en ocasiones nos resentimos de la cantidad, las más de las veces añoramos la diversidad. Añoranza que incluye las latas de carne rusa, las merluzas y el yogurt búlgaro. ¿Quién lo iba a decir?
Justo en 1989, año de la caída del muro de Berlín y de la disolución de la Unión Soviética, los cubanos ingeríamos 2.845 kilocalorías por día, cuando la cantidad recomendable para un adulto es de 2.100 a 2,300. Ya en el 1994 esta cifra llegó, por defecto, a planos mucho más alarmantes: ¡1.863![1] Comenzó un proceso de mal nutrición cuyas secuelas, en lo físico y en lo sicológico, llegan hasta hoy.
A la deprimida gastronomía cubana se sumaron extravagantes platos como el bistec de toronja y el picadillo de cáscara de plátano. Y por las redes de distribución nacional circularon engendros como el fricandel[2] y la pasta de oca, rebautizados por los airados consumidores como “perro sin camiseta” y “pasta de foca”, respectivamente.
Recuerdo las noches de apagones infinitos, en el portal de la casa de Lawton, expulsados de las camas por el calor, fantaseando todos con manjares reales e imaginados. Entonces, hoy, terminamos hablando de comida. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
***
Vuelve la Navidad. En unos días los cubanos de/en todas partes intentaremos reunir a la familia en torno a una mesa servida en la medida de las posibilidades de cada cual. Es un rito cristiano que en la Isla nunca ha tenido un excesivo peso religioso. Está el trasfondo del nacimiento de Jesús, sí, pero lo verdaderamente importante es juntar, física o virtualmente, al clan disperso. Habrá abrazos, llamadas, mensajes, chats.
Los de siempre haremos los chistes de siempre. Faltarán rostros. Nuevos nombres se habrán sumado a la estirpe. Alguien oficiará ante el lechón sacrificial, pontificará sobre el punto de sazón de los frijoles, preguntará si han puesto a enfriar las cervezas.
La Navidad se celebra en Cuba desde la época de la colonia. Con la llegada de los rebeldes al poder, continuó por algunos años su práctica. El propio Fidel Castro celebró la primera navidad en 1959 en la Ciénaga de Zapata, reunido con carboneros del lugar. Ahora se regulaban por la libreta los turrones, el lechón, las avellanas, el ron, la cerveza…; hubo años de manzanas y uvas; otros, con dátiles y nueces.
La víspera de la infausta zafra del 70 se suprimió oficialmente la Navidad. Los tradicionales festejos, adujo el Estado, distraían a la población de apremiantes tareas productivas. Entonces la celebración cobró un carácter si no clandestino, sumamente discreto. Además, había poco con qué celebrar.
No fue hasta 1998 que, como un acto gracioso con Juan Pablo II y ante la inminencia de su visita a la Isla, el Estado dispuso que el día 25 de diciembre volviera a ser feriado. Y así, hasta hoy.
Uno de los recuerdos más permanente de mi infancia es un disco: Gemas de Navidad[3], larga duración de 1960 que reunía a una verdadera constelación de músicos: desde Bebo Valdés a Miguelito Cuní, pasando por Elena Burke, Rolando Laserie y el Niño Rivera.
En ese acetato, entre guarachas como “Lechón y guanajo”, había un tema que me partía el alma: “Navidad gris”, interpretado por Fernando Álvarez con el acompañamiento de Bebo Valdés y Juanito Márquez. Es un bolero melcochoso, sensiblero, donde el intérprete se duele porque esa Navidad ya no contará con la presencia de su madre, “ella que todos los años (le) compraba un arbolito…”
Tengo desde siempre memorias del futuro. Recuerdos, no premoniciones. No puedo anticipar lo que sucederá, en cambio sé con certeza cómo me voy a sentir si ciertas cosas pasan. En mi niñez el jolgorio iba por su lado mientras yo pensaba, “rememoraba” cómo dolería la Navidad cuando mi madre ya no estuviera. Y, en efecto, fue muy duro.
Uno entre tantos padres con sus hijos diseminados por el mapa, me propongo cada año aprovechar las fiestas para arrimarme a ellos y recordarles las “Palabras para Julia”[4], que por estas fechas una vez cantamos, sobre todo aquel pasaje que dice: “(…) es mejor vivir/ con la alegría de los hombres/ que llorar ante el muro ciego.” Y este otro: “Un hombre solo, una mujer/ así tomados, de uno en uno/ son como polvo, no son nada.”
Que haya calor, color, en la familia estás Navidades. Y hablemos, ¿por qué no?, entre trago y bocado, de lo bien que cocinaban nuestra abuela y nuestra madre; del ají cachucha, de la cucharadita de azúcar para los frijoles dormidos, de la naranja agria en el mojo, del comino y el cilantro imprescindible en el congrí. Recordemos cómo nos habríamos de sentir si estos sabores desaparecieran de una vez.
Notas:
[1] Los datos provienen de Wikipedia, que a su vez cita a: Impact of Energy Intake, Physical Activity, and Population-wide Weight Loss on Cardiovascular Disease and Diabetes Mortality in Cuba, 1980–2005 Oxford Journals Medicine American Journal of Epidemiology Volume 166, Issue 12 Pp. 1374-1380.
[2] Frikandel es un un tipo de embutido muy popular en Bélgica y Holanda.
[3] Licenciado por la discográfica Gema, que pertenecía a los hermanos Guillermo y Rafal Álvarez Guedes y al pianista Ernesto Duarte.
[4] Poema de José Agustín Goytisolo musicalizado por Paco Ibáñez.
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