Luis Marimón (La Habana, 1952-Las Vegas, 1995) es una asignatura pendiente para los lectores y los estudiosos de la poesía cubana. Fue un hombre contradictorio, generoso y díscolo, fraternal e intratable, pero, sobre todo, fue un poeta luminoso: uno de esos seres extraños que pueden hallar destellos de belleza hasta en la más sórdida cotidianidad. En su más sórdida cotidianidad. Un alucinado que, no obstante, despedía luz.
No solamente dejó versos memorables, sino una estela de misterio que irá creciendo con el tiempo: manuscritos perdidos, las circunstancias mismas de su muerte… En su caso, vida y escritura son un todo; quizás a él, como a muy pocos, le vayan tan justos los versos de Walt Whitman en Leaves of grass: “Camarada, esto no es un libro/ Quien lo toca/ toca a un hombre.”
La decisión de Ulises (1988) y El bibliotecario del infierno (1992) son los poemarios que alcanzó a publicar. En el 2007 la editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) lanzó la antología Cronología del vértigo y el naufragio, y más recientemente, en 2021, su hija, Yanira Marimón, preparó una amplia selección de su poesía para la editorial estadounidense La Pereza.
Yanira (Matanzas, 1971), quien tiene a su cargo el legado de Luis Marimón, integrado, además, por varios poemarios inéditos, es también una notable poeta, narradora y editora. A ella dedicaremos esta columna en un futuro próximo, pero ahora nos interesa obtener un testimonio de primera mano sobre la vida y obra de su padre, como una modesta contribución a su inaplazable y merecida difusión internacional.
¿Cuál es el primer recuerdo que tienes de él?
Los laberintos de la memoria son extremadamente complejos y guardan estrecha relación con los afectos, con aquellos hechos que nos han marcado de una manera particular. La memoria es por naturaleza selectiva porque, ¿qué sería de nosotros, pobres mortales, si acumulásemos todos y cada uno de los recuerdos de las experiencias vividas? La primera imagen que guardo de él es la de una noche en que bajábamos por la calle donde vivíamos, Santa Teresa, al costado de la Biblioteca Gener y Del Monte, desde el Parque de la Libertad, para regresar a nuestra casa. Casi todas las tardes nuestros padres nos llevaban a jugar a ese parque a mi hermano Jeovany y a mí. Tendría yo como cinco años, o tal vez seis. Lo cierto es que estaba cansada, tenía sueño y le pedí a mi papá que me cargara. Él lo hizo; entonces recosté mi cabeza sobre su hombro y me sentí la niña más amada del mundo. No quería llegar a casa, solo quedarme así eternamente, protegida por mi padre. Esa sensación es lo que más recuerdo, mucho más que el acto en sí mismo. Para ese entonces él había regresado a casa después de una ausencia de uno o dos años, y seguramente yo sentía un miedo inmenso a que volviera a irse.
¿Cuál es el último?
No hay un último recuerdo que guarde de él. Tal vez porque lo que prevalece en mi mente es la memoria global de todo un proceso tristísimo, que tuvo lugar en el verano de 1994 en Cuba, con la crisis de los balseros, y que yo viví muy de cerca. Todo se confunde en mi memoria; hay un lapso, un hueco donde no logro precisar con exactitud lo ocurrido en ese extraño agosto.
Como casi todo lo que recuerdo tiene que ver con las sensaciones más que con los hechos en sí mismos, creo recordar que durante ese tiempo me iba a diario al malecón del río San Juan o del Yumurí, para ver partir a los hombres frenéticos en barcazas, botes, yates. Yo buscaba desesperadamente a mi papá entre ellos. Ya sabía que él estaba intentando irse con mi hermano y un grupo de amigos, y sabía que su partida era una posibilidad, que ocurriría en cualquier momento.
Prepararon el viaje por muchos días, fabricaron una balsa rústica con cámaras de camión y maderos viejos en el patio de nuestra casa, recopilaron sogas, agua, alimentos enlatados, una brújula; sé que todo eso lo hicieron, pero no logro recordar específicamente la cara ni la figura de mi padre en esos escenarios aunque, por supuesto, tengo la certeza de que él estaba allí, liderando todo. Tal vez borré esos detalles de mis recuerdos intencionalmente. Muchas veces habían intentado trasladar la balsa hasta un río o la orilla de alguna playa, pero siempre fallaba el transporte por alguna u otra razón, o faltaba algo. Llegué a pensar que ya no se irían, pues las regulaciones del gobierno de EEUU con respecto a los balseros se habían recrudecido y ya ninguno de los interceptados en el mar iría directamente a ese país, sino que serían llevados a bases militares.
Pero ellos no desistieron. Al fin llegó el día. Ese 30 de agosto yo no estaba en mi casa y mi madre me contó después que había llegado un camión a la puerta a recoger al grupo, compuesto aproximadamente por siete u ocho hombres, en su mayoría jóvenes y fuertes. Así que no tuve la oportunidad de despedirme de mi padre. Puedo imaginar la euforia de todos ellos porque al fin iban a cumplir sus propósitos, y puedo imaginar el dolor de mi madre al despedirse de su hijo y esposo amados. Dice uno de los testimoniantes, un muchacho que iba en el grupo y al que luego deportaron para Cuba, que mi padre era el que llevaba la brújula, que no remaba nada. Así lo pienso a veces, con la brújula en mano, altivo, lleno de esperanzas en medio de un mar embravecido.
Entre mi padre y yo no hubo despedidas, y eso está bien. No tengo de él un último recuerdo. Prefiero quedarme con el primero, donde abraza mi cuerpecito frágil y donde yo apoyo la cabeza sobre su hombro fuerte.
¿Hasta qué edad viviste con él? ¿Cómo eran sus relaciones hasta que se marcha de Cuba? ¿Seguiste en contacto con LM después de su partida? ¿Cómo? ¿Guardas correspondencia con él, e-mail, cartas, mensajes de cualquier tipo? Si la respuesta es afirmativa, ¿puedes compartir con nosotros algo de eso?
Viví veintitrés años junto a él, con periodos más o menos cortos de ausencias, tanto de su parte como de la mía. Amé y amo profundamente a mi padre. Es mi referente en muchas cosas y sé que tengo muchísimos rasgos de su carácter y su fisonomía, y eso me encanta. Él me llamaba “Yanirita” o “mi primogénita”, y elogiaba mis ojos saltones, tanto como los suyos. Era quien me llevaba al médico siempre que me sentía mal y fue quien puso en mis manos toda esa enorme cantidad de libros que tuve desde mi infancia. Mi padre era un hombre bueno, extremadamente complejo, pero de alma noble y generosa, y sé que me amó tanto como yo a él.
Pudiera ser algo obvio decir que un padre y un hijo se aman, pero créeme que no lo es. Hasta que tuve diez años mi papá era casi como cualquier papá, aunque para mí era el más genial, inteligente y hermoso de todos los padres. La cárcel a la que lo sometieron injustamente durante nueve meses (que a mí me parecieron años), me devolvió a un papá distinto, ajeno, a un padre que ya jamás dejó de beber desaforadamente, que lo hizo desgastarse tanto que solo sobrevivió 13 años después de ese aciago 1981.
¿Cuál fue el motivo por el que lo condenaron?
Tengo entendido que lo encauzaron por la venta de unos relojes que amigos extranjeros le habían regalado y por tenencia ilegal de dólares estadounidenses; seguramente cinco o diez dólares, no más.
Yo fui la adolescente más triste del mundo. Me convertí poco a poco en la madre de mi padre, siempre atenta a su salud, bastante débil, a sus constantes recaídas. Mi casa se convirtió en un infierno, casi literalmente, y el dolor y la incertidumbre pasaron a ser nuestro pan diario. Durante estos años, paradójicamente, mi padre concibió la mayor y más importante parte de su obra. Los sedimentos en su alma de todo el dolor y el horror vividos fueron la sustancia de la que se nutrió para escribir algunos de los poemas más hondos, intensos, auténticos y desgarradores de la poesía cubana de finales del siglo XX.
Después del 30 de agosto, durante tres meses, no supimos nada de mi padre y hermano. En ese tiempo sucedió un hecho tristísimo y que logramos ocultarle a mi papá durante un año: su mamá, mi abuela Lilian, murió en octubre, apenas un mes y medio después de él haberse ido. Murió sin saber el paradero de su hijo. Yo creo que murió de tristeza. Ninguna madre debería sufrir así. Es injusto y macabro morirse sin saber si tu hijo está vivo o muerto. Esos meses finales de 1994 fueron para mí un período terrible en el que me recuerdo lánguida y sin fuerzas, con el alma muy extenuada y vieja, vencida por todo, y en el que me veo recurrentemente amortajando a mi abuela o visitando iglesias en busca del nombre de mi papá en las listas de balseros que habían llegado a salvo, u oyendo a todas horas emisoras radiales extranjeras que proporcionaban datos acerca de los miles de hombres que habían sobrevivido y estaban ubicados en las bases navales de Guantánamo y Panamá.
¿Cómo supiste que vivía?
Una mañana de noviembre llegó una rara carta a nuestra casa. Estaba dirigida a mí y, aunque no tenía el nombre de mi padre en el remitente, reconocí su letra. Entones y solo entonces tuve la certeza de que estaba vivo y pude respirar y tener algo de paz. De los siete meses que siguieron, y durante los cuales mi padre estuvo en las bases navales de Guantánamo, Panamá y luego Guantánamo nuevamente, guardo una docena de cartas escritas a mi madre, a su madre (le escribía cartas sin saber que había muerto) y a mí. Son cartas desgarradoras, pero llenas de luminosidad y fe, cartas que leí en aquel momento y que no volví a abrir hasta 20 años después, porque no tenía valor para hacerlo. Es demasiado doloroso leer esas esquelas donde aún se asomaban ciertos atisbos de esperanza en un futuro mejor, en el rencuentro. Más que el sufrimiento y la soledad que padeció y que reflejó en esos manuscritos, es su ingenua esperanza lo que me duele, la convicción que tenía de que volveríamos a encontrarnos, saber que estaba escribiendo nuevos poemarios y una novela que se perdieron en la vorágine de la existencia, y que no podré recuperar. Estuvo siete meses en las bases navales y solo cinco en territorio estadounidense.
Traza una semblanza de LM. Intenta apresar su compleja personalidad en unos párrafos. Demian García lo caracteriza como “melancólico y abrasador”, ¿estás de acuerdo?
Luis Marimón era uno de los seres más enigmáticos, complejos y controversiales que puedas imaginarte. Es indefinible. Yo solo puedo hacer un intento por descifrarlo, pero ya sabes que lo haré desde el amor y eso no es muy fiable. No obstante, hay cualidades de su persona que nadie se atrevería a poner en duda y una de ellas es su autenticidad como poeta y ser humano. No he conocido a nadie más auténtico que mi papá; decía lo que sentía, sin miedo, y eso le trajo un sinnúmero de dificultades y de enemigos. Era melancólico pero, al mismo tiempo, extrovertido, carismático; profesaba un amor inmenso por la vida y la alegría, una especie de contrapeso que le permitió sobrevivir aún en los momentos más difíciles de su corta existencia. Su sentido del humor era extraordinario. Era luminoso y, a ratos, oscuro, abrasador, muy intenso siempre en sus sentires, amado por muchas mujeres, atractivo de una manera particular, pues su belleza no era de esas bellezas típicas, sino que esta emanaba de su alma profunda y su manera de hablar y traducir la vida, de su inteligencia mezclada con delicadeza y, en ocasiones, con algo de rudeza que no lograba aflorar del todo. Era sumamente generoso. Las cosas materiales poco le importaban y los libros y la escritura eran su mundo, su remanso. Enemigo de los centros de poder, anárquico, vulnerable, irreverente, seductor, huérfano de padre y de tantas cosas, con una inteligencia fuera de serie, pero con un pasado de tristeza e incertidumbres que no lo dejó centrarse, que pesaba demasiado sobre sus hombros. Un ser de muchas vidas, de vidas antiguas y poderosas coexistiendo dentro de su alma. Un poeta. Un hombre fiel a sí mismo y a la Poesía. Un elegido.
Se ha señalado a tu padre como un “poeta maldito”, término que acuñó Verlaine para calificar a Mallarmé, Rimbaud y a sí mismo. Es un adjetivo que intenta juntar lo específico de sus obras con lo azaroso de sus existencias. ¿Te molesta que digan que Luis Marimón fue un poeta maldito? Si aceptas que el apelativo le encaja, explícanos en que consistió su “malditismo”. ¿Reconoces otros poetas malditos en el corpus de la literatura cubana?
Mi padre fue un poeta maldito, y también un suicida. Cuando él decidió salir de Cuba, estaba acelerando el fin, su auto aniquilamiento. Y de alguna manera sé que él era consciente de ello. Su vida y su poesía estuvieron impregnadas de esa belleza siniestra, enigmática, a ratos oscura, pero también a ratos luminosa. Él sabía que iba a morir joven y lo dejó escrito en algunos de sus versos. Se sabía un condenado, un paria dentro del mundo, un vencido, pero también un elegido y tenía plena conciencia de ello, que esa condición lo llevaba inexorablemente a la destrucción, y no solo lo expresó a través de sus poemas, sino que lo hizo a través de su propia azarosa y extraordinaria existencia. La tragicidad, el desasosiego, estuvieron presentes desde la infancia, fueron su sino. Este puede ser, y de hecho es, el sino de muchos hombres, pero cuando estas circunstancias rodean a un creador de belleza, a un poeta, entonces la lectura que se hace de su vida alcanza otras dimensiones. Como resultado pueden surgir los más exquisitos artistas, los más increíbles seres. La bohemia, la noche, el alcohol, vivir la intensidad del instante como si el mañana no existiese, tener esa absoluta convicción de que la vida es solo lo que transcurre en el momento, hacer del dolor la sustancia de su poesía, compartir con los seres más vulnerables, hermanarse con ellos, mezclarse y formar parte de estos submundos, fueron constantes en su vida.
Vivimos en un barrio marginal. Nos mudamos a La Marina en 1981, el mismo año en que mi padre salió de la cárcel. Estos dos sucesos terminaron de cerrar un ciclo en su vida y en la de todos nosotros para abrir otro ciclo. Mi padre, hombre de alma finísima, comenzó a interactuar con la gente del barrio, con los marginales, alcohólicos y vencidos. Se sentía más a gusto con esas personas sencillas, simples, desposeídas, que con los poderosos o con las “personas normales”. Descubrió la sabiduría inmensa de estos seres, los escuchó, escudriñó esos mundos, esos ambientes, para después traducir en sus versos esas vidas, esos estados de ánimo, ese tipo de existencia que llegó a conocer muy bien. Quería darles voz a los vencidos, a los que no temen perder porque sencillamente nada tienen que perder. Y para ello se convirtió en un vencido más. Esta es una cualidad asombrosa. Lo que mi padre vivió en esos ambientes marginales fue algo muy intenso. Hay que tener mucho valor para eso, créeme.
Sus poemas son sentenciosos, están poblados de metáforas, de paralelismos, de simbologías; las atmósferas que se recrean en sus poemarios (en su mayoría muy orgánicos), no son sino parodias de las atmósferas que lo rodearon, testimonios fieles de su propia vida.
Hay, sin dudas, algunos poetas malditos dentro de la literatura cubana, pero cuando se alude a este término siempre pienso en Reinaldo Arenas, en la forma en que vivió, en su infancia fragmentada, la incomprensión y el aura trágica que rodearon su vida, su exilio, la manera en que murió. Entre Reinaldo y mi padre hay muchas similitudes en cuanto a lo desahuciados que estuvieron, a la intensidad con que vivieron, lo incomprendidos que fueron, sus muertes a destiempo. Y también en cuanto a su genialidad como escritores, su rebeldía. Ojalá se hubiesen conocido. Estoy segura de que hubiesen sido buenos amigos.
Cuándo piensas en él, ¿te viene alguna imagen recurrente? ¿LM suele aparecer en tus sueños? ¿Son sueños plácidos? ¿Son sueños que puedes recordar? Si es así, cuéntanos alguno que creas relevante.
Casi nunca sueño con mi papá. Y me alegro, porque las veces en que esto sucede despierto con una sensación dolorosísima. Pienso que fue muy poco el tiempo que estuve junto a él. Siento que la vida y la muerte nos jugaron una mala pasada, que nos deben una, y quiero creer que habrá otras vidas, otras oportunidades de cercanía. Me siento muy huérfana, demasiado, muy a destiempo, y a la vez soy consciente de que las cosas no podían ser de otra manera. Que todos tenemos un sino, un destino inevitable, y no había forma de que mi padre, ni nadie, pudiese cargar con esa enorme, hondísima tristeza que él llevaba a rastros, como una piedra enorme, pesadísima, como una montaña. Su tristeza venía de muy lejos, de otras existencias tal vez, de una niñez rota, de un padre alcohólico y amado, muerto joven y enterrado en algún sitio que mi padre jamás llegó a descubrir, aunque lo buscó desesperadamente. De una madre frágil y enferma, de una adolescencia rebelde y llena de carencias afectivas y materiales, de una inteligencia extremadamente aguzada, de una percepción de la belleza y una sensibilidad exorbitantes, cualidades difíciles de conciliar con la “normalidad”, con el equilibrio o la alegría.
Pienso en mi padre a menudo, a diario. La imágenes que guardo de él son muy disímiles, pero en casi ninguna estamos riendo o felices. Y sé que a ratos fuimos felices; pero esta sed de melancolía que tenemos los poetas siempre termina adueñándose de todo, y créeme que me gustaría que fuese distinto.
Lo recuerdo llorando en el hospital cuando a los nueve años estuve a punto de morir, durante la funesta epidemia del dengue. Lo recuerdo llevándome al hospital otra noche en que tuve un dolor muy fuerte en el pecho. Lo recuerdo en un recital de poesía con Carilda Oliver. Lo recuerdo caminando rumbo a La Marina, con ese andar tan peculiar (que tanto tiene que ver con la manera en que camino), en compañía de Napoleón, nuestro perro blanco y enorme, su más fiel compañero. Lo recuerdo grave, silencioso, con la mirada ausente, cuando íbamos a visitarlo a la prisión, mientras esbozaba una mueca por sonrisa. Lo recuerdo esa tarde en que yo cumplía diecisiete años y un amigo nos hizo esa foto linda en el muro del manantial de nuestro patio. Y lo recuerdo leyendo mucho y siempre, o riendo a carcajadas con El maestro y margarita, uno de sus libros preferidos, o consolándome cuando me veía desanimada, diciéndome que no tuviera miedo jamás, que yo tenía los ojos más bellos del mundo, que todo es cuestión de perspectiva porque “nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”, citando a Campoamor. Pequeñas y enormes lecciones de vida, verdades que me sostienen aún en los momentos más duros, cuando pienso que todo está perdido, que el camino se cierra. Entonces ahí aparece mi padre, en esas visiones hermosas y terribles, recordándome que tengo que vivir muchos años porque aún hay mucho que hacer, que sentir, que amar. Que soy su hija, que soy una Marimón, una sobreviviente.
¿Cuál es tu poema preferido de LM? ¿Hay algún verso suyo que te sirva de mantra?
Me fascina toda la poesía de mi padre. Los poemas de ese último libro que escribió en Cuba: Shalom Shabat, me resultan particularmente entrañables, porque al leerlos puedo volver a esos últimos años en que vivió en nuestra casa, en nuestra Matanzas. Son como la constancia de que todo existió y de la dureza de esos tiempos que no estoy dispuesta a olvidar. No quiero olvidar nada de lo que hizo que mi padre marchara al exilio. No quiero olvidar sus razones, ni sus miedos, ni sus pocas certezas, ni su enorme incertidumbre, ni su tristeza, ni su esperanza, y esos poemas me devuelven un poco a ese tiempo, rescatan mi memoria del olvido. Sus poemarios publicados en vida son inmensos: La decisión de Ulises y El bibliotecario del infierno. Hay un verso del poema “Animales pudriéndose a orillas del Yumurí” que me sirve de mantra; el verso en cuestión dice: “De toda esa podredumbre renacerá la vida”. Qué bella y luminosa profecía, ¿no? A ella me aferro. Algo hermoso tiene que nacer después de tanta hecatombe.
¿Crees que el influjo de tu padre decidió tu vocación poética? ¿De qué forma?
Definitivamente sí. Algo de genética hay detrás de todo eso, pero aprehendí de él, hice mías su especial visión de la poesía, su forma peculiar de traducir el mundo y las relaciones humanas a través del poema. Lo escuché decir versos desde siempre, lo vi sentir, sufrir, vivir, agradecer, interactuar con el resto de las personas, siendo cercano, hermanándose con el dolor de los otros, y todo eso me pareció hermoso, imitable. Para la niña que fui, y para la mujer que soy, las gotas de lluvia cayendo del tejado, las nubes formando figuras extrañas, una puesta de sol, la muerte, los desencuentros, son eventos extraordinarios; sentí desde muy pequeña la necesidad de expresar todo eso de una manera particular, a través de la escritura. Esa sensibilidad la despertó en mí el accionar con mi padre, el propio dolor, escucharlo hablar con sus amigos, seres peculiares, extravagantes, como salidos de otros mundos, porque yo era muy curiosa y me encantaba oír hablar a las personas mayores, colarme dentro de sus universos. Pero sobre todo mi padre me guio por el camino de la lectura, que fomentó en mí otras sensibilidades, otra manera de percibir lo bello y lo terrible. Nuestra casa, nuestro mundo, estaba lleno de contrastes: éramos muy humildes, pero a la vez mi padre coleccionaba objetos antiguos, algunos de un valor incalculable. Había lámparas antiquísimas, una cama enorme de bronce, que casi llegaba al techo, al estilo de las camas de los nobles, toda labrada de ángeles; dibujos originales de Fidelio Ponce, esculturas africanas antiguas, objetos de oro macizo, libros incunables por los que hoy se pagaría una fortuna, la silla de un virrey… Era un mundo exótico, extraordinario para una niña que estaba recién despertando a la vida. ¿Te imaginas en una casa pequeña y pobre todos estos objetos que estaban de paso y que mi padre restauraba en ocasiones y luego vendía a precios de feria? ¿Te imaginas una casa pequeña llena de libros por todas partes? Mi infancia fue extraordinaria, creo que fui una niña bastante feliz hasta que el horror de la cárcel y el alcohol tocaron nuestra puerta y ya nada volvió a ser como antes.
¿Hay huellas de su obra en la tuya?
Te diría que las huellas de la tristeza, de la melancolía limpia y luminosa de un destino que durante 23 años fue un destino común; la nostalgia por lo que no pudo ser o por lo que pudo haber sido distinto. Mi padre era un genio. He leído poca poesía con esa intensidad, y puedo preciarme de haber leído muchísima poesía. Mis versos están muy ligados a mis raíces, a mi infancia, en la que mi papá jugó un rol central. A mi adolescencia solitaria donde los roles empezaron a cambiar y donde no logré entender muy bien de qué iba mi vida, ni el por qué mi papá no lograba vencer el alcoholismo que lo iba desgastando y matando de a poco. Fue un proceso doloroso, de aceptación, de perdón. Fue terrible verlo internado en hospitales psiquiátricos (me consta que él intentó luchar contra su enfermedad), donde le daban electroshocks y de donde salía aún más triste. La única salida a toda esa amalgama de sentimientos y de circunstancias, para mí, fue la poesía, esa que siempre estuvo dentro de mí y que no mostré al mundo sino algunos años después de la muerte de mi padre. En mi caso, ser poeta es, además de mi necesidad, también mi pretexto para intentar, desde una posición más cómoda, promover, publicar, dar a conocer al mundo la poesía extraordinaria de Luis Marimón. Siento que es mi deber inmenso hacer todo lo que esté en mis manos por lograr ese empeño. Por eso agradezco a todos los buenos amigos que me han ayudado, desde aquellos que han tecleado sus manuscritos como a aquellos que han propiciado sus publicaciones o han escrito sobre su obra, tanto en Cuba como en el extranjero.
Seguramente eres la persona que más conoce su poesía. ¿Cómo lo sitúas dentro de su generación? ¿Es tu empeño por divulgar su obra una deuda de cariño o un acto de justicia crítica?
Ambas cosas. Soy la guardiana de toda su obra, lo cual me llena de orgullo y también de una enorme responsabilidad. Es arduo ser la hija de un poeta inmenso muerto a destiempo, un poeta que tanto dijo y al que tanto le quedaba por decir. El pequeño estante donde guardo todos sus manuscritos es para mí como un altar. Ahora mismo estoy lejos de sus libros, y no puedo releerlos, que es lo que siempre he hecho durante todos estos años, volver a sus originales, a sus apuntes, a su caligrafía temblorosa, a los dibujos que hacía en los bordes de las hojas, sonreír viendo los pedazos de papel cebolla que faltan de sus libros y que fueron arrancando para liar cigarrillos, sabrá dios de qué hierbas o picaduras, en tiempos de escasez. Es un acto entrañable releer la poesía de mi papá. Allí en Matanzas está mi alma, y también su alma revoloteando sobre nuestros árboles y sobre nuestro manantial de aguas cristalinas. Releerlo es volver a vivir esa infancia linda y misteriosa que mi padre me regaló; es curioso, pero hurgar entre sus cosas me devuelve a la infancia y no a la adolescencia, y eso me encanta.
La actividad literaria de mi padre se desarrolló desde la década del 70 hasta mediados de los 90, cuando fallece. Encuentro cierta cercanía entre la poética de mi padre y las de Raúl Hernández Novás y Ángel Escobar. Las tres tienen puntos en común, especialmente por la intensidad, la pulsión por lo trágico, lo terrible, la autenticidad y la tentativa por desentrañar el horror, el delirio, y vincularlos con la belleza, que en sus poemas alcanzan dimensiones extraordinarias. Tal vez alguien pueda dedicarse algún día a estudiar los paralelismos entre sus poéticas.
¿Has podido reconstruir los últimos días de su vida, la circunstancia de su muerte?
No. Murió en Las Vegas, a finales de septiembre de 1995, a un año de haber salido de Cuba. Todo lo referente a su muerte es un misterio y, de cierta forma, prefiero que sea así. Dicen que falleció por una sobredosis de alcohol, que tuvo un infarto en la barra de un hotel mientras bebía tequila, pero no estoy segura de nada de eso. También dijeron que había sido incinerado por sanitarios públicos y resulta que no fue así. Durante años no creí que mi padre hubiese muerto. Pensé que era todo una broma de mal gusto o un malentendido. Creí que solo había querido desaparecer, esconderse por algún tiempo. Puede parecerte extraño, medio loco, pero eso es lo que sentí y estaba casi segura de que era así y que algún día tocaría a la puerta de nuestra casa como si nada. Su prima hermana, la doctora Virginia Tápanes, que vive en Los Ángeles, EEUU, a petición mía se trasladó hasta Las Vegas junto a su esposo Paul, e hicieron una investigación exhaustiva durante quince días para saber qué había pasado con mi papá después de su muerte. Hace solo tres años (gracias a ellos) tuve la certeza de que está enterrado en un cementerio de Las Vegas, en un jardín precioso, pero que aún no tiene una lápida o algún señalamiento de que sus restos descansan allí. Espero poder ocuparme algún día de esto. Quiero ir a llevarle flores, colocar una modesta lápida con alguno de sus versos y estar varias horas en soledad, hablándole, dándole las gracias y pidiéndole perdón. Decirle que he tratado de actuar lo mejor posible, que he intentado ser fuerte, y que lo he sido, incluso más de lo que yo misma esperé ser. Que puede estar tranquilo porque he resguardado bien sus libros, a mi madre, que he honrado su memoria y que espero verlo en algún sitio de la eternidad.
Tres poemas de Luis Marimón:
Miriam
En los páramos donde alguna vez florecieron Babilonia,
Nínive y Nipur,
los arqueólogos han desenterrado tablillas de barro
cocidas por el sol de aquel tiempo,
inscripciones que los eruditos han traducido
resultando en muchos casos ser juramentos
y cartas de amor…
Yo quería decirte, Miriam,
que el nombre de esta ciudad es sangriento,
que ninguna ha tenido un nombre más perverso.
Es posible, cuando hayan pasado cien
o hasta un número incontable de años,
de esto que hoy ves
no quede otra cosa que algunas estatuas,
escombros,
ratas que se adaptarán a la destrucción
y comerán arena.
Pero esta noche es bella y pasan muchas gentes.
Déjalas continuar su camino.
Esos rostros nunca se volverán
a este animal extraño que corre
y llama por sus nombres a los desconocidos.
Tú también partirás
y no veré ya más tus ojos de asustada bestezuela.
Quien piensa que el futuro
no está muerto.
Cuando hayan transcurrido mil o un millón de años
es posible que vuelvas
y es posible también
solo encuentres esa niebla misteriosa y azul
que sube todas las madrugadas desde el mar
y cubre las casas y los toros.
Busca bien y no olvides
que tú fuiste mi río,
mi río amado al que me lanzaba desnudo
sin importarme la vida ni la muerte.
Busca bajo los antiguos ladrillos
en las hojas de hierba
entre las escamas de los reptiles,
que en algún lugar yo habré dejado para ti
para ti sola
una carta
de amor…
(De La decisión de Ulises)
Animales pudriéndose en la orilla del Yumurí
En la mojada tarde los cangrejos irrumpen
entre el fango sangroso de la orilla del río.
Otros animales son como diosecillos
que se pudren silenciosamente al viento.
A un hombre le aterraban los espacios infinitos;
a mí la vida y este mínimo sendero
que va de mi casa a la cervecera
y de La Marina hasta el puente.
Pero yo sólo creo en el amor
y en esas breves espinas
y en los peces que se prolongan en sus márgenes
con sus vientres hinchados. Verdes moscas metálicas (cantáridas)
y negras. En las profetisas revoloteando y en un insecto
traslúcido que guía mis pasos a contrasombra.
Brota la vida de sus humildes cuevas
y me saludan.
Me agrada ser el que se borra sin creer en nada.
El universo es este caminito,
el que me fortifica y me amplía
el que me aparta de los hombres malos
el que me justifica ante esos perros, esos gallos,
esos corderos que se inflaman y dejan que brote el sol
de sus entrañas,
esos hermanos míos que se marchan…
fieles, quejumbrosos y únicos compañeros en esta travesía.
Y yo no creo en Dios, pero de toda esta podredumbre
renacerá la vida…
(DeLa decisión de Ulises)
III
Quiero dejar constancia, por si acaso me muero,
de este sabor amargo que a mi lengua devora,
de las textuales crucifixiones del tiempo en el que habito
como una miserable salamandra de fuego.
Un breve animalito que corre por un sueño,
un venado en la sangre pastando en el vacío.
Por si no sobrevivo, dejo
la humana muerte como una oscura bofetada,
los cuchillos que el tiempo
engendró en mi memoria y mi carne,
los perennes clavos que me cruzan las manos.
Sé que el tiempo borrará todo esto
y el temblor de mi pecho gastará una memoria
que delata en la noche mis vagos ademanes,
(Sólo he sido valiente con mis pensamientos.)
extrañas teorías, mordiscos de estos perros
que lamen mis estigmas,
esas desgarraduras que esperan realizarse,
los sucesivos envejecimientos, las trampas y guaridas:
erratas de mi vida.
Quiero dejar escrito, por si no sobrevivo,
de este miedo insaciable, mis insatisfacciones.
De esas cosas que siempre, por lejanas, se pierden.
Con mis pasos de enano por la tierra de nadie
me he bañado en un río que parió la leyenda
buscando la juventud que nunca tuve
(Yo nací arrugado.)
y han gritado: ¡Una rana,
una rana gigante ha caído en las redes!
Yo no soy de esa raza vana de Adonis,
pero estas sucesivas burlas y mezquindades
me han hecho doloroso y sagaz. Envenenado.
En mis desahogos penetro en la cocina
y estrangulo las gallinas,
degüello a los carneros, y su sangre lustral
limpia y opaca un tanto el odio.
Hay en mi almita una carnicería que no puedo evitar.
De todas estas cosas quiero dejar constancia,
como si fuera mi testamento.
Para cuando sea un nómada del aire venturoso y no pueda
detener, por esa lápida que todo lo perdona,
mi planta fatigada.
(De Memorias del bufón)