Muchas veces se guarda con celos un objeto como prueba terca de la capacidad humana ante una determinada circunstancia. No es que este o aquel artefacto, con fin utilitario o no, sea el amuleto que nos libra de malas situaciones; y tampoco será por cool que su pertenencia ofrece una condición especial. Puede ser nuestra tabla de salvación literalmente hablando, y además puede acabar siendo la argumentación última que nos sostiene.
He visto que sucede con los viejos autos, prolongación nostálgica de los tiempos que pasaron, al parecer siempre mejores que los actuales por mucho adelanto tecnológico y derechos ganados que tengamos… ¡cómo van las cosas! Conservar activo uno de esos, hechos con una lata que tal vez sólo en barcos se use en la actualidad, es un estado anímico, un sentimiento compartido por mucha gente alrededor del globo; un sentimiento, eso, una especie de emoción.
Hará tres años estuve en una exposición de autos antiguos en Buenos Aires. Había toda clase de vehículos allí, los más nuevos habrían sido fabricados antes de 1990. Recuerdo haber visto Volkswagen escarabajos, Chevrolets de largos hocicos y dobles faros niquelados junto a Buicks de colas que se alzaban en pliegues de extrañas formas: había Mercurys, Mercedes Benz, Triumphs… y si no sigo es porque ya me parezco a Harry Angstrong, aquel personaje de Updike cuando estaba a cargo de una concesionaria de Toyota.
Los dueños de semejantes vehículos bebían su mate en familia, alardeaban de sus bestias pampeanas que reunidas parecían animales de los cuales se espera una demostración. Estaba el de mejor motor rugiente en cada acelerón, otro parecía inigualable por la autenticidad y cuidado de sus partes, el de más allá hasta había ganado tres carreras. Autos con pedigrí, se puede decir.
No sé por qué cuando le comenté a uno que era cubano me respondió con una exclamación “¡Ah bueno!”, como diciendo: “¡Na!”, “¡se acabó!”, “¡de qué hablamos!” Me sentí orgulloso y confundido. Me dije: como si acaso La Habana fuera la meca de los autos de colección dada la cantidad de almendrones que pueden verse recorriendo sus calles. ¿Coleccionar? ¿Qué palabra heroica es esa? Recordé que un auto coleccionable, viejo como se dice, es también prueba grande de voluntad, resistencia contra la rutina y una clase de experiencia única contra los avatares de la escasez.
Un objeto es perpetuación. Con su posesión tal vez se intente estirar una determinada circunstancia económica, política o social. O sea, hubo un momento de bonanza que hace pensar en un momento personal de esplendor, asociado posiblemente a la juventud.
Un juego de llaves de constitución maciza como las que ya no abundan, una máquina de coser marca Singer de pedal, un viejo proyector de diapositivas, un sillón, una bicicleta, una vajilla. Volviendo a los autos, muchas veces estos ya eran muy antiguos cuando llegaron a las manos de quien lo mantiene con vida, han sido rescatados de la muerte para sobre ellos atravesar Aquerón.
Hay una película que muestra el amor de ciertas personas por esta clase de vehículos, El Gran Torino, de Clint Eastwood. En ella, Eastwood, que encarna al viejo veterano de Corea, el señor Kowalski, cuida de un Torino de 1972, marca que por cierto tuvo una semejante en la Argentina.
Pero el Torino de Ika no era lo mismo que el Torino de Ford, empresa a la que el señor Kowalski había dedicado 50 años de su existencia, etapa coincidente con el fulgor de la industria automovilística estadounidense, que vivió una presión con la llegada luego de los modelos japoneses. En el filme sus hijos usan esos autos japoneses, y como tras la muerte de la señora Kowalski han quedado transformados como el resto de la descendencia en buitres a la espera de la muerte del viejo para heredar sus pertenencias, este los odia a todos.
Para Kowalski, como para muchos buenos amantes de los autos, su vehículo representa mucho más que un auto de colección y no está dispuesto a entregarlo a unos patanes que no lo merecen, encierra su orgullo personal, su nacionalismo y lo bueno que como ser humano llegó a alcanzar un día. Por eso lo pule en las tardes y cuida de él, para que su aspecto siga siendo el de antes. Después ya veremos lo que hace con ese auto y con su vida.
Igual terquedad tienen los choferes de esos autos de Cuba. Algunos deben realizar verdaderas y complejas proezas para que su orgullo se mantenga intacto o por lo menos superviviente. Deben recurrir a toda clase de trucos, como injertarles motores de modelos modernos, realizan adaptaciones para que un viejo motor de gasolina pueda andar con petróleo. Eso sin hablar del milagro de las gomas, el sistema de suspensión, los asientos.
Aunque permanezca estacionado debido a la rotura que no siempre se puede solucionar, quien posea uno de esos viejos armatostes pertenece a una estirpe peculiar. Cuando vea por ahí que alguien pule su almendrón con balde y detergente, que lo frota con paños y lo mima como a un corcel, piense que así como habrá quien sólo pretenda mantener perfecto al vehículo que le da de comer, de la misma manera otro trata de sostener su orgullo, su ilusión, tal vez el ánimo que lo mantiene en pie.