La Habana en estos días parece estar de carnavales. Sin carrozas (afortunadamente, las pobres), sin pipas de cerveza, sin bailables ni comparsas. La gente se ha volcado al Malecón, del Torreón de San Lázaro a La Punta, para admirar, interactuar, disfrutar de esas piezas, a veces extrañas, otras tan comunes como una playa, que se han instalado sobre ambas aceras por obra y gracia de la 12ma Bienal de La Habana. También, por supuesto, se preguntarán por algo que los especialistas llamarían “el significado”. ¿Qué nos quieren decir esos sillones enlazados en los que es imposible balancearse?, por ejemplo. O, ¿una pista de hielo y tumbonas bajo el sol son obras de arte?
Para quienes llegan a La Cabaña (que no son pocos), las preguntas sobre esos significados supongo que serán más acuciantes, más inevitables. En las bóvedas y espacios abiertos de la fortaleza se despliega Zona Franca, la mega exposición colateral de la Bienal, dedicada al arte cubano contemporáneo, y aunque el visitante decida observar con detenimiento cada pieza, buscar nombres, pensar en los procesos que va cumpliendo la trayectoria de este o aquel artista, su mirada termina fundiéndose en un rumor coral, ayudado, sin dudas, por la curaduría.
Si desde hace algunos años las reafirmaciones o los cuestionamientos en torno a la identidad y a lo nacional parecían agotados, o en vías de agotarse, aquí reviven con una fuerza que ya no le suponíamos. Se pueden leer, quizás en menor medida que en otros momentos, en las indagaciones en torno al cuerpo y sus límites: la persona y sus relaciones con los contextos que habita, con sus semejantes y consigo misma. Están, por fortuna, los rostros de la gente común: aquellos que una vez, hace muchos años, parecían no tener voz y ahora gritan desde un lienzo “No oigo”, “No hablo”, “No veo”, porque están en riesgo de convertirse en los nuevos olvidados.
También la identidad se reafirma en algunos de los rituales que nos distinguen como cultura, no importa la procedencia de esos ritos: calderos, firmas abakuá, la virgen de la Caridad del Cobre siempre omnipresente. Todo mezclado, sin jerarquías, como debe ser.
Pero esas indagaciones en torno a la identidad y a la nación están, sobre todo, en las cartografías, en los referentes geográficos. Cuando daba la impresión de que aquel verso de Piñera había sido explorado hasta la saciedad, las paredes de La Cabaña se llenan de islas y de agua. Islas que dialogan con otros territorios, que se deforman, que se reafirman, espacios o edificios que toman los atributos del cuerpo humano y son extirpados de raíz o se yerguen como penes. Islas o barcos o aviones de papel que se escapan, se van la deriva, navegan al pairo quién sabe hacia qué rumbos desconocidos. Y naufragan: en algunas paredes el visitante puede encontrar decenas, cientos de rostros anónimos hundidos en el mar, entre anémonas y tiburones, o el propio visitante puede vagar entre las sombras de un bosque, como también sumergirse en la viscosidad de un mar que cruje como cristales quebrados.
Junto a la imagen de la isla, de esta Isla, otra presencia persistente en Zona Franca en la de las banderas. La cubana, por supuesto. Y la estadounidense. La primera, casi siempre sola, de muchas maneras. La otra suele acompañar a la nuestra, ¿en diálogo, en armonía? El disparo de arrancada para muchas de las obras exhibidas en La Cabaña parece ser el 17 de diciembre. Más que celebrar una noticia que, se espera, cambie radicalmente a corto o mediano plazo la imagen de este país y la vida de quienes la habitamos, hay una mirada irónica, me atrevo a decir que desconfiada, antes que esperanzada, y que en ocasiones toca asuntos que vuelven también a cobrar nueva actualidad, como las tensiones en torno a la hegemonía, cultural y política, de Cuba (¿es la neocolonia el pasado que nos espera?, parecen preguntarse algunos juegos con iconos del meanstreem estadounidense, como también la recreación de personajes gansteriles en espacios emblemáticos de La Habana).
Doy un paso atrás: es el 17 de diciembre lo que permite leer Zona Franca como una enorme, dilatada reflexión tan coral como polifónica. Allí está el núcleo que articula este discurso expandido hacia el pasado y el futuro de Cuba.
Leídas como cronología, las frecuentes indagaciones sobre la historia remota o reciente del país formulan, una vez más, algunas de las preguntas más recurrentes surgidas de los desasosiegos de los cubanos desde inicios de los 90: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? O dicho de otra forma: ¿esta historia pudo ser escrita de manera distinta? ¿Pudimos, todos, escribirla de manera distinta? ¿Tuvimos, hemos tenido, espacios, opciones?
En un video la multitud alza banderas en la Plaza: hay júbilo, confianza, esperanza en algo que ya no sabríamos definir muy bien. En otro video paralelo, la Plaza es barrida, las banderas, las pancartas, ahora son basura, objeto del trabajo de aquellos destinados a limpiar la ciudad. En otro, Columbia es tomada, los estudiantes se apropian de lo que antes fue cuartel y ahora ciudad escolar 26 de Julio; casi en paralelo (el video es ucrónico, la secuencia temporal se supone extradiegética) aparecen unos baños sucios, devastados, donde un albañil tumba azulejos a golpe de cincel y martillo, y un polvillo evanescente como ceniza cubre sus manos.
La Historia también puede leerse en páginas que marcan un recorrido emparentado con aquellos videos: un ejemplar de Revolución anuncia la nacionalización de las empresas extranjeras asentadas en Cuba y a su lado un ejemplar de Granma informa sobre los discursos del 17 de diciembre de 2015. Rectángulos negros sobre sendos muros establecen las jerarquías, según las dimensiones del área destinada a cada uno, de documentos programáticos (El capital, Mi lucha, La historia me absolverá) y de leyes de la Revolución Cubana (de la nacionalización a la muy reciente que acoge las inversiones extranjeras).
Así como la ambigüedad domina estas piezas que hablan del pasado, las que hablan del presente y, sobre todo, del futuro, se instalan en un territorio entre el dolor y el desconcierto: algo que debería terminar siendo una máscara ha quedado inconcluso, aguardando por la nueva apariencia con que deberá (¿tendrá?) que ocultar su rostro verdadero.
A veces también, porque no todo es homogéneo, el visitante puede dejarse ir en el deleite de cierta nueva belleza demasiado tersa, casi lista para integrarse a la promoción de un nuevo perfume, de un restaurante recién inaugurado. Más de una vez escuché decir, a la entrada o la salida de alguna de las bóvedas de La Cabaña, “Ven, vamos a ver este cuadro, que está bonito”. Y alguien que no parecía cubano se preocupaba porque junto al título de una pieza no estaba su precio.
En el contraste entre aquellas obras que insisten en el discurso y estas de esplendor complaciente se establece una bifurcación, un dilema: ¿las artes plásticas insistirán en ese diálogo inquietante, angustioso, con una realidad que todos necesitamos descifrar para reconstruir, o se deslizarán hacia la egolatría y el hedonismo? ¿Coexistirán ambas, como tal vez sea deseable o incluso necesario?
De momento, esta Zona Franca me recordó el espíritu con que finalizaron los años 80.
descubro hoy estos trabajos de Arturo Arango en Oncuba y me leí tres rápidamente…luego de la lectura me quedan rondando varios adjetivos en la cabeza: necesarios, lúcidos, geniales…