Hoy desperté con la noticia de la muerte a los 92 años del poeta y narrador cubano Pablo Armando Fernández, una persona de esencia amable a quien conocí hace años cuando, siendo estudiante, empezaba a investigar el magazine Lunes del Revolución, del cual el poeta había sido subdirector en 1959.
Pablo Armando me abrió las puertas de su casa en más de una oportunidad para conversar sobre aquel pasado ante el que se mantenía siempre sereno, aun cuando a veces, y luego de perseguirlo como un perro bueno, se levantaba tras él como un inmenso dragón dispuesto a incinerarlo con sus lamidas de fuego.
Escribí una vez para un blog personal que Pablo Armando Fernández era esencialmente un hombre de mundos: a fines de los cuarenta, como tantos cubanos, se había ido a Nueva York en busca de una mejor vida. Allí conoció a Maruja, su esposa, musa y madre de sus hijos. Veinte años después sería agregado cultural en Londres.
A lo largo de su vida viajó por parajes exóticos donde viejos amigos siempre lo esperaban con los brazos abiertos, porque era de los que se regodean en decir que no cultivan el odio, y no lo cultivaba. Una cierta conexión con otras dimensiones propiciaba en él una especie de coraza. Pese al beneficio —primero que todos el beneficio de viajar—, buena parte de sus memorias estaban trabadas en una infancia fluctuante entre Delicias (Puerto Padre, Las Tunas) y Holguín.
En un lugar nació, en el otro tuvo amigos como Francisco y Andrés García Benítez, como toda una generación de escritores que, en los ochenta, le extendió la mano porque le admiraban. Por ello, me dijo un día que su vida se encontraba enlazada con esa ciudad a la que volvió para celebrar sus 80 años.
“Para mis sesenta me prepararon una fiesta mejor que la organizada por Fidel Castro en Casa de las Américas”, dijo sonriente, y me pongo a recordar ese momento, no el de la fiesta (por el que también lo criticaron sus amigos del exilio), sino el otro, cuando el escritor estaba sentado junto a un micrófono. Dos vasos en la mesa. Uno para él y otro para su amigo, el escritor Eugenio Marrón Casanova.
Recuerdo, leo en mis apuntes que también le acompañaba Bárbara, la menor de sus hijas quien, junto al esposo sugiere al poeta concisión en sus respuestas. Le recuerda nombres, fechas, títulos de libros publicados y obras de teatro, la única escrita por él: Las armas son de Hierro, representada por primera vez en 1958.
Escribió novelas que hablan de su infancia y su familia, artículos y reseñas que decodifican sus impresiones sobre la literatura y la circunstancia de un poeta en medio de una revolución. Pero, Pablo Armando Fernández escribió, sobre todo, versos.
Sus versos intentan definir gestos, memorias, una experiencia vital que alterna entre el amor y la batalla, como uno de sus poemarios. La poesía, ha dicho: le acompañó desde la infancia porque estaba asida a la casa, la familia, la gente que le veía ir de un lado al otro combinando palabras con sinceridad.
En Holguín, por sus ochenta años, Ediciones Papiro presentó Suite para Maruja, un poema de 1978 que dedicó a quien le acompañara hasta su muerte: Maruja era Pablo Armando y Pablo Armando ha sido un conciliador que no cree en enemigos ni en formalidades, que se voltea ante el dragón de la historia porque le temía menos que a la burocracia.
En uno de esos actos, un día sacó del bolsillo su carné de identidad, lo mostró ante todos nosotros y dijo: “Ni esto lo ponen bien: no nací en 1931, sino en 1929. Mi madre no se llamaba Rosalia, sino Rosalía”.
En 1996 fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura. Luego, le dedicaron una edición de la Feria Internacional del Libro. Por aquellos días se le veía brillar de emoción. La televisión le premiaba con grandes reportajes, largas entrevistas, extensas citas a su obra. Sin embargo, no todo había sido tiempo de rosas.
También padeció en los setenta cuando, junto a otros amigos, terminó despreciado por la burocracia suspicaz que ya lo tenía en la mirilla desde antes, cuando Lunes de Revolución dejó de ser el más leído para convertirse en el primero cerrado, cuando amigos como Cabrera Infante se largaron del país y también expusieron sus pechos al dragón.
El suceso que se había disparado la atención sobre su amigo, el poeta Heberto Padilla, le dejó días tristes, fríos, desencantados, aunque no lo suficiente como para hacerlo infeliz. Para espantar las malas corrientes, me dijo, solía acercarse al piano de su casa, que tocaba Maruja, para cantar con los defenestrados viejos boleros y canciones estremecedoras.
Uno miraba a Pablo Armando Fernández y siempre lo veía de la misma forma: de saco gris y rostro sereno: siempre blanco en elegantes canas y unos misteriosos ojos claros como los de un felino. Algunos le llamaban “príncipe”; otros, “que se creía un príncipe”; no pocos, “que vivía como un príncipe”. A Pablo solo la vida le importaba.
Leo, haces un retrato conciso y atinado de PAF; necesitamos personas como él, escritores como él. Gracias por tu texto
Gracias, Mauro, por la foto.