Si a los estudiantes de periodismo de mi generación se nos hubiera dicho que Gay Talese, el autor de Honrarás a tu padre (1971) y decenas de historias icónicas del nuevo periodismo como “Don malas noticias”, recorría las hirvientes calles de La Habana camuflado en esa cotidianidad de supervivencias, el séquito que habría conseguido iba a ser extenso, como aquel de su última visita, cuando la Isla salía de una crisis acentuada por la caída del campo socialista y la tirante relación con los Estados Unidos. “Fue una de las experiencias más emocionantes de mi carrera de escritor”, me asegura el maestro de 88 años.
He violado una de sus reglas del oro. “No entrevisto por correo electrónico, siempre he pensado que hay que ver a la gente frente a frente”, dijo alguna vez, y lo ratifica ahora conmigo: “Lo que hago, y siempre he hecho, es estar físicamente presente, sin entrevistas telefónicas, sin Zoom; sin intercambios de correo electrónico, si puedo evitarlo”.
Pero, incluso siguiendo al pie de la letra sus preceptos, no tengo otra que sacarle partido a unas pocas preguntas y al acumulado de su prosa. Desde los 8500 kilómetros al sur que me separan del famoso brownstone de cinco pisos que habita en el Midtown de Nueva York, y con una dirección de correo electrónico a mano, no se pueden obedecer determinados consejos; ni siquiera cuando provengan del cuaderno con las reglas de oro del nuevo periodismo, escritas por uno de los más grandes de todos los tiempos. No queda otra que zambullirse en el pasado, de la manera que sea.
Es media mañana del 18 de enero de 1996. Con el equipaje aferrado a su mano izquierda, Gay Talese desciende por la escalerilla del avión que lo ha regresado al Aeropuerto Internacional José Martí. La aeronave llega de Miami como un esperanzador símbolo volante. Muhammad Ali, el legendario campeón de los pesos pesados, es la figura principal a bordo, la cara publicitaria para un donativo médico promovido por dos organizaciones humanitarias estadounidenses.
Talese no pierde de vista “al más grande”. Necesita detalles para luego descargarlos sobre los lectores de The Nation. Observa al todavía macizo exboxeador de 54 años, que, seguido de su cuarta esposa, Lonnie Williams, y de su biógrafo y amigo, el fotógrafo Howard Bingham, cae sobre el asfalto de la pista, donde será abrazado por su anfitrión. Teófilo Stevenson lo envuelve a discreción con sus brazos largos, como los de un cangrejo flexible.
Cruzan amables y breves saludos. Ali parece contenido. Su rostro prevalece inexpresivo, aun cuando esboce una discreta sonrisa. Los ojos se esconden tras unos espejuelos oscuros, las manos tiemblan. Talese aprovecha para investigar en panorámica: los grupos de periodistas se apiñan, los posibles funcionarios observan. Nadie viste verde olivo. La visita no tiene un objetivo directamente político, aunque haya política hasta en los tragos que faltarán en el coctel del Palacio de la Revolución.
Las suelas de sus zapatos conectan con el asfalto. Responde a quienes dan la bienvenida y, de repente, descubre que al famoso excampeón de los pesos pesados le han puesto camino al transporte, sobre el cual todos saldrían de la pista, para comenzar un viaje de cinco días.
La Habana podría parecer semejante a la que conoció, pero ha sufrido una dura circunstancia. Pasaron cinco años desde la disolución de la Unión Soviética y ni siquiera en los hoteles sirven los vinos búlgaros que conseguía cuando, junto a su esposa, la editora de Random House Nan Talese, vivió durante dos semanas en el Habana Libre, en 1981. Ahora la economía se ha contraído. Al sueño de la Revolución se le han abierto tantas fisuras que asemeja un pastel seco a punto de destruirse. Con todo, el gobierno de la Isla supera un quinquenio de desolación y, lo que es todavía más insólito, el líder de la Revolución, un hombre que está por cumplir los setenta años, se muestra optimista en cada una de sus largas apariciones.
Aunque no sea el centro de su visita, estas son las historias que le han interesado a Talese desde que asomó en el periodismo como apasionado de Frank Yerby, John O´Hara y los Yankees de Nueva York. Lo obsesionan las circunstancias y los personajes que perseveran en sus aspiraciones; como aquel otro campeón dos veces de los pesos pesados, Floy Paterson, de quien escribió tantas veces durante sus años como periodista deportivo en The New York Times y a quien describió en su libro Mi vida como escritor (2006) como “un hombre que nunca renunció y siempre trató de levantarse, incluso en momentos de decepción y derrota”.
Paterson apuró su retiro a los 37 años, después de un KO propinado por Ali, el personaje sobre el que ahora escribe Talese y al que no ha sacado de circulación el Parkinson que padece. Tampoco los Estados Unidos acabaron con Fidel Castro ni con quienes en Cuba piensan como él. “Los Estados Unidos han tratado de entrometerse en los asuntos cubanos durante décadas y décadas”, dice: “Me alegro de que no hayan tenido éxito. La aventura de Bahía de Cochinos fue un desastre para John Kennedy. Era un hombre encantador, pero arrogante, posiblemente porque creció privilegiado y rico”.
En el interior de un edificio monumental, zona antigua de la ciudad, Ali entrega el donativo. Él mismo ha aportado medio millón de dólares y los cubanos le agradecen. Talese se escurre entre los colegas, su cuerpo justo como de esgrimista logra ponerlo en el lugar adecuado para escuchar a Stevenson, de los mejores del boxeo amateur y tres veces campeón olímpico que da la bienvenida a su colega, ahora para las cámaras de decenas de agencias de prensa y televisoras.
Aún sonriente, quizá por la escena en la cual Ali y Stevenson posan como dos contrincantes a punto de medir fuerzas, Talese sale al espacio abierto de La Habana. Otro acto afuera. De espaldas a cuatro columnas estriadas de capitel corintio, entre cuyos dobleces se ha ido incrustando el hollín de los camellos y los almendrones atestados, Ali posa otra vez para las cámaras. Pone en manos de los funcionarios de la Salud unas cajas medianas con la etiqueta “Direct Relief International. Santa Barbara. California”. Sociedad de la Cruz Roja, puede leerse en el frontón que, como la punta de una saeta, apunta a un cielo azul como otro cualquiera al fondo.
Horas después, en El Morro, ese lugar sobre el que los cubanos hemos inventado toda clase de chistes y frases referidas a nuestras obstinaciones: el tiempo (“cuando El Morro era de palo”) y el deseo perpetuo de largarnos a cualquier parte (“el último que se vaya, que apague el faro”), Talese permanece agenda en mano. Para él no hay atajos mediante los cuales lograr una buena historia. “Paso tanto tiempo como sea posible con las personas sobre las que escribo, y paciente y probadamente les pregunto sobre ellos mismos… una y otra vez, repito algunas preguntas para estar seguro de haber recibido una respuesta completa y exhaustiva”.
El sol de Cuba es benévolo en enero. Cae sobre su cabeza como el cubano recibe a cualquier turista, amable. La insolente brisa sacude su pelo corto y plateado. Gay Talese tiene 64 años y usa trajes a la medida, zapatos especialmente fabricados, sombreros que hace importar desde Colombia, Panamá o Francia. Impecable se le ve por las callejuelas de la vieja fortificación desde la cual se dispara un cañonazo noche tras noche, en el centro de entrenamiento de La Lisa, donde Ali y Stevenson componen otro amago de pelea sobre el ring, en la visita a varios hospitales, dentro del microbús desde el cual observa a los grupos de curiosos que parecieran querer devorarlos a través del cristal. Sin variaciones en su atuendo entrará a la recepción que habrá de prodigarles Fidel Castro la noche antes de abordar el avión sobre el cual regresarían a sus rutinas.
Lo que puede ser entendido como la actitud vanidosa de un triunfador parece más una cábala personal. Talese ha llegado a una serie de razonamientos filosóficos sumamente interesantes en su larga y fructífera vida. Está convencido de que vestir es algo muy serio; cree que si uno se vistiera bien, y después se contemplara al espejo, estaría más feliz y saludable. La proyección perfecta es como un rayo de regeneración sobre el individuo. Por eso, en su casa abundan los espejos. Por eso, y porque es hijo único del mejor sastre de Ocean City (New Jersey), en ningún lugar público pierde su fina elegancia de saco gris, pañuelo ligeramente asomado al bolsillo, camisa abotonada hasta el cuello y gestos sobrios.
El narrador de “Ali en La Habana” se muestra prudente y sobrio, pero Talese disfruta la visita y se divierte. Aun con el cansancio que arrecia en el grupo a la espera de Fidel Castro la noche del coctel, ríe con los brotes de humor entre los presentes.
Es inclemente con el registro de los detalles, apenas levanta la vista para descubrir elementos que den color a su historia: los gestos de la mujer de Stevenson cuando le explica a Castro que no es ella la que conoció como compañera del boxeador meses atrás, o las mímicas del propio Castro porque, cortésmente fascinado por el truco que tantas veces repitió Ali durante la visita, ha soltado para todos un: “Ah, no, ¿pero dónde lo metió?”.
Ali se enfundaba un falso pulgar en el pulgar verdadero y hacía desaparecer el pañuelo que poco antes zarandeaba ante la multitud. También lo zarandea y desaparece allí. El truco causa tal entusiasmo en Castro que, además de una copia de la foto que Bingham le había hecho al boxeador junto a Malcom X en Harlem, durante 1963, recibió como obsequio aquel pulgar ilusorio. Con su dedo camuflado por el dedo falso de Ali, visto desde el ascensor sobre el cual abandonan la velada, Gay Talese terminó otro de sus esperados perfiles.
Al final The Nation no publicó el trabajo por encontrarlo extenso y carente del factor noticia. Tampoco lo quisieron The New Yorker, Rolling Stone, GQ, Commentary y una lista tal vez más larga. Sin embargo, es ya intrascendente dada la repercusión que logró. “Ali en La Habana” resultó ser uno de los mejores ensayos publicados en 1997, tras su aparición en Esquire, y ha pasado a formar parte de los grandes textos del periodismo literario, otro hito de su autor.
“Creo que fue una de las experiencias más emocionantes en mi carrera de escritor”, responde. “Pude ver a dos gigantes en los asuntos mundiales, ambos individualistas en extremo. Ambos habían tomado una postura contra el Gobierno de los Estados Unidos. Ali se negó a luchar en la guerra de Estados Unidos en Vietnam, y lo celebro por eso. Castro se mantuvo firme y perseverante contra los intentos de Estados Unidos de reemplazarlo, y tratar de asesinarlo. Es una gran figura heroica, de talla mundial”.
La vida de Talese es tan fascinante como cualquiera de sus historias. Para concebirlas, ha tenido que dejar parte de sí en cada proyecto antes de convertirlo en palabras, como el insecto tras la muda, que después de cada cambio surge más fuerte y robusto. En su caso, según testimonios de amigos cercanos, parecía brotar como una mejor persona.
Alguien que convive meses entre nudistas propensos a la orgía, poniendo también a prueba su matrimonio por el puro interés de investigar, comprender y escribir, tiene que ser capaz de despojarse de muchas de sus incertidumbres. La educación católica que había recibido quedó diluida, en Sandstone a los cuarenta años. Tampoco fue el mismo tras rastrear el pasado de los italianos emigrantes a América, como era el caso de los Talese, apellido de una familia ahora reducida, la suya, que forman con sus dos hijas, Pamela y Catherine.
Su visita a Cuba en enero de 1996 tuvo por contexto una crisis aguzada por “el fin de una utopía” y el tironeo político entre cubanos de las dos orillas. La experiencia le sirvió para evaluar de “lamentable” el embargo con el cual los gobiernos de su país han sometido al cubano, en esencia, por su ideología comunista. “Lamentablemente, las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba han sido terribles”, me dice: “No albergo ninguna mala voluntad hacia Cuba. La gente de allí tiene todo el derecho de decidir qué tipo de gobierno quiere. Los EEUU han tratado de entrometerse en los asuntos cubanos durante décadas y décadas”.
De hecho, al mes de la misión humanitaria encabezada por Ali, las cosas se complicaron con el derribo de dos avionetas procedentes de Miami y la posterior ley promovida por Dan Burton, aun con ciertos reparos desde el gobierno de Clinton. Esa historia era larga y Talese había empezado a entenderla en su anterior visita, que coincidió con los tiempos en los que Ronald Reagan llegaba a la presidencia.
Talese recuerda haber visto un país “depauperado” y “lleno de rusos”. Pese a eso, “me la pasé muy bien”, dice: “Mi esposa Nan y yo viajamos fuera de La Habana para ver varios estadios de béisbol y observar los partidos”. Entonces estuvo a punto de conocer a Castro, que solía aparecer de improviso en los estadios; sin embargo, el encuentro fue imposible hasta 1996.
De lo que sí puede dar fe es de haber aprovechado al máximo su estadía. “Disfruté cada momento que estuve en Cuba. La gente era extremadamente amistosa”, dice. Incluso, llegó a probar la efectividad del sistema sanitario cuando su esposa se vio obligada a recibir asistencia por problemas dentales. “Los médicos de allí no solo fueron corteses, sino muy eficaces. Se curó de su dolencia. Por supuesto, el desarrollo de la medicina cubana es bien conocido en todo el mundo. Los doctores de Cuba son extremadamente talentosos y generosos y están disponibles, lo cual es más de lo que se puede decir de los doctores de otros países”.
Uno de esos días, caminando la ciudad, encontró a Gabriel García Márquez. Faltaba un año para que recibiera el Nobel, aunque gozaba de un renombre universal. “Dios mío, qué honor conocerlo”, dice que dijo Talese, y el novelista le salió con una frase que sonaba diplomática: “Un honor conocerlo también”. Pero no era solo cortesía; para su sorpresa, el colombiano se había leído el libro suyo acabado de salir. La mujer de tu prójimo (1981) es la investigación con la que se consolidó como uno de los mejores periodistas del mundo, capaz de ponerse a prueba junto a su familia, con tal de corroborar que la sociedad estadounidense había prosperado en materia de sexualidad.
Alguna vez García Márquez aseveró que la mejor entrevista leída por él era la que Talese no hizo a Sinatra, dando lugar a una joya titulada “Sinatra está resfriado”. En realidad, se trata de una alternativa ante la frustración. Es lo que ha hecho siempre, me parece: darle una vuelta de tuerca a lo establecido, buscar al otro lado de lo visible, cambiar de perspectiva para que, junto a él, todos miremos un asunto de otra manera. Otro de sus preceptos filosóficos tiene que ver con el fracaso y el deseo proverbial de impedirlo. Para él, ciudades como Nueva York exhiben ese esplendoroso movimiento nocturno por una razón muy sencilla: sus ciudadanos más poderosos no están dispuestos a dejarse aplastar por la noche, cuando permanecen cerrados sus imperios de oficinas. De esa manera, buscando sentirse “vivos”, se han inventado el vértigo de las luces, los casinos, los teatros y los cafés.
Los papeles y notas que acopia para escribir cada historia se amontonan en su estudio como una curiosa pieza de arte adolescente. Para ayudarse a visualizar escenas y argumentos, cubre las superficies de las cajas donde los conserva, con trozos que contextualizan el tema sobre el cual va escribiendo. Con casi noventa años, se ha formado un inmenso collage a base de recortes, que podría ser entendido también como una de sus terapias más certeras. De ese modo, pareciera Gay Talese uno de los escritores-periodistas que más provecho emocional y psicológico ha sacado de la profesión.
Tal vez obtenga más datos, detalles, nombres y motivos sobre aquel viaje cubano de los ochenta, pero este texto satisface parte de una antigua curiosidad. Me lo debía desde la universidad, cuando ni Tom Wolfe logró satisfacer tanto mis búsquedas en el periodismo como Jimmy Breslin y Gay Talese. Poco importa que no haya podido cuestionarlo hasta satisfacer las dudas, después de acecharlo durante horas. Por suerte, ha sido generoso. Anticipándose a cualquier angustia, debió advertirlo antes de que abriera la boca para justificar este modo inapropiado de un periodista para con su entrevistado. “Estamos haciendo lo mejor que podemos”, me consuela.
Excelente
Retrato nítido de Talese
Breslin, Wolfe, Mailer
La elegancia traza un arco que conecta a Talese newyorker con
Tom Wolfe caballero sureño.
Trajes elegantes, sombrero perfecto y pañuelo asomando los milímetros correctos. Minutos de un oficio en el que el New York Times es de los primeros pasos. Asusta.
La visita de Ali la conocí ya habiendo emigrado en una tarde,en La Habana, la penúltima que pasé con mí padre en el bar mágico frente al mar, del Hotel Nacional.
Allí una foto que nuestra a Stevenson y Ali, me reveló el encuentro de los dos heavy weight. Totalmente desconocido para mí que en el 96 hacía kilómetros en bicicleta para trabajar en un hospital como médico.
No sabía de la visita, así que agradecer la evocación es un deber de lector. Imagino a Ernest Miller Hemingway que también publicó en Esquire ‘Un verano sangriento’ que habría sentido al ver a esos boxeadores que eran del futuro, cuando en 1961 se suicidó en Sun Valley.
En el texto de Hemingway antes que en Capote hay una crónica sobre la rivalidad con otro grande Ordoñez, de Luis Miguel Dominguín durante la temporada de 1957, con el agregado de la muerte de Ava Gadner por la que Sinatra, el del resfrío (puede ser eso posible?) El resfrío de la voz, digo, pues se sintió tan herido, por el affaire actriz-matador, que luego no quería saber de España.
Fotos de Ali con Stevenson y fotos con Fidel, fotos de Ali con Malcom y de Talese y Talese.
Redondo como desearía Parménides.
Atmósfera, referenciaa y contexto.
Otra vez me quedo con deseo de seguir leyendo.