Comienza el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, acontecimiento que en la memoria será siempre “El Festival”, y aprovecho para intercambiar opiniones afines a la verdad y la mentira, la reputación y el absurdo, la crítica. Parten de la vida de Oscar Peyrou, crítico de cine cuyo intríngulis profesional conocí este año gracias a una película presentada en Buenos Aires.
Peyrou es argentino, aunque desde los setenta reside en Valencia, España. Solo una vez estuvo en el Festival de La Habana, donde, por cierto, tan buenos críticos hemos tenido; de todas las tendencias y con mayor o menor ingenio, aunque creo que tampoco la gracia de nuestros relatores o reinventores de filmes (ni siquiera la de G. Caín) se acerca a la suya, cuya metodología queda develada con sencillez y sarcasmo debido a la mirada del director canario Octavio Guerra.
El modus operandi de Peyrou expuesto en el documental representa, a su vez, una tendencia de cierta crítica, no necesariamente relacionada solo con el séptimo arte. Se trata de quienes no necesitan experimentar algo para escribir o comentar hasta hacerle trizas; incluso, respaldan lo que pareciera pura intuición con una larga hoja de servicios laborales que nadie prueba y tampoco ponen en dudas. Tales personas parten de aspectos ajenos a la “cosa en sí”; y, en este sentido, tanto ellos como el personaje del que hablo se comportan como si en realidad fueran paracríticos.
Pero, Oscar es un verdadero visionario. Por ejemplo, le basta explorar el cartel de un filme para formarse el juicio de una película. Observa la composición del anuncio, sus dimensiones, colorido y, de este modo, obtiene la completa hipótesis con la cual desarrolla un criterio sólido sobre cualquier obra. A la vez, se fija en la manera en que aparecen ordenados los nombres, estudia la tipografía con que estos fueron escritos, valora las imágenes seleccionadas y, cual si de repente recibiera una señal, emite el juicio que por alguna causa los demás miembros del jurado apoyan.
Por supuesto, cada consideración suya queda sustentada por su reputación: largos e intensos años de trabajo en los que incluso ha ejercido la presidencia de la Asociación Española de la Prensa Cinematográfica, filial de FIPRESCI en Madrid. De modo que aquí, como en la vida real, todo eso que suele llamarse “currículo” pareciera suficiente para no impugnar opiniones por muy extravagantes que parezcan.
Es esta una de las aristas recogidas en el documental (o falso documental: es cierto todo lo que allí se cuenta, pero también todo es mentira) En busca de Oscar (Calibrando Producciones. S.L), visto este año por cuantos asistieron en abril a alguna de las jornadas del estupendo BAFICI, Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente.
El caso es interesante: Oscar asiste a decenas de festivales cada año; pero, en lugar de irse directo a las salas donde se proyectan filmes, y tal vez como hacen otros tantos jurados sin que la verdadera situación de su compromiso quede expuesta, agarra una bermuda, se echa una toalla al hombro, y se sienta a orillas de la playa o la piscina del hotel con su vista perdida (¿dónde tiene la mirada un crítico de cine?) hasta que lo sorprende el ocaso. Luego se ve obligado a retornar a la habitación donde se refugia, y regresa al mundo solo para comer o asistir a uno de esos eventos sociales de aburrimiento.
La vida de Oscar Peyrou, película mediante, trascurre entre la soledad de un departamento, una cama, la laptop, los aeropuertos y las decenas de festivales de cine a los que es invitado cada año en las más insospechadas regiones. Es un hombre que sobrepasa los setenta, de clara inteligencia, calmo sentido del humor y genes de intelectuales tan singulares como los criterios que a él se le escuchan.
Esta escena del largometraje apoya su rareza. Oscar pasea entre arbustos junto al director de un filme en competencia, ambos platican sobre cine y, quizá, el director guarda alguna esperanza de que el crítico que preside el jurado le favorezca en las premiaciones. “La pantalla en negro durante dos horas cuenta”, dice el crítico con tono frío y sarcástico: “El cine en el fondo es un absurdo, es como la vuelta a la cueva, al hombre primitivo. Yo prefiero estar en la cama solo con el ordenador que viendo una peli. A mí eso de estar en un lugar con mucha gente no me gusta mucho; así que yo debo haber evolucionado de hombre primitivo a otro tipo de cosa”.
El apellido Peyrou le sonará, por ejemplo, a los admiradores del escritor cubano Virgilio Piñera, quien tuvo una muy buena amiga en sus largos años de vida porteña llamada Graziella. Oscar es sobrino de Graziella como lo es de Manuel, celebrado escritor de policiales y amigo de Borges. Por su tía lo conecté una vez por Facebook, antes de que se diera la oportunidad de vernos y, por supuesto, supiera yo de este filme donde Oscar es Oscar y tampoco lo es.
Al llegar a España en 1976, me cuenta, averiguó por la persona más poderosa en el mundo de la prensa en Madrid, tomó el teléfono cuando le dieron el norte y por una graciosa confusión logró una entrevista personal con Manuel Fraga. El resultado fue un puesto de trabajo en la Agencia EFE, donde se mantuvo por 30 años. “Terminé como jefe de la sección cultura internacional”, dice. Antes había escrito de política y economía en dos periódicos argentinos.
Estuvo en Cuba, como ya he escrito, pero: “No me acuerdo de nada”, indica en su típico dejo desganado. Lo tenía al lado mío esa mañana, sentado en un banco justo ante el Cementerio de La Recoleta. Tantos muertos teníamos detrás que habría sido inútil voltearse para saludar. Por cierto, otra escena en el documental trascurre allí dentro. Oscar avanza entre panteones cuando, de repente, tropieza con unos pocos turistas extraviados. Uno de ellos pregunta dónde puede encontrar a la familia de Perón. “¿La viva o la muerta?”, responde él, subrayando de qué va todo.