Vamos a presentarte a los lectores, Alina.
Soy una fotógrafa nacida en La Habana en abril de 1969. Estudié fotorreportaje en los 90 en la Unión de Periodistas de Cuba. Vivo y trabajo en Cuba. Mis fotos tienen un marcado contenido social y en ellas quiero capturar la ciudad y sus habitantes para dar una visión de la peculiar realidad cubana a partir del reflejo de la vida diaria y las personas anónimas.
Veo en tu currículo que has colaborado con una buena cantidad de medios de comunicación cubanos y extranjeros. Alma Mater, OnCuba, Periodismo de Barrio, Alas Tensas, Deustche Welle (Alemania), Público (España), El País (Uruguay), revista Tablas… También cuentas con varias exposiciones personales. ¿Puedes enumerarlas?
Empiezo con las más recientes: El vivebien, 2018, Festival Cuba Ron, Pabexpo; Las playas de Sabina, 2012, Centro Provincial de Artes Plásticas “Luz y Oficios”; Hay un niño en la calle, 2012, 2da Edición del Festival Peace & Love, La Cabaña. Esta última muestra tuvo su primera edición en 2008, en la Casa de la Poesía, y luego se pudo apreciar en 2010 en el Estudio Calle O´Donnel 9, Madrid, España.
Vayamos a tu genealogía artística.
Siempre que me preguntan por mi primer encuentro con la fotografía hablo del día que descubrí un volumen con fotos de Henri Cartier-Bresson en una librería de viejos. El niño de las botellas de la foto de Rue Mouffetard, que parecía estar diciéndome: “Mírame e intenta descifrar por qué es tan hermoso este momento”, corrió un velo y dejó entrar luz.
Claro, antes hubo —y todavía existe— en la casa de mis abuelos un maletín forrado con una tela roja que conserva muchísimas fotografías, todas en blanco y negro, de mi familia. Incluso de mi abuelo cuando era pequeño, posando en un estudio al lado de una silla de estilo renacentista que entraba en contradicción con el bate de pelotero que sostenía.
Esta maleta, que narra la vida de la familia a la cual pertenezco, fue mi objeto querido cuando era una niña. Me sabía de memoria la sonrisa de mi abuela a sus 15 años, o la mirada de mis padres intercambiando las copas en un gesto de brazos entrelazados, el día que se casaron. Tenía obsesión con ese maletín, y en algún momento “robé” fotos de ese alijo. Tal vez esas piezas de melancolía fueron la verdadera semilla.
Mi universo fotográfico es desordenado y disperso, como yo; y dependiendo del momento de mi vida en el que me encuentre será la foto que haga. Estoy ligada a la fotografía como a las capas de mi piel y ella no respira fuera de mí ni a ella acudo.
La fotografía es algo que hago todos los días y va sucediendo conmigo, con mis estados de ánimo, con mis experiencias vitales. Con ella no solo enfatizo un fragmento del mundo que me atrae por su belleza o su dolor, sino que a través de ella expreso lo que siento.
Por eso tengo varias cámaras y voy de lo analógico a lo digital o a la polaroid con tamaños más grandes o más pequeños. Esto puede desconcertar y atentar contra los deseos de algunos amigos de encauzar una obra para que llegue a un lugar. Pero no hay un lugar al que quiera llegar, solo quiero hacer fotos y dejar que se abran y sigan su camino. Es decir, nuestro propio cauce.
Recuerdo en la exposición El vivebien, a propósito de un festival de CubaRon, a un pintor muy respetado que me preguntaba cuál era el leitmotiv de mi obra: “La gente, sus circunstancias, y la ciudad que habitamos”, le respondí. “No, no, pero tiene que haber algo que desarrolles durante toda tu carrera; a mí me parece, viendo tu obra, que pueden ser las texturas”, me dijo. Mi respuesta fue la misma y pensé que la palabra “carrera” me resultaba agotadora.
Dentro de este desorden encuentro perlas como, por ejemplo, La inmemorial costumbre de festejar la lluvia. Esta fotografía pertenece a un carrete que revelé hace seis meses en la cocina de mi casa. La captura la realicé a finales de los 90 en la ciudad de Pinar del Río.
Estos carretes sin revelar los guardé, eso sí, con mucho celo. Cuando descubrí este fotograma se me aceleró el pulso, porque entiendo la belleza de este instante, pero también la poesía en el hecho de que haya estado oculta tanto tiempo, siendo y no siendo.
Por supuesto, en esta suerte de precipitado galopar hay temas recurrentes, como le expresé al pintor en mi exposición: la ciudad, la gente y, entre la gente, los niños.
Siendo muy joven, cuando sentía la necesidad de expresarme y no sabía todavía cómo, lamenté no saber pintar, mientras me deleitaba con los impresionistas en los bellísimos libros de ediciones rusas y checas que vendían en la Moderna Poesía, y observando en los bares de la Habana Vieja escenas muy similares a la de Los bebedores de absenta, de Degas. Pero enseguida supe que la fotografía me iba a ofrecer todo aquello y mucho más.
¿Cuándo y por qué decides tomar la fotografía como tu medio de expresión?
Hay dos etapas que, igual que la mayoría de los cubanos, recuerdo vivamente, y son como el clásico “un antes y un después”. En 1980 tenía 11 años recién cumplidos, y con el éxodo del Mariel viví duras experiencias y vi a mucha gente llorar. Diez años después, en 1991, comienza el Periodo Especial.
Estábamos rodeados de una humanidad adolorida. Caminar por la ciudad, atravesar barrios populosos buscando rostros que hablaran de nosotros, y cediendo al asombro y al espanto de ver nuestra propia realidad, era algo que con una cámara en la mano no podías dejar de registrar. Fue en esa época que estudié fotografía en la Upec, dirigida fundamentalmente al fotoperiodismo.
Cuando nació mi hija me entregué con amor a la maternidad, y las fotos de familia empezaron a acumularse en un neceser.
Una tarde, mientras la fotografiaba jugando a la orilla de la playa, recordé el maletín rojo de la casa de mi abuela y sentí como todo se repite y vuelve. Y ahí nació la serie Las playas de Sabina. Imágenes marinas proyectadas con un viejo aparato sobre su piel.
Háblame de tu vínculo con La Habana.
Como la buganvilia enredada en los portales de las casas, yo pertenezco a esta ciudad, y eso me lo dio la fotografía.
Conozco hasta los nombres tallados en el cemento ya seco de las aceras, y sé los lugares donde en abril florecen los framboyanes.
El año pasado perdí, en un espacio de siete meses, a mi madre, a mi padre y a una de mis amigas más queridas. La ciudad se volvió vacía, pues yo estaba encerrada en un silencio profundo, porque el dolor es introspectivo y solo tenía ojos para mirar dentro.
En ese camino empecé a encontrar la salvación en pequeñas manifestaciones de belleza que brillaban delante de mí, y de ese encuentro nació La ciudad siempre tiene algo que ofrecerme.
Para esta serie uso una cámara que revela al momento la imagen expuesta. También una cámara analógica con película en color, que yo misma revelo.
Pero tus imágenes cubanas no todas han sido capturadas en La Habana.
Soy capaz de atravesar la isla para hacerle fotos a una persona. Hace un tiempo empecé una serie que se interrumpió por diversos motivos, entre ellos la pandemia, la cual espero terminar este año y exponerla a lo grande.
Es un homenaje a quienes han sido consecuentes con sus ideas y su manera de estar en la vida, a pesar de haber recibido el gesto huraño de la sociedad. Una exaltación de la hermandad de un grupo de personas a las que las une el amor por la música de la libertad: el rock and roll.
La serie Frikéame está compuesta por retratos en sus cuartos a frikis de mi generación. No solo en La Habana, sino por todo el país. Junto con Fotógrafa, hazme una foto, esta serie es uno de los tesoros que aquilato.
En resumen…
En resumen, esto es lo que soy. Una mujer que tira fotos llevada por la emoción y que guarda en imágenes pequeños fragmentos del mundo que le tocó vivir.