“Dondequiera es lo mismo”

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

A través de los cristales yo trataba de ver si había tubos de media pulgada. La señora se paró junto a mí, intentó abrir la puerta de la ferretería, cerrada con llave, comprobó que no había nadie. “Dondequiera es lo mismo”, dijo. Eran poco más de las 11, era sábado, estábamos los dos en el pequeño complejo de tiendas Panamericanas ubicado junto al cine de Cojímar. “Comprar aquí es un horror”, dijo. “¿Aquí aquí, o aquí en general?”, le pregunté. Por la forma azorada en que me miró era evidente que hasta ese minuto hablaba con ella misma. “Ay, perdone, no me haga caso, que yo estoy loca”, y se fue.

Poco antes, fui a entrar en la tienda de productos alimenticios de La Palma, en la Villa Panamericana. Dentro una persona pagaba. La puerta, con llave. Cuando por fin la empleada vino a abrir, ante el reclamo de alguno de los que ingresó dijo que lo hacía porque estaba sola. Me pareció razonable que limitara el acceso de compradores, pero al mismo tiempo era insólito que ese día, a esa hora, no hubiese otro empleado. Vuelvo a Cojímar: una vez que la señora atribulada siguió su camino, encontré otra cola (la misma cola infinita) en donde venden alimentos y bebidas. La cajera dejaba pasar tres clientes cada vez. A su alrededor, otros cuatro empleados perdían el tiempo. Uno bebía un refresco; otra, almorzaba; dos más estaban “viendo la vida pasar”. Nosotros, afuera, bajo el sol de agosto.

Comprar en Cuba es un horror, quise decirle a la señora que monologaba frente a los cristales. Y si me dedicara a enumerar los obstáculos, el primero siempre es entrar. El nuestro debe ser el único país del mundo en que los empleados de los establecimientos comerciales prefieren que los clientes permanezcan en el exterior de las tiendas, y si no acuden a ellas, mejor. Es comprensible que necesiten cuidarse de los rateros, que nunca faltan, pero, en mi experiencia, en ningún otro lugar esa precaución supone maltrato (obligar a hacer colas siempre es maltratar).

Después de superada esa barrera, lo siguiente es el desabastecimiento. Vitrinas, estantes, muebles que exhiben hasta la fatiga un mismo producto (que casi nunca es el que uno necesita). Siempre me curo en salud y aclaro que de economía sé poco, o nada. Por eso no alcanzo a comprender por qué, si algo se vende bien, luego desaparece del mercado, si la esencia del mercado es recaudar dinero. O por qué, en cambio, se ofrecen exquisiteces que apenas serán compradas. Desde hace varios meses, en el grócery de la Villa Panamericana se anuncia “solomillo de avestruz”. Pero no hay pollo. O es ilusorio suponer que en cualquier cafetería pueda comprarse agua, y menos tener la esperanza de que esté fría.

El tercer obstáculo es el maltrato que se recibe por parte de los empleados, lo que cada vez se generaliza más. No sé cuánto les abruma la burocracia, pero la imagen de cajeras y cajeros revisando o llenando papeles mientras la cola crece frente a ellos se me ha hecho común.

En la Casa del Tabaco, en Varadero, vi cómo una empleada pasó por encima del mostrador una escalera para que una cliente se encaramara en ella y tomara pañales desechables para adultos que estaban en estantes altísimos.

En ocasiones, han sido abastecidas de uno o dos productos cuyas cajas o embalajes ocupan todo el espacio, y la tienda, durante días, se convierte en almacén. Lo feo, lo incómodo, se instala en un lugar que prescinde por completo de uno de sus deberes: ser agradable a quien lo visita.

Todo lo anterior palidece ante el más artero de los obstáculos. Se ha hecho tan habitual, que ya el lenguaje popular tiene una palabra para designarlo: las multas. Salvo productos estables o populares, como la cerveza, es muy difícil estar seguro de que se paga lo que realmente vale algo. Yo mismo, en San Antonio de los Baños, compré una pieza para filtro de agua que después vi en Alamar casi en la mitad de lo que me había costado. Y no es extraño ver en tiendas cercanas, o incluso en departamentos de un mismo mercado, que un producto tiene distintos valores. Alterar precios no es obra de una sola persona.

Puede, debe haber soluciones administrativas para todo cuanto vengo enumerando. Las cadenas de tiendas tendrían que ser las primeras responsables de eliminar la ineficiencia, de crear la cultura del servicio del que carecemos, sobre todo en el sector estatal. Porque las víctimas estamos a ambos lados. Los empleados pueden soportar temperaturas infrahumanas porque no hay aire acondicionado, o carecen de otras condiciones elementales para permanecer no sé cuántas horas de pie. Para los demás, los elevadísimos precios que pagamos tendrían que ser compensados, al menos, con una atención tan valiosa como los pesos, de cualquier tipo, con que pagamos.

La sistemática, persistente escasez en que hemos vivido durante décadas ha empoderado a todo aquel que tiene algo material que ofrecer, y ese desequilibrio entre la oferta y la demanda, lejos de atenuarse, se hace cada día mayor.

Más allá de esas soluciones que tratan de aplicarse con inspectores, teléfonos para dar quejas, papeles y más papeles, a mi juicio lo realmente nocivo es que se ha creado un juego de nosotros contra nosotros mismos, como escuché decir a un señor que, para variar, era mal atendido en otra tienda. Lo que expresan estas acciones (que comienzan, en otro orden, por el desabastecimiento) es el menosprecio que unos ejercemos contra los demás.

En ese deterioro de valores de que tanto se habla y contra el que, al parecer, ya nadie puede, coloco en primer lugar la exacerbación del egoísmo y el retroceso de la solidaridad. Ver, en la calle, entre desconocidos, gestos solidarios se ha ido convirtiendo, progresivamente, en excepción.

Para los debates actuales sobre cómo prolongar el socialismo en Cuba es imprescindible comprender qué ha sucedido en la sensibilidad, en las necesidades cotidianas, en los agobios que provoca la sobrevivencia. El socialismo implica equidad, soberanía, justicia social, pero primero que todo humanismo. La filosofía popular sostenida por frases como “sálvese el que pueda” o “que cada quien resuelva como pueda” no la ha generado entre nosotros el capitalismo. Son el resultado de las deformaciones de este modelo de socialismo que se adoptó, de perpetuas carencias materiales, y de la falta de expectativas para un futuro inmediato más próspero y amable.

No basta con que una sociedad se autoproclame socialista. El humanismo es una construcción cotidiana y de todos, y sin él poco importan los rótulos.

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