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La insaciable necesidad de encontrar entretenimiento en una pantalla y la curiosidad perpetua que genera la naturaleza lograron que entre julio y agosto unos 18 millones de personas siguieran por Youtube la transmisión en vivo de la expedición “Underwater Oases of Mar Del Plata Canyon: Talud Continental IV”, realizada a bordo del buque R/V Falkor (too) del Schmidt Ocean Institute.
El objetivo era explorar la diversidad y distribución de las comunidades del fondo marino en uno de los cañones de aguas profundas más grandes de Argentina. Como resultado preliminar, unas 40 especies han sido descubiertas.
Los méritos de la expedición representan en sí mismos un hito, ya que —según dio a conocer el Schmidt Ocean Institute— tuvo como objetivos iniciales mostrarle al mundo los efectos nunca vistos de dos poderosas corrientes convergentes en el Cañón Submarino de Mar del Plata. Pero al escuchar las noticias pensaba yo en aquel célebre oceanógrafo, inventor y promotor marino que fue el francés Jacques Cousteau (1910-1997).

Cousteau desplegó su leyenda a base de sensibilidad, perseverancia, franqueza y creatividad, condiciones que le permitieron concretar cada uno de sus esfuerzos: fue un ferviente inventor e hizo notables aportes al submarinismo y a la promoción audiovisual del medioambiente cuando todavía no era moda y cuando no hacía falta sabotear una obra de arte para llamar la atención del mundo.
Por el contrario, su trabajo se fue conformando a base de discreciones. Su reconocimiento llegó a revelarnos el valor del mundo sumergido al que debemos la vida y al que él había llegado casi por casualidad, impulsado por problemas de salud durante la infancia y por un accidente automovilístico después.
No sólo realizó materiales cinematográficos y televisivos para mostrarnos los ecosistemas marinos, sino que además Cousteau escribió libros cargados de la magia que puede contener cualquier buen texto de ficción. He podido encontrarlos en librerías porteñas y siempre que hojeo alguno recuerdo también el homenaje del trovador Silvio Rodríguez, quien en 1992 diera a conocer esa magnífica canción donde, entre un ramaje de sugerencias poéticas, se pregunta: ¿Quién fuera Jacques Cousteau?
Si bien se conoce en la isla, creo que su paso por ella es poco conocido, pese a lo que logró allí en los casi seis meses que estuvo, en 1986, junto a su célebre oceanógrafo Calypso. Los resultados de esa expedición no solo fueron científicos y culturales, sino que aportaron un grano de arena a una necesitada apertura política y dieron un paso en la búsqueda de entendimiento entre el Gobierno cubano y el de Estados Unidos.

Ya desde el anuncio de su intención de viaje, en 1985, año en el que Ronald Reagan había entregado la medalla por la Libertad a Cousteau, el entonces subsecretario de Estado estadounidense Elliott Abrams le hacía llegar pruebas de que las autoridades cubanas eran cómplices del narcotráfico en el Caribe y apoyaban a la guerrilla del M-19 en Colombia. Según cuenta la escritora y periodista Paula DiPerna, Abrams llegó a decirle mediante carta personal: “Espero sinceramente que, tras considerar lo anterior, decida no visitar Cuba”.
La expedición, sin embargo, no se detuvo. DiPerna debió viajar a La Habana para “preparar el terreno” con antelación. Con la autorización personal de Fidel Castro “todas las burocracias desaparecieron”, según cuenta en un artículo publicado en el número 3 del magazine Avaunt.
Pero, llegados a la isla y a la espera de que el comandante los recibiera en persona, la estancia por momentos se volvía larga y tediosa; tan prolongada que Cousteau tuvo tiempo de establecer analogías: una tarde contó a su equipo que aquella espera le recordaba el día en el cual quedó atascado en el fondo del océano dentro de su submarino.
El aparato tenía el tamaño de un Volkswagen escarabajo, con el espacio justo para dos personas que, tumbadas boca abajo, podían explorar el entorno marino a través de una ventana. Habían yacido sobre el fondo sin dificultades hasta que al intentar la emersión, la nave no se movió. Cousteau comprendió que estaba trabado. En medio de las delicadas maniobras —y no falto de nerviosismo— creyó entonces ver cientos de brillantes esmeraldas verdes a través del cristal; eran tantas que la escena lo fascinó.
Fue cuando, de un golpe y debido a la fuerza de los motores, el vehículo emergía, que entendió que aquellas ensoñaciones repentinas que creía ver en realidad no eran esmeraldas, sino ojos de pulpos. Decenas de pulpos se habían enroscado alrededor del submarino y había sido ellos la razón de su inmovilidad.
Cuenta la periodista que una vez que la expedición se activó, navegaron durante casi medio año por todas las costas cubanas, buceando a voluntad, visitando escuelas, centros de arte, clínicas y granjas, y volando de un lugar a otro sobre territorio cubano con privilegios que ninguna otra entidad había tenido antes.
“Las aguas de Cuba demostraron ser sublimes”, cuenta, y añade que en el Pico Turquino, donde estuvieron durante varios días bajo un cielo azul claro y penetrante, “hasta los buceadores más experimentados y displicentes quedaron deslumbrados”.
DiPerna no era desconocedora de la política y la cultura cubana, incluso había editado The complete travel guide to Cuba en 1978, justamente el año en el cual asumió la vicepresidencia de asuntos internacionales en la Sociedad Cousteau de Nueva York, organización que desde 1973 funciona en beneficio de la conservación y protección de los ecosistemas marinos.
De aquella visita a la isla, la periodista neoyorquina recuerda también el nacimiento en Cuba de un buque de investigación bautizado como Ulises, la insinuación de Fidel Castro al francés para que le compartiera los planos de su submarino y una anécdota.
Fidel Castro quiso saber sobre las medusas, le preguntó a Cousteau si era cierto que algunos venenos podían matar a un hombre, ante lo que Cousteau sacó del bolsillo un rotulador, pidió un trozo de papel y dibujó con precisión un tipo particular de medusa. Colocó el dibujo ante el comandante y muy serio le dijo: “Si esto te pica, aunque sea en los labios, podrías morir”. “Mejor no se lo digas a la CIA, o me la enviarán a buscar y llenarán las aguas alrededor de Cuba con ellas”, fue su salida.
Otro día tuvieron un nuevo encuentro con Fidel Castro, en Cayo Piedra, sitio que recuerda DiPerna como la residencia presidencial donde el presidente cubano practicaba buceo. Fue allí donde Cousteau hizo la siguiente reflexión: “En la naturaleza, solo la diversidad es estable”, y fue terminada la conversación cuando, según cuenta la periodista, su anfitrión le respondió: “Lo pensaré. Nunca antes había considerado aplicar las leyes de la naturaleza a la sociedad”.
Lo que siguió fue la concreción de otro acto que tuvo a Cousteau como discreto protagonista, aunque la noticia no demoró en llegar a los medios de prensa. Fidel Castro había tomado la iniciativa y liberaba a 50 presos políticos, acción por la cual no se le pidió a Cousteau que hiciera ninguna declaración pública. “De hecho, no pidió nada a cambio, y nada recibió”, apunta DiPerna. El Gobierno cubano seleccionó a los prisioneros, los liberó en nombre de Cousteau y este escribió una carta para que fuera enviada a cada uno de ellos.
“Me alegra enormemente anunciarle que pronto será liberado y desearle mucha suerte en su nueva vida. Sin duda, necesitará coraje, pero la libertad merece el esfuerzo. El presidente de Cuba prometió personalmente que se le daría una oportunidad justa”, escribió de puño y letra el oceanógrafo Cousteau.
Había pasado lo del Mariel, estaba por llegar el derrumbe de la Unión Soviética y aún faltaba para que Fidel Castro dijera aquello de que “el modelo cubano no nos funciona ni a nosotros mismos”.
Gracias por este trabajo.
A usted por leerlo.