Modelo de 1948, Josep Vicent Rodríguez (en lo adelante JV Rodríguez o, simplemente, JV) nació en Meliana, más precisamente en l’Horta Nord de Valencia. Inició sus estudios de Bellas Artes en la especialidad de escultura, pero su interés viró pronto hacia la fotografía.
Publicó sus primeros trabajos en 1976 en medios alternativos como Cal Dir, para ejercer poco después como fotoperiodista profesional en una revista mítica: Valencia Semanal, publicación a la que se le han dedicado numerosas tesis doctorales. Pasó ejerciendo ese oficio los años de la transición política en España, en los que logró capturar la esencia de una sociedad en ilusionada transformación.
Tras el cierre de la revista siguió dedicado al fotoperiodismo, al tiempo que comenzaba a trabajar con otro tipo de imágenes: retrato, viajes, denuncia… Géneros con los que llegó a salas de exposiciones y publicaciones especializadas.
Entre las preocupaciones intelectuales de JV está la historia de la fotografía, lo que lo ha llevado a comisariar exposiciones y a escribir ensayos sobre el tema. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas; tiene en su haber cinco muestras personales, a saber: Nicaragua: Una mirada lírica, una mirada crítica (Valencia, 1997); Infancias robadas (Castellón, 2001); Cabanyalers (Salvador de Bahía, Brasil, 2001-2002); Tiempos convulsos (Camagüey, 2019) y Paisajes con figura (Camagüey, 2022). Este último ensayo es el inicio de un work in progress sobre escritores y artistas del universo hispanoamericano, en el que se incluyen varios cubanos.
Una apretada selección de las imágenes de JV que historian el paso hacia la democracia en su municipio natal, merecieron la monografía Trets. Imatges de la transició valenciana. Publicada por la Institució Alfons el Magnànim.
Interrogado sobre sus orígenes como fotógrafo, JV nos dijo:
Trabajé desde la infancia en diversos oficios que alterné con estudios de dibujo y modelado en la Escuela de Artes y Oficios, primero, y después en la Escuela Superior de Bellas Artes, ambas en Valencia. Fue la escultura la disciplina que me condujo a la fotografía. Dentro de ella, me convertí en profesional de prensa, de la mano de amigos periodistas, a mediados de los 70.
Laboré durante décadas como fotógrafo para medios locales y nacionales. Esta función la alterné con la reproducción de obras de arte destinadas a catálogos de pintores y escultores. Y, aunque en menor cantidad, practiqué la fotografía industrial y la de estudio.
Tras el cierre de la revista valenciana, sigo dedicado al fotoperiodismo, al tiempo que comenzaba a trabajar con otro tipo de imágenes: retrato, viajes, denuncia… Géneros que no había frecuentado hasta el momento y con los que llego a salas de exposiciones y otras publicaciones.
Mi actividad diaria me permitió tomar contacto con gran parte de los escritores, músicos y otros artistas de España. Poco a poco fui apasionándome por el retrato, disciplina que he seguido practicando al tiempo que ampliaba mi área de trabajo habitual.
Aunque en un inicio no era consciente de ello, he aplicado a mis fotos los principios aprendidos en la Escuela de Bellas Artes. Una vez controlada la técnica, las lecciones sobre composición, valores cromáticos, equilibrio tonal o claroscuros afloraban.
Estas preocupaciones pasaron a un primer plano cuando dejé de practicar la fotografía de prensa, liberado de las urgencias de los cierres de edición. Ahora dispongo de más tiempo y puedo pensar las tomas, las impresiones en papel y la mejor manera de mostrar mi trabajo.
La fotografía, como el resto de las bellas artes, tiene la misión de informar, comunicar, mostrar la belleza, descubrir, hacer pensar, remover conciencias.
Sigo el consejo de mi admirado Josep Renau, que decía que el trabajo del artista consiste en “ficar una miqueta de llum en tota foscor” (poner un poco de luz en toda oscuridad). Otra máxima que sigo, esta del gran Henry Cartier-Bresson, dice que “fotografiar es poner la cabeza, el ojo y el corazón en un mismo eje”.
Es lo que trato de aplicar en los temas que escojo para mis grandes proyectos, de los que ya he enseñado una parte en una reciente exposición titulada Paisajes con figuras, y la que estoy preparando para los próximos meses, que se titulará Poéticas de la piedra. Por supuesto, estos principios están presentes a la hora de capturar esas fotos que descubro en mis viajes, como estas Postales encontradas que aquí comparto con los lectores de OnCuba.
Me interesan las tarjetas postales. Cuando uno no puede viajar, uno viaja a través de las postales. Claro que en las postales no vienen los olores, los sabores ni los sonidos que cada ciudad o paraje rural tienen. Pero, a pesar de sus limitaciones, cada postal contiene información que te transporta a los más diversos sitios del mundo.
Normalmente, las postales muestran los lugares más conocidos de un país. Son espacios que han sido fotografiados y reproducidos hasta la saciedad. Cuando viajo, me fijo en otros detalles. Puede que sean menos descriptivos, pero son los que me llaman la atención.
Estas imágenes no forman parte de ningún reportaje, proyecto o ensayo fotográfico que yo haya hecho sobre Cuba. Solo fotografías que ni siquiera he buscado, postales encontradas. Detalles que descubrí, porciones de realidad que despertaron mi interés y que, vistas ahora, me parecen imágenes más significativas y metafóricas de lo que inicialmente sospeché. Juzguen ustedes.
“Colores del Malecón”, La Habana, 2017
Aunque el Malecón de La Habana ha sido fotografiado y reproducido desde el inicio de la fotografía, no pude resistirme a captar el maravilloso momento en que unas niñas se asomaban a él con sus moños y las estridentes notas de color de sus pantalones sobre el fondo azul del cielo y de los reconocibles edificios que, como las niñas, también se asoman al mar Caribe.
“Bodegón de mercado”, La Habana, 2016
Los mercados son visitas obligatorias en cada ciudad a la que viajo. Acudí a uno de La Habana Vieja en mi primer encuentro con Cuba. Después frecuenté otros. En todos ellos había colas muy largas y escasos productos. En ese primer mercado que visité, me llamó la atención un puesto que ofertaba guayabas maduras. En aquel momento me pregunté si la verde no era comestible. No obstante, un bodegón de frutas en sazón, bien dispuestas en la tarima, sin demasiado ruido visual detrás, componía una imagen que llamó mi atención.
“Obra Pía”, La Habana, 2016
A una voluta que forma parte de una pilastra historicista, sobre un fondo de intenso amarillo limón, no le hace falta nada más para formar parte de mi colección de postales habaneras. Los europeos no estamos acostumbrados a ese cromatismo tan hermoso como audaz. La foto es parte de la fachada del edificio Obra Pía, un ejemplo de las residencias aristocráticas habaneras, ubicado en la calle del mismo nombre de La Habana Vieja.
“Máscara sobre teatro”, La Habana, 2016
Lo del parque móvil de La Habana es un prodigio. Nadie ha conseguido estirar la vida útil de los vehículos como los cubanos. Es verdad que algunos de ellos están hechos una calamidad. Sin embargo, algunos de los coches de alta gama que manejaba la burguesía cubana antes de la Revolución, resplandecen acabados de cromar y con chillones rojos, rosas, azules y amarillos, por las zonas turísticas de la ciudad de La Habana. Uno se sorprende cómo han logrado sobrevivir los emblemas de capó en alguno de ellos. El de la fotografía, que se asemeja a una máscara, fue registrado sobre el fondo del teatro Alicia Alonso, en el Parque Central de La Habana.
“Escritos de bodega”, La Habana, 2016
Desde fecha inmemorial las paredes han sido excelentes pizarras en las que dejar mensajes, consignas, lemas… La archifamosa Bodeguita del Medio presume de las visitas de personajes como Hemingway, Errol Flynn o Salvador Allende, que dejaron su firma estampada en la pared. Miles de turistas anónimos pasan a diario por el local y quieren también dejar grabados sus nombres en la entrada. Componen así esta bandera que bien podrían hacer suya los aficionados al mojito de todo el mundo.
“Peligro, artista cabreado”, La Habana, 2018
De esta colección de postales, este stencil será el único que pasará a engrosar una serie que sobre este tipo de grafitis llevo años preparando. Fotografío todos los que encuentro en cada una de las ciudades que visito. En La Habana no he encontrado muchos, pero este es una joya de diseño, con un punto de crítica a la Bienal de Arte de La Habana, y en el que el autor usó tres tintas, cuando lo habitual es solo una.
“Siemprevivas (notas y flores)”, Santiago de Cuba, 2019
No soy necrófilo, pero me gusta ir de vez en cuando a dejar una flor en la tumba de algunas personas que, por una u otra razón, admiro. En Santiago de Cuba, bajo el sol abrasador del oriente cubano, visité el cementerio de Santa Ifigenia donde, además de José Martí y otros padres de la patria, están los restos de dos músicos muy admirados por mí: Miguel Matamoros y Compay Segundo, cuya lápida no pude sustraerme a fotografiar. Es solo un fragmento. Creo que es suficiente para evocar al genial artista.
“Sin prisa, sin presa”, La Habana, 2019
La Plaza Vieja de La Habana es uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad. A ella acuden a diario hordas de turistas (son una plaga) que necesitan comer y, sobre todo, beber y no solo agua, ustedes ya me entienden. Consecuentemente, el lugar está plagado de bares y restaurantes cuyos trabajadores salen a buscar a los clientes. La imagen es extraña porque el camarero sale hasta media plaza sin cruzarse con ningún cliente, algo que me resulta incomprensible.
“Arquitectura verde”, La Habana, 2017
No hay otra explicación que dar de esta imagen. Encontré esta planta de la familia de las palmeras a la puerta del Museo Napoleónico de La Habana, la observé desde abajo y me encontré con esta composición que me cautivó, y la traje a España sin pasar por aduana.
“Al final del camino”, Sancti Spiritus, 2018
Aparte de los colores y la composición, que por sí mismas ya merecen ser registradas, esta imagen contiene una metáfora que los invito a descubrir.
Magníficas postales. Se nota que están hechas con amor (y con oficio, claro)