Ursula Holzwarth nació en Göppingen, Baden Württemberg, Alemania. Ha sido laboratorista fotográfica y fotógrafa promocional y de espectáculos teatrales. Entre 1969 y 2006 se desempeñó como editora de películas, noticieros y documentales en la televisión de Stuttgart. Ha estudiado el ritmo Ta Ke TI Na y percusión coreana. Además, recibió numerosos cursos de artes plásticas.
Su curiosidad vital y su energía no tienen límites. Cada jornada la emprende con un entusiasmo contagioso. Su vida, no exenta de dramas como toda vida normal, es una celebración perenne.
En 2002 viajó a La Habana por primera vez, hecho que, según sus palabras, le cambió la vida.
Cuéntanos cómo te iniciaste en la fotografía y cuál es tu vínculo con Cuba.
La primera vez que tuve una cámara fotográfica en mis manos fue a la edad de 8 años, en una excursión de la escuela; allí hice mis primeras capturas. Después, le siguió una Kodak Retina, mi compañera durante muchos años.
En aquella época, mis motivos fotográficos se limitaban a la familia, los amigos y las excursiones escolares.
No recuerdo cuál fue el detonante, lo que sí recuerdo bien es que cuando tenía unos 17 años, le dije a mi padre: ¡Voy a ser fotógrafa! Nada ni nadie pudo quitarme la idea de la cabeza.
En aquel entonces, las mujeres tenían poca esperanza de conseguir un trabajo digno. Pero tuve suerte y pude acceder a una formación profesional como fotógrafa en el departamento de publicidad de WMF, firma fabricante de utensilios de cocina.
Allí gozábamos de mucha flexibilidad en cuanto al tiempo. Así que un día se me ocurrió la idea de hacer fotografías en el Teatro de Stuttgart.
La primera prueba fue en el ensayo general para el estreno mundial de la ópera Antígona, con música de Carl Orff. La música me cautivó de inmediato, me fascinó el papel de Antígona y me fundí con el personaje mientras fotografiaba.
Nunca antes había experimentado emociones tan profundas y conmovedoras, así que me volví adicta a los ensayos generales de teatro, ópera y ballet. Un nuevo mundo se había abierto ente mis ojos.
Poco después, me fui a trabajar a la televisión y me hice editora. Laboré allí durante treinta y ocho años. Prefería los documentales, porque lo que me interesaba era llegar a la gente y echar una ojeada detrás de las historias que contaban.
Ya jubilada, me convertí accidentalmente en mentora de Claudia Fernández, estudiante cubana de medios de comunicación en Stuttgart. Nos hicimos amigas de inmediato. Ella me invitó a visitarla en La Habana, después de su regreso a su tierra natal. A la primera visita le sucedieron otras, en las que, primero, solía recorrer la ciudad sin cámara fotográfica, desde el Vedado en dirección al Malecón y luego hasta La Habana Vieja, por sus calles y callejones. Así fue como conocí la ciudad, ese extraño mundo para mí, y fui absorbiendo todas las impresiones que podía captar.
La Habana se adueñó de mí. Me hizo sentir las mismas emociones que había experimentado con Antígona. Así que siempre que la visitaba quedaba claro que volvería.
Con sus amigos y su día a día, Claudia me reveló el mundo cubano y cumplió algunos de mis deseos, que la ciudad había despertado en mí. Me consiguieron un profesor de tumbadora que me inició en los ritmos cubanos. En la escuela Vía Danza empecé a tomar clases de baile; también tenía una profesora de baile español…
Empecé a llevar mi creatividad a la pintura abstracta, en la que me interesaban las estructuras y la búsqueda de motivos adecuados. La Habana es el lugar ideal para ello: los muros de la ciudad son una fuente inagotable, siempre que se esté dispuesto a apreciarlos. A partir de ese momento, mi cámara me acompañó en las excursiones por la ciudad y me puse a fotografiar todo lo que había descubierto sin la cámara.
Mis colegas quedaron fascinados con mis observaciones y pronto surgió la idea de hacer un libro sobre el tema.
Con el nuevo proyecto en marcha, entró en el juego Mirta Peralta, cubana con residencia en Stuttgart, quien me introdujo en el arte y la literatura de Cuba, temas que había estudiado en su país. El libro de Ángel Augier Poesía de la ciudad de La Habana fue una fuente inagotable para nosotras.
El libro, aún no publicado, lo titulé El pintor invisible de La Habana. Es una compilación de mis fotografías de la ciudad en la que cada foto va acompañada de un texto de un poeta cubano.
Con los años, surgió otro proyecto, que consiste en presentar mis fotos sobre el lienzo, y luego ampliarlas con pintura abstracta. Las obras se pueden ver en dos blogs: habanainvisible.wordpress.com, havannaulla.wordpress.com
La Habana ha enriquecido mi vida en muchos sentidos. Cuando hago algo que me apasiona, me entrego completamente.
Mis fotos son instantáneas, momentos; lejos de pretender ser perfectas, enfatizan lo esencial. Cuando quiero capturar algún motivo, saco discretamente la cámara de mi riñonera, de la misma manera que recorro la ciudad, con la mayor discreción posible.
Textos de Alejo Carpentier, como El amor a la ciudad, o las novelas de Leonardo Padura, con el comisario Conde, y muchos otros, me susurraron el maravilloso mundo de La Habana y me inspiraron a la hora de fotografiar. Cuando descubrí el puente de hierro del río Almendares, me acordé, naturalmente, del poema de Dulce María Loynaz, que aún resonaba en mi alma.
Sobre la vida de los pescadores en Cuba, existe un documental impresionante, Huir o resistir“*. Yo había visitado Casablanca y había reparado en los pequeños talleres de los pescadores. Pero no fue hasta haber visto en Alemania el filme que pude constatar, en mis siguientes visitas a los pescadores de Casablanca, la realidad y crudeza de la vida que llevan y lo que significa ser pescador en la isla.
Gracias a mis dos amigas, Claudia y Mirta, tuve el privilegio de echar una mirada tras el telón de la ciudad, licencia que no se le concede a ningún extraño. Mi Habana es la partitura de una sinfonía: la gente, la historia, la arquitectura, la literatura y la poesía; la música, la danza, el ritmo, y mucho más.
Conclusión 1
La Habana es para mí como una amiga entrañable: cuando a ella le va bien, yo me regocijo; cuando le va mal, sufro y lloro con ella. Puede sonar extraño; pero ninguna otra ciudad me ha llegado tan profundamente al alma.
Conclusión 2
Mis fotos son detalles que reflejan la historia de La Habana. Así llegué al tema de los recuerdos, que con tanta intensidad he abordado. Al hacerlo, redescubrí mi propia historia a través de los ojos de una cultura extranjera.
Muéstranos y comenta algunas de tus fotos.
Descubrí esta hermosa galería de la naturaleza en uno de mis viajes diarios en autobús desde La Habana Vieja hasta el club Chévere, en una de las riveras del Almendares. En esos años participaba en los cursos de Vía Danza.
Durante mis movimientos en carro o autobús, siempre mantenía los ojos bien abiertos, para no perder detalles de la ciudad. Así descubría, sin importar dónde me encontrara, pequeños tesoros de La Habana, que muy pocos ven.
Los domingos por la mañana hay mucha tranquilidad, así que un día me eché a caminar desde la casa de mi amiga Claudia hasta el puente para fotografiarlo. Cada plancha de hierro es una obra de arte abstracta, y ninguna se asemeja a la otra. En ellas el tiempo ha dejado huellas muy visibles, algo que me ha conmovido profundamente.
Guardé durante años esas fotos y esperé el momento adecuado para mostrar parte de ellas. Me tomó diez años llevarlas al lienzo. Así es que cada vez que pinto, la ciudad regresa a mi pensamiento. Mi estancia en La Habana y la ciudad misma siempre permanecen vivas en mi recuerdo.
He perdido la cuenta de las veces que he recorrido el Malecón, desde la desembocadura del Río Almendares hasta La Habana Vieja. Uno de mis deslumbramientos fue ver a los niños jugando con las olas. Qué maravillosa área de recreo cuando las olas saltan por encima del muro. Se crea una competencia de a quién atrapa la ola y de quién la desafía. Mucho mejor es cuando los padres que tienen automóviles van al Malecón con sus hijos para también “surfear”. ¡Qué fiesta! La primera vez que leí sobre ello fue en el libro Nieve en La Habana: Confesiones de un cubanito, de Carlos Eire. Me reí muchísimo con las historias de los niños y sus bromas.
El Malecón es un punto de reunión de los habaneros a cualquier hora, un gran sofá en el que uno se sienta a compartir. Así es que siempre descubro algo nuevo sobre él. Incluso para los novelistas y poetas, el Malecón es una verdadera fuente de burbujeante inspiración.
Por casualidad llegué a Casablanca. La lancha estaba por zarpar, y mi acompañante cubano y yo apenas pudimos alcanzarla. Una vez en tierra, caminamos por los antiguos rieles. Divisé entonces, con alegría, los pequeños talleres de metal de los pescadores con sus coloridas planchas. Qué lugar tan creativo, con tanto arte cotidiano creado por desconocidos.
El guardia, de buen corazón, no pudo resistirse a mi entusiasmo y nos dejó entrar a tomar fotos. Visité ese lugar mágico cada vez que viajaba a La Habana.
Sin embargo, con el tiempo el lugar fue reduciéndose en tamaño y ahora está por ver si, cuando regrese, todavía existe. Soy testigo de esa galería al aire libre, y para mí ha sido un regalo haber podido documentarla.
En 2018 volví a visitar La Habana. Sentía curiosidad por saber si encontraría rastros del paso del huracán Irma por la ciudad. Antes de la llegada del ciclón, había seguido las procesiones religiosas que se extendieron por toda la isla.
Cuánta esperanza, confianza y fuerza tiene el pueblo cubano para encomendarse a los santos poderes y orar por que la isla saliera ilesa. Por eso lo admiro.
Quería ir al Malecón en busca de algunos rastros de la devastación, y en una parte del muro encontré las últimas huellas. Parecía una dolorosa herida sin cicatrizar, que capturé con mi cámara para recordar el suceso.
Mi encuentro con el grupo es algo personal. En una de esas tumbadoras aprendí los ritmos cubanos, con el músico Juan Piñol. Un amigo suyo, de ese colectivo, le había prestado el instrumento para mí.
A esos músicos los había conocido en la boda de Piñol, donde dieron un alegre concierto espontáneo. Empezaron a tocar con instrumentos, y luego percutían sobre las sillas, las mesas, con cucharas, con todo lo que produjera algún sonido. El ritmo hacía vibrar el ambiente. Me encanta recordar a esas personas y esa boda tan especial.
Mi barrio favorito de la ciudad. Cuántas veces he caminado de arriba a abajo sus calles y callejones dejándome llevar por su sonido y su ritmo. Esta orquestación abrió mis sentidos a los tesoros visuales que se mostraban ante mis ojos.
Dos insignificantes salpicaduras de pintura en una pared me recordaron las pinturas de Miró. La naturaleza, el clima y el tiempo son los artistas. Para mí, este el tipo de regalo que me hace La Habana.
En otra de las calles, la obra de Mark Rothko se me reveló en colores rosa y amarillo. Mi juego consiste en dejarme llevar por las calles, así es como hago mis descubrimientos con la cámara. Además, nunca escribo dónde capturo las imágenes.
La próxima vez que regrese a La Habana voy en busca esos motivos, que son como amigos sorprendentes. Quiero saber si permanecen o si han desaparecido. Eso es para mí, mi Habana.
Un día dediqué toda la tarde a recorrer el Prado y sus alrededores, lentamente, como si estuviera en un museo. Tenía la esperanza de que los muros me contaran sus historias. Me detuve, asombrada, frente a un fragmento de pared; mis ojos apenas podían creer que veía el corazón de La Habana. Como una flor, las capas de pintura fueron entreabriéndose, y empezó a retoñar la historia de la ciudad llena de acontecimientos, luctuosos o festivos, que marcaron épocas pasadas.
Pronto resonó en mí la música de la ciudad con su inconfundible ritmo. Regresé a casa de Claudia, embriagada de gozo, para poder contarle una nueva aventura sobre su ciudad.
En 2012 di con este fragmento de pared. Era una de las tantas excursiones por la ciudad, vagando sin ruta prefijada. De regreso a Alemania, vi nuevamente la imagen, que me gustó mucho. Era gracioso, con su energía y sus peculiares trazos. Por eso me propuse localizarlo en mi próximo viaje, como quien busca a un viejo amigo, pero no lo encontré.
En 2014 retomé mis caminatas sumergiéndome en la atmósfera de la ciudad. Esta vez caminé por el Malecón, por la acera de los edificios, con sus columnas de sombra. De repente, me saltó a la vista, como un pequeño duende, el grafiti al pie de una de las columnas.
¡Qué alegría encontrarlo por fin! Habría querido abrazar la columna y celebrar. El grafiti me recuerda al gran fotógrafo francés Brassaï (1933-1939), muy conocido en París por su serie El lenguaje del muro.
* Documental del canal ARTE: Director, Kim Hopkins, Gran Bretaña, 2018.
Traducción del alemán: Mirta Peralta.
Hermoso el modo en que ella saca belleza -abstracta pero belleza al fin- del deterioro milenario de las fachadas habaneras. El arte está en todas partes, solo que hay que tener un olfato especial para descubrirlo. Mis saludos