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La oscuridad es absoluta y mi padre aprovecha para hacer una llamada. En la zona donde ha vivido la mayor parte de su vida es posible tener internet desde el teléfono aunque haya apagón. “La antena está en Piedra Blanca, y allá hay corriente”, me dice.
Piedra Blanca es un barrio Vecino a Vista Alegre, el suyo; una zona que, si alguna vez prometió desparramarse en mejoría, hoy se ha secado en ensoñaciones. Parece un punto enquistado al margen del cuadrilátero de la mejor parte de la ciudad.
Los apagones se encadenan por horas en toda Cuba, y el teléfono de mi padre es la única ventana al mundo, el drenaje por el que es absorbido, como si milagrosamente pudiera escaparse de una realidad de resoles y palomas que sobrevuelan tejados a medio hacer, paredes a medio levantar, sueños a mitad de haber sido proyectados.
“Hay mangos, compay. Y aguacates en la mata del vecino”, dice, después de calcular cuántos aguacates puede comprar con su pensión.
El teléfono y la radio emergen como entretenimiento de mi padre. La radio ha sido por siglos acompañamiento; el teléfono es ya el cocimiento que beben ante el malestar de la ausencia.
Mi padre llama a sus hijos, todos radicados fuera de la isla, y no le importa la hora o el momento, la diferencia horaria o lo que sea. Si hay corte eléctrico, llama, y sólo quiere conocer un poco respecto a los que hacemos, y cada uno de nosotros cuenta lo que quiere contar.
Mi padre escucha esa estación de radio que recuerda los plomizos minutos y segundos de otra jornada estival, las noticias que hablan siempre del pasado, de las figuras del pasado, del pesado pasado, aunque no deja de mencionar el presente, siempre desde un optimismo tan delirante y frágil como las termoeléctricas que se desmayan por agotamiento en plana jornada.
También sintoniza emisoras que transmiten música. Al fin y al cabo la música es otro bálsamo, y si es bueno cantarla en los momentos de tedio, mejor es escucharla, para que fluya por nuestro interior y destupa las arterias de los malestares.
Mi padre recuerda cuando dos años atrás un ministro cubano dijo que en el verano no se llevarían la corriente. Han pasado tres años desde aquella frase que el hombre no tuvo reparos en repetir previo a cada verano después, aunque lo que viniera fueran más cortes eléctricos.
La falta de servicio y las carencias han dado lugar a un periodo tan prolongado que la gente, para no enfermarse, se ha tenido que adaptar, y pasa sus días como en un estado de guerra. “Esto es como cualquier ciudad bajo ataque, pero sin bombas”, me dice otro amigo que hasta ayer no padecía los apagones porque vivía en una zona privilegiada de la ciudad.
Una de las últimas novedades de mi padre es que se ha caído. Tiene 70 años, aún no sucumbe a la edad, pero la oscuridad llegó de golpe y lo sorprendió en el tránsito de una habitación a la otra. “Casi me mato”, me dijo.
El apagón había borrado el chupetazo de servicio eléctrico gracias al cual los vecinos aprovechan para realizar tantas tareas: cocinan, lavan, reajustan los alimentos en el refrigerador, alguno echará a andar el motor para el agua, otro la máquina con la que se gana la vida, otro verá la televisión o pondrá el aire acondicionado al máximo para que se enfríe su cuarto, porque en el momento menos pensado otra vez estarán bajo el temido influjo de la tiniebla.
Es familiar ese estado, somos conscientes de lo que significa. Cuando falta del servicio eléctrico con tal frecuencia se vive en un estado casi incivilizatorio, como si la cordura del presente o la felicidad de la humanidad fueran posibles solamente con ese maravilloso invento. En verano, además, la carencia del servicio se vuelve una tortura debido al calor.
“Ya no hay quien pueda estar aquí”, me dice mi padre, que una vez intentó irse en balsa, pero el mar le dio un golpazo, lo puso de vuelta y con el golpe perdió él el deseo de contar ese episodio. No lo cuenta. ¿A qué le teme del recuerdo? Ahora su frase preferida es “luchando”. “Aquí, luchando”. Luchando quiere decir respirando, resistiendo a los embates del tiempo, el Tiempo de la Historia que también lo ha vapuleado sin compasión.
Tengo el recuerdo mío, yo huyendo de la oscuridad, moviéndome de un barrio al otro para que no me alcanzara, para que no pudiera ganar mi ánimo, para no quedar bajo su influjo porque, si la felicidad es un golpe de luz eléctrica tras horas de tinieblas, su contrario es el desvanecimiento de la irradiación de una bombilla en medio de la madrugada.
Pero la oscuridad sigue y apenas deja escuchar frases al vuelo, golpes sobre calderos ahora, golpes que se intensifican a veces, hablan.
Escucho los perros que ladran por sobre la voz de mi padre y pienso en aquella oscuridad que me perseguía como los perros de Estambul a un personaje de Orham Pamuk.
Tengo en mente esas historias de Pamuk, quien cuenta, por ejemplo en Una sensación extraña, novela publicada ocho años después de haber recibido el Nobel de Literatura, cómo los perros solían adueñarse de las calles en los barrios pobres de Turquía. Cómo esos animales tienen la facultad de oler el miedo, suelen comportarse como amos y señores de la calle; los hombres le temen, se temen entre ellos pues se imponen el más bravío de la jauría.
Pensándolo ahora, yo mismo llegué a sentirme como aquel personaje suyo, vendedor de boza en Estambul, Mevlut, el joven que asombrado por la ciudad cambiante, en sus intenciones de vender para comer y progresar, era continuamente interceptado por los perros.
Incluso, pudo haberse dado el momento en el cual pensara que yo mismo era un perro, uno solitario y cauteloso ante las jaurías, uno de esos que se escurren por entre las aceras a la espera del momento, ese en el que pueden contar lo que escuchan durante su tránsito, pues, como también asegura otro personaje de Pamuk, este en su libro Me llamo Rojo: “Los perros hablan, pero solo para el que sabe escucharlos”.