“Escribí estas historias para dormir, para sanar mi neurosis, y al escribirlas invoqué las almas de los idos y de los quedados, de los ya muertos y de los muertos vivos. Y escribiendo les pedí paz sin poder encontrarla”. Esto ha escrito el académico, periodista y narrador Salvador Salazar (1982) en la introducción de su libro La Pausa. Relatos de la Cuba inmóvil (Iliada, 2022), cuentos donde el autor se ha sumergido en busca de sus fantasmas.
La escritura para mí también es la búsqueda de fantasmas o fantasmagorías; la convivencia con el mundo fantasmal (memorial, vivencial, ideal y persecutorio) que el autor transita, como si se tratara de una cuarta dimensión de la que quiere ofrecer a los demás sus hallazgos, desde donde sale diciendo: esto es lo que interpreto de mi existencia, esto es lo que tengo captado de ustedes y nosotros, este es el corazón que yo venía a ofrecer.
La mayoría trabaja sobre entes y circunstancias endeudadas con la memoria, buena parte inventa sobre algo que de algún modo germina en la realidad pero siempre se conecta con los recuerdos y los contextos que le marcaron, por los que padecieron y gozaron. Salvador nos ofrece un fresco de una Habana (La Habana es Cuba, dicen por ahí) profunda o, como quiere especificarlo él, de “un pequeño y desahuciado barrio del municipio 10 de octubre”.
Las historias recorren un lapsus de unos catorce años, y como catalizador aparecen las masivas protestas de julio de 2021. ¿Cuánto movieron la sensibilidad al autor? No quise preguntarle antes de reseñar su escritura, pero seguramente lo mismo que a casi todos y es evidente. Les dejo estas palabras suyas respecto a su intención narrativa: “Cada historia puede leerse como una postal o estampa independiente, pero puestas en conjunto, intentan ser un mosaico de la Cuba de esta primera mitad del siglo XXI, una historia aun inconclusa, que necesita desesperadamente, por el bien de los cubanos de adentro y de los cubanos de afuera, terminar de resolverse”.
El libro abre no con un cuento, sino con las palabras sangrantes del propio Salvador. No puede ocultar su tristeza y frustración, y además de un prólogo sentido, y los cuentos duros, que contienen apenas una pizca de humor incluso, una pizca porque el aliño aquí es otro, se abre el pecho para mostrar las entrañas en una mezcla de realismo sucio con fantasía, de absurdo con memorias realistas.
“Hay promesas que nunca se cumplen”, piensa uno de los personajes de este libro (Elena, la chica afincada en el Bronx), y para llevarle la contraria, por forzar el cumplimiento de una promesa, otro de los personajes (Yusimí) hace lo que hace, y esa acción es el cumplimiento y la operación con la que comienza el primer cuento: “Yusimí se está templando al concretero mientras a lo lejos discursa Raúl Castro quien ofrece el discurso un 26 de julio”.
Aunque en principio me pareció esta primera una historia larga, con demasiados detalles que tal vez descubren la formación periodísticas de su autor y su deseo de contarle al desconocido la realidad que le ha doblado los hombros, la historia de Yusimí (la que solo quiere un techo) se va desarrollando en estructuras como un juego de ensamblaje y eso tiene un valor, porque así como ocurre en la narración, detrás de lo que se ve en Cuba, o al menos en el barrio de estos personajes, siempre se esconderá una complejidad mayor que uno sólo descubre ensamblando partes.
Uno de los relatos que más me gustó fue “El acuerdo”. Tal vez, para definirlo de algún modo, se trata del más piñeriano, en el que advertí no solo eso que podría llamarse influjo de lo kafkiano, sino en el cual durante su lectura tuve siempre presente aquel verso del poeta Heberto Padilla: A aquel hombre le pidieron su tiempo/ para que lo juntara al tiempo de la historia.
Muchas veces (también la narración pareciera permeada intencionalmente por los discursos, las consignas, las frases hechas que se reiteran día tras día en la radio y la televisión y que perseveran en la memoria del cubano) los personajes están sometidos por un sentimiento tragicómico proveniente de ese entramado bien estructurado por la burocracia.
Puede verse otra vez en “El trámite”, historia donde su narrador se encuentra en una cola y para su sufrimiento le entran ganas de orinar. Por cierto, aparece otra vez entonces el nombre de Yusimí, ahora convertida en aprobadora de trámites y madre de un niño con amenaza de dengue. La reiteración es también otra de las obsesiones de la narración, la fritanga, el sol, la pausa: “Por eso disfruto la risa/ y las voces/ y los olores/ y los recuerdos gratos e ingratos/ y las premoniciones./ Por eso me tomo una pausa,/ dentro de la gran pausa/ en la que se ha convertido nuestra vida en este lugar del mundo,/ en esta isla infecta de Historia,/ sumida en una espera/ que se pierde siempre en el horizonte.”
Una amplia panorámica de personajes encuentra uno en esta obra de Salvador, situaciones y asuntos que marcan la vida y la sobrevida; asuntos que van desde temas aparentemente triviales pero profundamente agónicos, como las colas, hasta la autoridad paternal, ese llamado “paternalismo” que mantiene el orden filial a fuerza de compromisos y representa muchas veces el primer asomo del autoritarismo político; tema, por cierto, tan en la mira de varias generaciones de escritores. Pienso en el libro recién leído de Elaine Vilar Madruga.
Ya en “Hispano” nos presenta el tema de la migración. También Salvador, afincado en Nueva York, ha sentido en carne propia el asunto presente en las letras cubanos desde tantos siglos atrás. Además, deja correr aquí dos elementos recurrentes en la literatura cubana, como es el efecto del clima sobre la naturaleza humana, el verano, el sol, el calor que en esta ocasión ejerce un efecto resonador: “en esa época del año hace que todo, hasta los secretos, resplandezcan”.
El libro usa como separadores imágenes del fotógrafo cubano Kaloian Santos Cabrera, quien tan bien, incluso con empecinado optimismo ha captado ese mundo descrito con palabras por Salvador. Las imágenes forman en este libro un eficaz contrapunteo, nos hacen, para reiterar, tomar una pausa.
“Este es un libro escrito desde la tristeza y desde la rabia”, escribe su autor: Este es un libro escrito como quien da un portazo antes de marcharse para siempre. Triste por estar lejos, triste por ya no estar, triste por ya no pertenecer, triste porque el país ya no te pertenezca. Rabioso por haber dejado que los malos ganen quizás no la guerra, pero sí la batalla de mi generación, triste por hacerme a un lado, por dejarlos hacer.
“La esfera del compañero Fidel” no es el último relato, le sigue “El faro”, no menos sugerente, pero aquel presenta a un personaje peculiar cuya realidad me interesa para cerrar lo que interpreto del libro y su enseñanza: el personaje del cuento, llamado por su padre Fidel en honor a Fidel Castro, vive con la impresión de habitar un domo. “El encierro es más perfecto que si se tratara de un domo”: domo, esfera como las esferas de navidad, todos actores de un show que impresiona al mundo gracias a un inigualable sentimiento histriónico; todos luciéndose con inocencia como en el show de Truman y como en lo de Truman todos actuando hasta el día en que descubren la tramoya, los camarógrafos, los divertidos televidentes, y el límite.