…con la ayuda del lento diccionario.
J. L. Borges
Por el gremio de los traductores circula un crudo adagio según el cual las traducciones hermosas suelen ser infieles, y las fieles suelen ser feas. Esto me escandalizó la primera vez que lo escuché, y también me hizo gracia. La frase, a no dudarlo, tiene su “almendra”. Mejor dicho, contiene una gota de verdad diluida en una taza de exageración.
Obviamente existen traducciones hermosas y fieles. Pero cuando la hermosura o la fidelidad son pregonadas a los cuatro vientos suele ser para disimular su descontento, o porque no hay otra cosa de qué presumir. Pues la virtud, en términos generales, es discreta, permanece absorta en la misma placidez que la origina. Resulta reveladora la cercanía semántica de los vocablos contento y contenido. Tiende a ser modelo de contención lo que halla en sí mismo su contentamiento.
No estaba en mis planes ser traductor profesional, mas las circunstancias permitieron que llegara a serlo. Miro los libros que he traducido a lo largo de veinte años y veo que ocupan en mis estantes el mismo espacio que una enciclopedia de treinta volúmenes. Las reflexiones o vivencias que aquí comparto proceden de esa praxis, no del estudio de la teoría de la traducción, que es materia que desconozco.
Tal vez el tema de la traducción literaria resulte de entrada un tanto “especializado”, pero confío en que esa barrera se desdibujará si logro mostrar cuánto me apasiona en realidad este asunto. Dicen que el corazón al corazón habla (cor ad cor loquitur). No habrá, por tanto, terreno más firme que hablar de lo que nos apasiona, ni derecho más pleno.
Hay una escuela de pensamiento que afirma que el texto traducido nunca puede igualar, y mucho menos superar, al original. Y hay otra que propone que el texto original se enriquece a lo largo del tiempo con sus traducciones sucesivas. Ambas generalizaciones son ciertas en alguna medida, pero ambas tienen un puñado de conspicuas excepciones en las que, gustosamente, nos detendremos.
Decía Martí que “traducir es transpensar”. Yo creo estar enteramente de acuerdo con esa sentencia. Si entiendo bien, ello implica que el traductor sea capaz de pensar las mismas cosas que el autor, pero en la lengua de destino. Para que eso ocurra se requiere un espíritu afín. Este no crece en los árboles ni se consigue en la tienda o en la universidad; sencillamente se tiene o, como diría San Juan de la Cruz, “se alcanza por ventura”. En mi opinión, tener un espíritu afín es el único requisito indispensable para traducir una obra literaria con la menor pérdida posible.
Las mejores traducciones que conozco de John Keats y Elizabeth Barrett Browning al español, son de la autoría de Fina García Marruz. Ella las hizo como divertimento, como forma de aprendizaje, sin pensar nunca en publicarlas y sin conocer del todo la lengua de partida. Tal vez sorprenda a algunos el hecho de que se pueda traducir perfectamente sin conocer bien el idioma de partida, pero les aseguro que es un hecho real. La explicación radica en esa afinidad de la que hablo. Es esta la que permite a la reverente traductora hacer suyas las palabras que Keats pone en boca de un zorzal:
Oh no te inquietes por el conocimiento.
Ninguno tengo yo. Y sin embargo la tarde me escucha.
En el velado Parnaso de los traductores, brilla de modo incomparable el nombre del castellano Ángel Crespo. A él debemos los hispanohablantes la traducción del Cancionero de Patrarca, El libro del desasosiego de Pessoa, La Comedia de Dante, y Gran Sertón: Veredas, obra cumbre del inmensurable Guimaraes Rosa. Las traducciones de Crespo consiguen invariablemente remontar a la par que los originales, y no quedar nunca por detrás de ellos, sea cual fuere la altura (o el aire) de su vuelo.
En los años 90 tuve ocasión de conocer, en casa de Cintio y Fina, al poeta y filósofo español José María Valverde, traductor español del Ulises de Joyce (además de todo Rilke, todo Melville, y todo Shakespeare, entre otras bagatelas). La tarea de trasvasar a otro idioma una obra como el Ulises es tan de agradecer, tan necesaria, y al mismo tiempo tan insensatamente imposible, que uno no puede menos que querer a quienes se la echan a la espalda, y padecer un poco con ellos, recordando el juicio de Martí sobre los impresionistas: “Quieren pintar como el sol pinta, y caen. Pero es digno del sol quien intenta alcanzarlo”.
Otra novela de Joyce, sin embargo, Retrato del artista adolescente, traducida por el poeta Dámaso Alonso, constituye uno de esos raros ejemplos de traducción perfecta, que vienen a desmentir que lo imposible lo es en toda circunstancia. En verdad no se sabe en este caso quién supera a quién, si el original a la versión española o viceversa. Vayan como botón de muestra los tres primeros versos de la villanela que compone el protagonista tras un encuentro erótico trastornador:
Are you not weary of ardent ways,
Lure of the fallen seraphim?
Tell no more of enchanted days.
“¿No estás cansada de ese ardiente afán, / tú, de ángeles caídos seducción? / No me evoques encantos que se van”.
La traducción literaria se parece mucho a la pintura del natural, o a la pintura a partir de una fotografía. En ambos casos hay campo suficiente para la creatividad y la expresión personal, lo cual puede no resultar obvio para quienes no hayan incursionado personalmente en la pintura o la traducción. Como dijera Salvador Dalí: “Si un tonto copia una foto le sale una tontería. Pero si Velázquez copia una foto le sale un Velázquez”. La clave está, por supuesto, en que el artista no emplea sus referentes visuales sin otro preliminar, sino que antes se los apropia, los hace suyos o, en otras palabras, se deja inspirar por ellos. Eso mismo le pasa al traductor. Si Martí traduce a Victor Hugo, el resultado es un Martí. Igual ocurre si Baudelaire o Mallarmé traducen a Poe. Así sucederá siempre con el pintor y el traductor dejados a su aire. El misterio gozoso de la afinidad sobrevuela y bendice sus empeños.
Entre los ilustres traductores que he podido conocer en persona, el que más me ha influido es el poeta Eliseo Diego. Sin conocer el ruso, pero con la ayuda de su amiga Verónica Spásskaya, Eliseo obtuvo en 1976 el premio Máximo Gorki por sus versiones de poetas rusos al español. Asimismo, sin saber húngaro, tradujo al poeta Sándor Petofi (exquisitamente, añadiré desde mi ignorancia), y escribió un revelador ensayo sobre esta experiencia. La mayoría de sus traducciones del inglés las reunió en el libro Conversación con los difuntos. En el prólogo de este delicioso volumen, Eliseo esboza una poética de la traducción literaria, donde subraya la importancia de preservar ante todo el “aroma” del texto original. Llama amigos suyos a Yeats, Marvell, Kipling, Walter de la Mare, Langston Hughes, entre otros, y no es una pose, ni una exageración. Quienes lo conocieron saben cuán real, cuán profunda, era su afinidad con esos escritores difuntos, y a veces muy lejanos en el tiempo. La prueba de esta afinidad, si hiciera falta, es que las traducciones que de ellos hizo son incomparables.
En las traducciones de Fina se aprecia un enfoque original. A diferencia de Eliseo, Fina no busca reproducir en español la perfección del poema original, sino sobre todo potenciar su sugestión. Para ello se vale, paradójicamente, de la literalidad, y de una deliberada torpeza que deja entrever que todo aquello proviene de una lengua desconocida. Tal método —si podemos llamarlo así— le sirvió a Fina para abordar textos a primera vista intraducibles, llegando a donde pocos llegan, a pura sensibilidad, “con la fuerza mayor de lo indirecto”.
Decía Lezama que sólo lo difícil es estimulante. Mas cuando un texto en otro idioma se deja traducir al nuestro sin esfuerzo, eso también es estimulante, o por lo menos muy satisfactorio y relajante. “No es lo difícil lo que importa”, apunta Fina, “No le es difícil aromar al naranjo, ni verdear a la esmeralda”.
Acaso el hecho artístico contenido en un texto se consuma, como en ninguna otra parte, en la mirada de su buen traductor. Nuestros ojos, demasiado rápidos, normalmente no consiguen atender de forma plena a lo que miran. De ahí que cualquier instante de detención nos depare sorpresas. Es por ello que la traducción, fácil, difícil o imposible, ofrece una oportunidad dorada para ejercitar “el acto de atender en toda su pureza”, lo cual, por otra parte, es una de las definiciones de poesía que nos dejó Eliseo Diego.
A modo de conclusión, quisiera comentar un segundo adagio: “Los escritores crean la literatura nacional y los traductores la literatura universal”. Por más que sea una frase resabida, y enteramente cierta, no ha logrado evitar que el trabajo del traductor literario siga estando muy subvalorado. En Cuba durante años se llegó al extremo de omitir el nombre del traductor en los créditos de los libros. Eso fue sobre todo en los tiempos en que solían obviarse los derechos de autor dado que la actividad editorial era subsidiada por el Estado, como lo sigue siendo, y el libro no era propiamente una mercancía en las librerías nacionales, como tampoco lo es hoy. El hecho es que todos los méritos del texto traducido suelen atribuirse a su autor, vivo o muerto. Dado que el público general ignora que “traducir es transpensar”, no sospechan hasta qué punto el traductor ha contribuido a la perduración (en ellos) de la obra bienamada.
Para rematar, la traducción literaria se paga regular tirando a mal, si se tiene en cuenta el tiempo que toma; al menos esa ha sido mi experiencia fuera de Cuba. (Desde hace décadas en las editoriales cubanas la figura del traductor es inexistente). También veo mal remuneradas la ilustración, la escritura misma, y en general los oficios relacionados con la publicación de libros y revistas literarias. Por fortuna, si miramos más allá de la cuestión material, otras consideraciones hacen que la traducción, como cualquier arte, valga mucho la pena.
Más difícil que editar, y en general más fácil que escribir, traducir por placer es sin duda terapéutico. Muchas son las obras maestras que aguardan por su versión “definitiva” en nuestro idioma. Interminable es la dicha que se puede compartir, la energía recibida que se ha de devolver. Y enorme el deseo de que la conversación no se interrumpa, por más que estén difuntos los amigos.