“Se va haciendo algo”

Parque Céspedes, Manzanillo. Foto: Lupe González Esturo.

Parque Céspedes, Manzanillo. Foto: Lupe González Esturo.

Hacía casi diez años que no regresaba a Manzanillo y esta vez preparé el viaje con todos los prejuicios posibles. Las noticias que me llegaron en este tiempo daban cuenta de una ciudad moribunda, diezmada por la migración de jóvenes que no encuentran en ella perspectivas promisorias para su futuro, y ganada por el abandono. Según datos tomados de los censos de población y vivienda, entre 1981 y 2002 la ciudad solo aumentó sus habitantes en 8,726, y en los siguientes diez años, en 500.

A partir de que la corona española aprobó el asentamiento de los primeros pobladores, la llamada Ciudad del Golfo tuvo una sostenida prosperidad amparada por las bondades de sus tierras y la seguridad que ofrece su ensenada (designada como puerto menor por Real Orden de 1794). A partir de 1959, su desarrollo tuvo un impulso notable: entre otras obras, poco a poco se asfaltaron calles y avenidas que no pasaban de ser terraplenes, se construyeron el malecón y la Ciudad Pesquera, y varias escuelas primarias y secundarias.

Pero más avanzado el siglo XX padeció dos acontecimientos que paralizaron o hicieron más lento su desarrollo. El primero fue la construcción de la carretera central, que enlazó las principales urbes del país y restó importancia a la navegación. Como Gibara o Sagua la Grande, Manzanillo quedó al margen de esa cinta estrecha y deficiente que, sin embargo, aún hoy sigue siendo imprescindible para comunicarse con cualquier punto situado más allá de Taguasco. Hoy mismo, no se le puede llamar carretera al tramo que llega hasta la costa del Guacanayabo.

El segundo de esos acontecimientos fue la división político-administrativa (DPA) de 1976, cuando Manzanillo se convirtió en un municipio más de la provincia Granma y dejó de ser la cabecera de una extensa región que incluía varios centrales azucareros, y abarcaba desde Veguitas, por el noreste, hasta Marea del Portillo, por el sureste. En un documentado ensayo de marzo de este año, el historiador Delio Orozco, hombre erudito y peleador, afirma:“Que Celia Sánchez hubiera nacido en Media Luna, crecido en Pilón y entrado en la historia de Cuba por Manzanillo, hizo posible que al momento de la DPA se tomaran una serie de medidas que aliviaron la pérdida de su independencia administrativa”. Orozco enumera importantes obras que “salvaron el territorio en aquel momento” (como el hospital “Celia Sánchez”, centros universitarios y fábricas), pero agrega de inmediato que a pesar de todo ello “el debilitamiento de sus estructuras, primero, la fragilidad de su economía después y, finalmente, el drenaje de sus recursos humanos le confiere una vulnerabilidad que ha ido quebrando su condición de ciudad”.

El último período esperanzador para los manzanilleros data de cuando Lázaro Expósito encabezó el Comité Provincial del Partido en la provincia.

Los empeños destinados a celebrar el aniversario 225 me hacen creer que las autoridades (no sé hasta qué niveles) están de acuerdo con las previsiones de Orozco. El rostro con que nos recibió Manzanillo da la imagen de un difícil equilibrio. El parque, emblemático, vital y útil, ha sido restaurado y exhibe hoy piso de granito. Los edificios que lo rodean, han sido pintados (aunque por dentro alguno esté al borde del derrumbe). Una nueva construcción se levanta donde se cayó el hotel Casablanca, y al Teatro Manzanillo se le hacen sucesivas reparaciones que ayudan a su conservación. Duele ver algunos palacios emblemáticos en ruinas, irrecuperables ya. Al director de Patrimonio Cultural, José Antonio Matilla, le sobran energía, carácter, conocimientos para la labor que encara. Carece, en cambio, de los recursos que necesita para enfrentar el deterioro acumulado.

El transporte público, mayoritariamente, está a cargo de espantosos carretones. Son imprescindibles, incluso eficientes, pero los caballos van sembrando de bosta y fetidez calles y avenidas. El boulevard peatonal de la calle Martí (terminado hace poco) es de las vías comerciales más desanimadas que he visto, pero durante estos festejos la gente desbordó el Malecón y la avenida Primero de Mayo, donde abundaron cervezas, comidas, productos industriales, y en las noches hubo bailables con orquestas de valía.

Si el visitante aguza el oído, escuchará que en cualquier conversación se hace el recuento de lo bebido y de lo por beber. Desde hace mucho tiempo, el ron (mejor que la cerveza, pese al calor aplastante) es la principal vía de escape de los manzanilleros. En la piscina del Hotel Guacanayabo me encontré con un amigo que estaba festejando allí el cumpleaños de su hijo menor: “Aquí no hay mucho más que hacer”, me dijo. Es paradójico que la ciudad desaproveche el mar, uno de sus grandes tesoros.

Casi todo el ron que se bebe es Pinilla refino. La botella cuesta sesenta pesos nacionales. En esta ocasión el ingeniero Wilfredo García concibió un ron especial, realmente delicioso, para el que se usaron, entre otros, alcoholes que llevaban veinte años añejándose. En la fábrica nos mostraron los antiquísimos barriles de roble blanco americano donde se envejecen los alcoholes. En la bodega, el calor era insoportable. A una pregunta nuestra, García explicó que lo ideal sería climatizar el espacio para controlar la estabilidad de la temperatura. “Pero eso cuesta muy caro”, lamentó. No es una gran bodega, y parece contradictorio que no se compren aires acondicionado para el lugar donde se define la calidad del ron.

En la línea de envase, llenaban las botellas por gravedad, porque la máquina está rota; los tapones plásticos los colocaban a mano y maceta, porque la máquina está rota; las botellas donde se guarda el refino son de diverso tipo, porque son las que llegan de materia prima, y casi nunca alcanzan, por lo que, terminadas las de cristal, se acude a cualquier otro recipiente: botellas plásticas (“Dame un pepino de Pinilla”, se diría), o de cerveza. “Se va haciendo algo”, dijo, como colofón, la persona que tuvo la gentileza de guiarnos. Hoy, además, la fábrica manzanillera, fundada a inicios del siglo XX, es un establecimiento de una empresa cuya matriz está en Bayamo.

“Aquí casi no hay empresas”, me dice otro amigo: “Todas están en Bayamo”. Y la que fue llamada Villa del Puerto Mayor perdió toda actividad comercial marítima.

En la interminable e irregular gala artística con que se esperó el aniversario, uno de los cantantes de la Original improvisó un verso que, junto a lo que oí en la fábrica de Pinilla, me dio claves para ubicarme en el momento en que vive la ciudad: “El pueblo de Manzanillo sigue vivo”. Ambas son expresiones de resistencia. No sé si estas celebraciones habrán sido un placebo o marcarán un renacimiento.

En Manzanillo, naturaleza, geografía, historia y cultura están integradas a la vida cotidiana de una manera auténtica, despojada de retórica, y de ahí proviene su singular identidad, atractiva y convincente. Antes de leer Espejo de paciencia, supe, por narraciones familiares, que en aquellas arenas un esclavo había cortado la cabeza a un pirata que osó raptar a un obispo. Y en el memorial de La Demajagua, César Martín, hasta hace poco director de ese museo, nos relató, como si hubiera participado en ellos, los avatares que precedieron al alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes hace casi ciento cincuenta años. En esa identidad está el corazón vivo, enérgico, que aún anima un cuerpo muy enfermo. Gracias a él, Manzanillo resiste y espera.

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