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Quiero la tierra amarilla,
musulmana o española,
donde rompió su corola
la poca flor de mi vida.
José Martí
En 2024 el centro cultural Casa Vitier García Marruz de La Habana Vieja y el Instituto Cervantes de Madrid coeditaron el libro La tierra amarilla, de Fina García Marruz. Este contiene una abundante representación de los textos de Fina de inspiración explícitamente española, o dedicados a autores españoles de diversas épocas, todo ello encabezado por un prólogo espléndido de Gustavo Pita Céspedes.
Poemas y ensayos van alternando a lo largo de La tierra amarilla, a la manera de aquellas “páginas escogidas” que solía publicar nuestra Casa de las Américas. Esa yuxtaposición de versos y prosas dentro de un mismo libro es (o era) algo muy frecuente en Cuba. Los editores españoles, sin embargo, por un momento no supieron qué hacer con aquella hibridación. Decidieron finalmente insertar La tierra amarilla en una colección llamada “Los galeotes”, reservada, según entendimos, para los textos o autores de difícil clasificación. La decisión nos pareció acertada, y el libro, de unas trescientas cincuenta páginas, quedó hermoso.
Esta es la primera vez que se presentan de esta forma los textos de Fina, entremezclada la prosa con los versos; y lo hemos hecho así con plena conciencia: para intentar imbuir al lector del efecto que provoca la totalidad de la obra de Fina, el hechizo que nos estremece siempre, al margen de la cortedad o extensión de los renglones. Pues todo en esta autora es, simultáneamente, “música y razón”.
Limitaciones lógicas de espacio impidieron la inclusión de trabajos tan significativos como “María Zambrano: entre el alba y la aurora”, el prólogo al libro Cervantes: el soldado que nos enseñó a hablar, aquel volumen que Fina dedicó entero a Francisco de Quevedo, y otros más. El puñado de tesoros incluidos, no obstante, basta para embriagarnos con la entrañable y deslumbrante mirada de Fina García Marruz.

Especial gratitud nos inspira la introducción que hace al libro Gustavo Pita Céspedes. En tono sumamente atinado y esclarecedor, observa a Fina como filósofa, e ilumina los adelantos de la inteligencia poética origenista en el marco del devenir del pensamiento cubano.
Para completar esta invitación a la lectura, nada mejor que el aroma de algunos momentos preferidos. Vamos a elegir tan sólo tres. Un pasaje de versos largos que están como en el umbral de la prosa, luego un fragmento de ensayo, y finalmente, un poema breve.
Como primer ejemplo de los textos contenidos en La tierra amarilla escogemos este pasaje del poema “Teresa y Teresita”, dedicado a las santas de Ávila y Lisieux. Es un texto al que ya nos hemos referido en un artículo anterior, por parecernos muy revelador del pensamiento de Fina. Valdría la pena ofrecer el poema completo, pero excedería el espacio de esta columna. Permítasenos citarlo con alguna extensión, y sin ningún comentario al margen:
La santidad como precepto desnuda nuestra traición indecible, nuestra admiración a los santos, como la más sutil artimaña del Diablo.
Su alta perfección desanima nuestro débil coraje, aunque algo consuela que podamos ser, por una vez, tan sinceramente modestos:
“Nuestras alas son débiles para tal vuelo, ¡excusadnos!”.
Pero la pequeña niña arguye con la sutileza de un teólogo: no es la altura ni la dificultad del vuelo lo que te será notado, sino como dijera el santo Juan de la Cruz “el aire de tu vuelo”, lo que levanta, aún corto, una brisa de amor.
He aquí que no hay excusa. Desanímate si tienes altos méritos propios y no caes como los niños que se echan en los brazos del padre.
Ejercítate en actos pequeños de virtud que irán fortaleciendo tu flaqueza, porque nadie puede intentar de golpe lo más alto y difícil, aunque no es lo difícil lo que importa, no le es difícil aromar al naranjo, verdear a la esmeralda.
Si doblo con cuidado una capa, alguien no se distrae en los Oficios.
Si camino de la casa al jardín sin cuidarme de mi invalidez, no desfallecerá el misionero en Alaska.
Si sonrío a la que me odia puedo curar la lengua de un leproso.
No tengo un céntimo ¡qué porvenir! Nadie agradece ¡qué bienaventuranza!
Si soy desconocida y despreciada creo temblar de dicha; el santo no oyó mi oración y por eso lo amo ahora mucho más.
Las ruedas del coche nocturno paran en seco ante ese abismo: he ahí la causalidad ignorada por los sabios, la ley, la audacia, el vuelo de amor.
Vaya, como segundo ejemplo, un fragmento del ensayo “Elogio de Ramón”, dedicado al grande Ramón Gómez de la Serna. Aunque hoy no es muy leído fuera de España, este autor lleno de encanto, intuición y simpatía, gozó en vida de gran popularidad a ambos lados del Atlántico. Esa popularidad es lo que da pie a la siguiente reflexión de Fina:
Hay el equívoco Dante, como hay el equívoco Martí. En uno puede ser la grandeza que no atrae, en el otro su condición de celebridad nacional admitida a cuya admiración no quiere el vano sumarse para distinguirse. Siempre que nos topamos con el gran escritor, con la gran obra conocida, tenemos la angustiosa sensación de la soledad en que se encuentra, la sensación, en fin, de tener que romper un enorme equívoco.
La popularidad, que trivializa al mediocre, da al verdaderamente grande su prueba de fuego. Se encuentra de pronto expuesto, sin ninguna de las ventajas del estar a la sombra, en ese segundo plano en que todos podemos sentirnos tan avisados e inteligentes. Ser citado por pedantes, recitado por niños, sabido de memoria por esa admiración que no da nunca en el blanco, es prueba que puede soportar un Cervantes, un José Martí. Nadie menor.
Por conocido que sea un escritor siempre será su descubrimiento un descubrimiento solitario, como el del amor. Pero sólo los mayores tienen la fuerza de ofrecer un equívoco en que todos pueden coincidir, admirar o negar, sólo los mayores carecen de esa penumbra inteligente que los defiende y quedan, con todo candor, expuestos a un cierto desprecio y completamente a la intemperie.
Y como tercer y último ejemplo, presentamos este breve poema, dedicado a Juan Ramón Jiménez, supremo poeta español que ejerció un influjo decisivo en la vida y la obra de Fina García Marruz.
A Juan Ramón, en su muerte
Miré tus nubes —eran
nubes violetas, granas—
no sé si por tus cielos o los míos
vi que pasaban.
¡Tarde, Mayo, lluvia!
Su rey buscaban.
El trueno de los niños
daba en la almohada.
Pensé: parque de oro,
nubes, errancia,
amor. ¡Oh nubes!
Las maderas clavaban.
¡Oh dueño, oh mago, cómo
todo era tuyo!
Nada te enseñará la muerte
del misterio del alba.
¡Pero que ya no mire
tu ascua pálida
el chorro apasionado,
vivo del agua!
¡Pero que ya no inclines,
pensativo, la cara,
al terrón de los vivos,
con la hoja dorada!