Tanto he evocado su nombre últimamente que decidí dedicarle esta columna de hoy. Releo algunas páginas, en libros o periódicos; vuelvo a sus entrevistas, sabias, divertidas, petulantes; alguna aparición en televisión se ha popularizado en las redes, como evidencia de lo que él, Francisco Umbral (1932-2007), dijo más de una vez: “si no eres comestible, digerible, nutritivo, ya te puedes morir de hambre”.
Y sí que lo sabía Umbral, como tantos escritores y artistas de su patria y época, desde el pintor Dalí a Fernando Arrabal, sin olvidarnos del novelista y Premio Nobel (¡y Cervantes!) Camilo José Cela, cercano a Umbral por el Café Gijón y ciertas extravagancias, como aquella perla que soltara para la televisión española y a la cual muchos escritores se refirieron ya una vez en cierto programa televisivo.
Allí se habla de “escritores espectáculos” que en cierta época fueran estrellas de televisión, como decía Umbral con humor resabioso, porque “desde que las folclóricas han decidido escribir memorias y dedicarse a la literatura, los escritores tenemos que dedicarnos a las variedades”.
El propio Cela había lanzado en vivo una anécdota legendaria, por la cual casi supera en fama la notoriedad de La Familia de Pascual Duarte. Penetrante y formal, había soltado a la audiencia su capacidad para “absorber litro y medio de agua por vía anal”, declaración que casi mata de risa a la ya asombrada periodista Mercedes Milá cuando escuchó lo que explicaba don Cela, y hasta pedía palangana para probarlo. Ciertas enciclopedias se han tomado demasiado en serio la anécdota y la repiten con una inaudita importancia curricular.
Pero los escritores no se conocen por lo que enseñan los maestros de Literatura o las enciclopedias, tampoco solo por sus libros, que tienen vida propia y después, muchas veces, casi constantemente, ni siquiera los autores son importantes para ellos; los escritores son seres humanos impredecibles, cuyo comportamiento transita de lo aborrecible a la total simpatía, en un proceder que es coraza para sortear realidades, o para imponerse en ellas y, también, para asegurar su negocio, que eso es muchas veces además la escritura de un libro. Todo escritor, decía Umbral, es un impostor.
Uno de los videos más populares de la red vinculados a Francisco Umbral no aborda la lectura de un libro o acaso el discurso que ofreció al recibir el Premio Cervantes, en 2000; recoge una estadía en televisión durante la cual pierde la compostura. Se trata de un video sumamente exitoso, de una frase legendaria, casi marketinera, ya que a la mayoría resulta atractiva precisamente porque Umbral se convierte en ejemplo de ese escritor espectáculo del que tantos otros han hablado.
Como interlocutora tuvo ese día también a la muy sagaz periodista Mercedes Milá, a quien observaba Umbral con sobresalto, viendo que se hablaba de esto y de lo otro y el tiempo se acababa en aquella mesa, hasta que con sus espejuelos gruesos como el culo de una botella, tan serio que parecía de verdad enojado, o tan enojado que parecía una broma lo que estaba por protagonizar, soltó aquello que muchos recuerdan: “De mi libro aquí no se ha dicho nada, y por lo tanto estoy dispuesto a abandonar la mesa, porque yo he venido aquí a hablar de mi libro y no de lo que opine el personal, que me da lo mismo”.
Su mujer, la fotógrafa María España Suárez, dijo en una ocasión que cada vez que se echaba mano a la anécdota ella preguntaba lo mismo: ¿y usted sabe qué libro era al que Umbral se refería? La mayoría, decía la viuda, ignoraba el dato, aunque los entendidos recuerdan bien que se trataba de La década roja (1993), obra donde otra vez el escritor nadaba en las aguas de su mayor gusto: las memorias, su existencia, los hechos que lo habían conmovido, en un relato donde volvía a destacar lo que él llama “el último hombre épico de nuestra época”: el político.
Contaba Francisco Umbral sobre La década roja que se trataba de unas memorias totales y parciales al tiempo de Felipe González como presidente de España; “totales en la ambición y parciales en la opinión. Yo no creo en la imparcialidad ética ni estética”. La parcialidad vigente en su escritura, cualquiera, porque para Umbral todo era lo mismo.
Brillaba en su novela tanto como en el periodismo, desde columnas famosas en los diarios más leídos, precisamente por las firmas que lograba reunir. “Yo he difundido muchos rumores. Esta es mi filosofía periodística. El rumor, la calumnia sutil, suponen imaginación, adivinación, instinto, inventiva, mientras que la noticia la da mejor una computadora”.
“Mueve más una mentira firme que una verdad pensativa”, escribía, para sustentar con ello, del mismo modo, su terreno sagrado de libertad, algo que necesitaba para componer aquellos artículos de opinión, sus famosas columnas seguras y brutales que camuflaba con poesía.
En su desgarrador Mortal y Rosa (1975), donde cuenta la muerte por leucemia de su único hijo, con seis años, entrega otra definición: “He descubierto que el artículo es una brillante forma de fracasar”.
Ese libro-diario es una mezcla de poesía con periodismo, donde echa mano a los mejores recursos como narrador. Pareciera deshacerse por momentos, incontenible a la emoción cuando asegura, por ejemplo, que es el “único cadáver que ha escrito un libro”. Hablándole directamente al hijo que ya no está, afirma “que el mundo ha perdido, con su atentado contra ti, su última oportunidad de tener sentido y derecho a las estrellas de cada noche”.
Literaturizar la vida, mentir para preservarse, como le explicara a Lola Flores en otra disfrutable entrevista, porque al mundo no se le puede entrar con la verdad. La masa es voraz, tiene hambre y para un escritor o artista existe la imperiosa necesidad de ser comestibles: “Si eres glorioso das de comer a multitudes. Si eres solo modestamente popular, como pudiera ser el caso de uno en determinado momento, das de comer a cuatro periodistas hambrientos y cuatro universitarias asténicas. La humanidad se alimenta de sí misma”.
Aquí resume parte de su filosofía, un trozo de su disfraz que, al ser descubierto, muestra a un tipo que en verdad se llamaba Francisco Alejandro Pérez Martínez, alguien que en una foto que anda por ahí puede verse desnudo ante la cámara, vulnerable con su melena y sus piernas flacas, solo protegido por una máquina de escribir; pero así y todo lo notamos eternamente joven, mirándonos con su cara de pocos amigos, lanzando amenazas misteriosas que siempre se pueden cumplir.