Lilien Trujillo es Licenciada en Periodismo por la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, promoción de 2015. Recibió, además, cursos de fotografía en la Academia “Cabrales del Valle”.
En el ámbito profesional, se ha desempeñado como redactora de prensa, presentadora de televisión, gestora de redes sociales y gestora de marketing y comunicación. Pero su pasión es la fotografía, actividad en la cual se inició a los dieciocho años.
Lilien tiene, entre sus ámbitos temáticos, los orígenes familiares, la vida cotidiana en Bahía Honda, pequeño pueblo de la costa norte de Artemisa. También fija la mirada en jóvenes cubanas, profesionales o no, que se empoderan en un medio social donde la educación patriarcal sigue primando. Sobre esa última línea, algo ha venido publicando en las redes sociales.
Cuando invité a Lilien a participar en esta sección, se mostró sorprendida. Piensa que su camino como fotógrafa recién comienza. Y bueno, argumenté, este espacio es también para hacer lugar a las nuevas voces, las nuevas miradas, los nuevos gestos artísticos.
Lilien Trujillo se presenta:
La primera cámara que tuve en mis manos era de mi madre. Claro que, para cuando llegué a tener conciencia de lo que era aquel artefacto, ya no funcionaba. Mamá no es fotógrafa, pero todas las imágenes de infancia que atesoro fueron tomadas por ella con aquella cámara analógica soviética.
De niña, solía pasar horas detallando la textura de las hojas, los tonos del agua fangosa de los diques de arroz de mi padre; la sangre chorreando de las nalgas de los toros cuando los pinchaban para que apuraran el paso, sus miradas iracundas; los pies de mi padre entrando y saliendo del fango, trabajosamente, en época de cosecha. Son imágenes que guardo intactas en mi cabeza (debo hasta haberlas encuadrado).
A los dieciocho me regalaron una camarita compacta Casio (mi pinkasio), con la que empecé a ser la “impertinente” que fotografiaba todo y a todos, justo cuando menos se lo imaginaban. Empezando por mi padre, mi abuela, los vecinos nuestros, personas que fueron parte de mi niñez y mi entorno de vida; mis amigos o allegados.
Cuando decidí comprarme una cámara (o cuando pude), sabía que estaba abriendo un camino largo y difícil que disfrutaría mucho y, sobre todo, que me haría feliz. ¡Hay tantas y tantas historias allá afuera, como dentro de uno mismo! Contar sucesos, sentimientos, develar lo que otros no ven a simple vista, y hacer que lo aparentemente insignificante o desapercibido cobre relevancia, es la intención que subyace en mis instantáneas.
Mis fotos no muestran poses, sino almas; ya sea de una persona, lugar u objeto. Intentan plasmar lo auténtico, lo real; algo que va muy en paralelo con mi vocación/formación periodística: documentar, comunicar; buscar la verdad siempre.
“Mi padre”
En esta tierra nací yo hace 33 años. El de la foto es mi padre, y él, con 61, ha vivido siempre en esa finca (nuestra casa), ubicada en un pueblito de Bahía Honda. Desde que tengo uso de razón, lo he visto salir temprano a “fajarse” con la tierra, bajo los soles más duros, y bajo la lluvia.
Papá andaba ese día, 25 de diciembre de 2020, cavando huecos para plantar postes.
Esta foto, como casi todas las que forman parte de la serie, es un desahogo. Con ellas busco reflejar ese campo cubano a través de la gente que verdaderamente lo representa; no con los colores vivaces con que suele interpretarse el entorno rural, ni en blanco y negro; sino con el tono apagado, casi exangüe, de sus paisajes “interiores”.
“La que nunca se rinde”
Julia Engracia Rivero García, hija de José (Canario) y Brígida (de Amarillas, Matanzas). Mi abuela, la mujer más brava que conozco; la más triste y la más luchadora. La que nunca se rinde, la que se levanta con el canto de los gallos y termina la jornada cuando estos vuelven a subirse a los gajos de las matas del patio.
83 años le ha tomado dibujar esas arrugas en el rostro, y aquellas otras marcas en su libro de vida. En ellas lleva los sueños que se quedaron sueños, la alegría de crear, criar, producir, trabajar; el amor a la naturaleza, a los hijos de sus hijas y a ellas; a esa intensa rutina que le da sentido a sus jornadas, fuerza a sus músculos y fatiga a la vez; y orgullo.
No le gusta que le hagan fotos. Pero si soy yo, la historia cambia. Ese día se pertrechó para ir a cortar un racimo de plátanos. Ella lo elige y lo corta —a machetín limpio—; pero no puede cargarlo hasta la casa, por restricciones médicas. Entones mi madre, mi padre o yo, cuando estoy de visita, la ayudamos a completar la faena. Le pedí que se sentara en el sillón de la terraza un minuto, y, bajo protesta, le hice esta foto que es para mí un símbolo.
“Marian”
En los niños encuentro siempre una vía de escape. No es que parezcan de otro mundo, “son otro mundo”. Ya sea porque me enloquecen (o me contagian) con su intranquilidad o sus preguntas asombrosas, aparentemente sin sentido; o bien porque me enajenan con su inocencia y sus fantasías.
Marian es la hija de una vecina. Tanto a su madre, como a ella, las vi nacer allá, en Bahía Honda. Tiene ángel y no lo sabe. Es una niña carismática y muy determinada. Ese día del verano pasado, estábamos sentados en el portal su tía, sus primas y yo. Ella salió a recoger flores en el jardín de la casa, frente a nosotras, cuando me miró y me dijo: ¿me vas a hacer una foto aquí? Luego me pidió la cámara para verse, y remató diciéndome: ¡soy linda!
“Jorgito”
Los pueblitos costeros son como cápsulas de espacio y tiempo: tienen su propia alma. La vida en la pequeña comunidad de La Mulata, en El municipio La Palma (Pinar del Río), transcurre con dinámicas que nada tienen que ver con la realidad de país que visualizan las noticias y las redes.
La gente, aún en medio de una pandemia, mantiene sus rutinas de interacción con la naturaleza, con ellos mismos, con el universo; porque no siempre el desarrollo social es sinónimo de bienestar espiritual, ni todo lo que creemos indispensable para seguir vivos, a la larga lo es.
Este niño en la foto es Jorgito. En el momento de la captura, llevaba su “kit de entretenimiento” hacia la playita, donde pasaría la tarde con sus amigos.
Las carencias no necesariamente impiden la felicidad, lo que nos impide ser felices es la falta de creatividad e imaginación. Sin embargo, el hecho de nacer y vivir en este contexto se convierte en un estigma y limita muchísimo las posibilidades de desarrollo intelectual y profesional.
“Rachel”
Rachel Benítez es mi vecina de 18 años, una muchacha temerosa, sola.
Hablé por primera vez con ella una tarde en que miraba el atardecer en la azotea y ella subió a tender ropa. Apenas cruzamos palabra. Era viernes, si la memoria no me falla. Su tranquila presencia casi ni alteró la soledad de mi sunset watching. Pero compitió con la puesta, sin embargo…
Días después, tocó a mi puerta para que la dejara trenzarme el cabello; “estoy en un curso de peluquería —me dijo con una mezcla de pena y miedo—, necesito alguien con pelo largo para practicar la trenza china”. Hablamos como una hora y media mientras intentaba, sin mucho éxito, dominar la técnica.
Tiempo más tarde, le propuse hacerle unos retratos. Este es uno de ellos y fue, a su vez, el inicio de la serie “Retratos de mujer”, con la cual busco mostrar, desde la sencillez de recursos y en blanco y negro, lo más íntimo de cada una. Revelar la belleza de lo auténtico, sea convencional o no.
Se que ese es tu principal destino, las historias muy vívidas, si es lo que más te gusta sigue el camino y logra, en el tiempo, el éxito, felicdades