Aunque Diario de Olympia Heghts vio la luz hace dos años, para mí es -en estos días sin demasiadas novedades literarias- un descubrimiento. No solo porque cayera en mis manos ahora, lo cual es apenas un decir, pues lo recibí por email, sino porque me permitió, previo a la conversación para los lectores de OnCuba, percibir a su autor y amigo con una profundidad mayor a la acostumbrada.
Supongo que los libros nunca llegan demorados, su entrada en la vida de uno sucede en el momento justo: surgen atraídos por nuestras impaciencias, si acaso no son estas las que nos hacen correr tras ellos.
Este, de unas 114 páginas, llega doce años después de que Michael H. Miranda, el autor, y yo nos viésemos por última vez en la que era su casa holguinera, entre estantes colmados, previo a que, junto a su familia, se dispusiera a comenzar un nuevo ciclo vital en Estados Unidos.
El libro fue publicado por Casa vacía y cuenta con la edición de Pablo de Cuba Soria. Michael lo ha dedicado a M, letra cargada de misterio para quien no les conozca, pero que apenas disimula el nombre de su esposa, la periodista y también amiga Martha María Montejo. “Con la misma devoción con que ordeno una biblioteca”, le dice en la dedicatoria, y es esta la primera referencia hecha a un espacio fundamental en la vida de esta familia y, en especial, en la del poeta.
La biblioteca es para él mucho más que el lugar donde sentarse a leer o manosear libros y revistas, a reflexionar o engordar páginas de una u otra clase; lo ha dicho ahora: se trata de “su exilio más privado”.
Podría decir también que la biblioteca en su caso fue, además, la anticipación del exilio que vive en Estados Unidos, porque asume su circunstancia con una rotunda naturaleza política, emergida en ocasiones en la corteza de estas páginas cual resina de derivaciones diversas. “Resina” fue la palabra que me saltó cuando leía algunos pasajes suyos relacionados con el exilio. Será porque, como es propio del mundo vegetal, en sus imágenes y palabras dicha segregación es una manera de neutralizar estaciones patógenas sucedidas a lo largo de su vida y originadas en momentos diversos de su madurez.
Preguntas sobre quién es verdaderamente el hombre que escribe esos textos, dudas sobre la personalidad de otros y de la suya misma (“El carácter, lo más traicionero del ser humano”, pág.: 98), la evidencia del ardor sexual en su madurez, el deseo que despierta su esposa aun cuando esté en viaje. La visión de un mundo que es y no es el suyo, esa necesidad de hallar el tono y las palabras adecuadas para, de ese modo, seguir cavilando, acaso una ambición estética advertida desde las citas con las cuales nos presenta la historia desarrollada con una mezcla de anotaciones, suyas y ajenas, de su mujer y de los autores que lee.
El escritor y su familia, en el comienzo de estas páginas, han dejado Arkansas por poco más de una semana. Su mujer e hijos viajan a Cuba. Debido a eso se trasladan por carretera hasta la Florida, donde ellos tomarán el avión. Hasta su regreso, debe permanecerá él en Olympia Heghts, zona de Miami-Dade donde viven unas tías viudas. Le acompaña su madre; aunque, como un monje en instrucción, como un antiguo copista, tendrá habitación privada, pequeña, una con ventana que lo hará aun más pensante. Es este el ambiente que dispara la escritura, es esto lo que cuenta aquí.
“Ahora resulta que como estoy escribiendo este diario, como me está gustando tanto, no quiero abandonar el rincón y quiero quedarme escribiendo y empiezo a sopesar la posibilidad de no salir más si no a lo que es realmente imprescindible.”
Las secciones en las que se divide el texto; los días, como en buen diario, fueron separadas con fotos tomadas por su esposa, por él o por amigos. Ha elegido imágenes que complementan la interpretación, que nos muestran detalles fundamentales para el sentimiento que impera en lo que nos va contando. Así sucede desde la primera (un paisaje de Arkansas, posiblemente al amanecer, una rama seca, la niebla) hasta la última (el escritor junto a una ventana, a contraluz, leyendo seguramente, también en una imagen que resulta nebulosa).
Michael desde entonces vive en en ese punto de Norteamérica. Allí se ha doctorado, imparte clases de español, ve crecer a su familia, escribe y, sobre todo, o junto con todo, recolecta libros, tal cual se le ve hacer incluso en una de esas fotos; porque, pertenece a la especie de los bibliómanos. El propio diario incluye con sinceridad un listado de títulos que marcaron su escritura. Y, al respecto, se pregunta: “¿Qué si hay más de libros que de vida?”, para enseguida él mismo responderse: “¿Y quién ha dicho que la vida atiende a esos falsos binarismos?” (61).
Con el prontuario final entiendo que, para él, o al menos para la obra leída, cada uno de esos títulos, incluyendo en ello a sus autores, son como personajes; protagonistas algunos, secundarios otros: actores todos, eso sí, que han cobrado un papel evidente, sutil o camuflado para el desarrollo de la narración.
Saco la cuenta y veo que, si se ha ajustado en este punto al periodismo que, por cierto, estudió en Santiago de Cuba, y los datos son veraces, esa estancia en Olympia Heghts, además de engordar su obra, le dejaron la cosecha de 34 títulos adquiridos en librerías; porque debo acotar que se hizo de otros tantos por vías diferentes.
La poeta Legna Rodríguez cargó una tonga desde Cuba para satisfacer el antojo de Michael; José M. Fernández Pequeño le regaló uno; su amigo Luis Felipe Rojas, tres. ¿Qué hiciste, Michael, con los cuatro que llevabas en el auto cuando emprendieron el viaje a la Florida? Nos advierte al comenzar:
“Aquí hay mucho de realidad, pero también hay una gran cuota de invención. De modo que ustedes se lo tomarán como deseen. Si les apetece jugar a un ajedrez de certezas e identificaciones de personas, historias y lugares, adelante. No me opongo. Pero no responsabilicen al autor por miserias, vergüenzas y mojigaterías de otros, que ya suficiente tiene con las propias. Yo escribí este diario porque estaba solo ante el caos. Porque estaba doblemente enamorado. Porque extrañaba a mi mujer y a mis hijos, y era mi manera de conversar con ellos, de tenerlos presente.”
Michael Hernández Miranda, que la hache es muda, pero corresponde a un apellido, nació en Cueto, en 1974. Ha sido editor, impulsor de revistas y de la música, del jazz, que es uno de sus géneros musicales preferidos. Y para culminar este reporte de lectura debo decir que también la biblioteca de Michael es su fuego. Esa hoguera no se apagará tan fácilmente, por todo lo dicho y lo no dicho, que siempre será más y mejor.
La casa de William Faulkner no queda en New Orleans, Louisiana, sino en Oxford, Mississippi, unas 280 millas hacia el norte.
En Oxford MS está su mansión y propiedad, Rowan Oak, donde pasó el resto de su vida y murió. Pero de joven vivió en New Orleans y escribió allí sus dos primeras novelas. Allí conoció a Sherwood Anderson. Esa casa de New Orleans se conserva muy bien, aunque el público sólo tiene acceso a la librería que se ve en la foto y que está en la entrada de la casa. Gracias por comentar.