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Once años atrás llegué a la Argentina, una fría y gris mañana de julio cuando el país amanecía apesadumbrado por la derrota ante Alemania en el Mundial de Brasil. Tanto sol había agarrado en mi vida tropical que me fascinó aquel frío, la nublazón, el lloviznar constante sobre avenidas retorcidas y encaracoladas o infinitas.
Apenas tenía unas cuantas referencias de la tierra a la que llegaba: Borges, Maradona, Cortázar, Piglia, el tango y el cine de Fabián Bielinsky, Marcelo Piñeyro, Juan José Campanela… Me encantaba el frío, no tanto ahora; el mate no me ha conquistado aún.
No era ducho en la materia; ni siquiera sabía que el fin del mundo estaba en una ciudad llamada Ushuaia, que los nombres de los marineros muertos de Mar del Plata quedaban inscritos sobre la piedra de la costanera, que debería tomar el mismo tren que antes tomara Pedro Henríquez Ureña para llegar a La Plata y que la gente te puede saludar con un: “Qué tal, flaco”, aunque estés un poco sobrepeso.
Sobre el tema del agua: nunca había reparado en el río de La Plata, no imaginé que en su vastedad podría convertirse en mi Mar Caribe, el agua que me relaja en medio de la tormenta diaria, cuando no faltan vicisitudes, porque uno también sigue recibiendo las suyas por WhatsApp, y, sumadas a las de esta tierra austral, con las que vienen desde la isla no falta tiempo para preocupaciones.
Pero, de todo se sale, maestro, porque todo tiene su tiempo y nada se prolonga más de lo que se debe prolongar.
En Argentina he tenido el tiempo de la paternidad, el de la reinvención, el de tener que ampliar el universo intelectual, el de comprender el funcionamiento de la democracia, el de limpiar mi cerebro de las ideas preconcebidas que funcionan como lastre; he debido superar taras arrastradas desde niño, cuando la sociedad en la que crecía juraba creer seriamente en su futuro luminoso.
Sin embargo… mírame, hermano mío: en el futuro. Muchos de los compañeros de aquellas aulas también se encuentran en él, y comentan lo que observan a su alrededor, pero no todos lo hacen desde la isla, sino desde cualquier parte del globo: España, Estados Unidos o Uruguay. Desde Chile, Bolivia, Francia, Rusia, Israel o Japón describimos nuestro entorno y lo contraponemos al entorno del recuerdo.
Muchos como yo han llegado a este punto de disquisiciones, porque el país donde han vivido los recientes años de su existencia también les expendió el papel para nombrarlos oficialmente uno de los suyos.
Cuando tenía la edad que tiene ahora mi hijo llegué a imaginarme que conduciría un auto volante, pero, ¿argentino en el siglo 21?
Hablaba un día con el poeta Jorge Luis Arcos; le decía: “Míranos en este lugar inhóspito…”, y el poeta me rectificó: “Todo menos inhóspito”. Es una rotunda verdad. Ya lo decía Borges: la amistad es pasión argentina; hay aquí una condescendencia: mucha gente que llegó desde alguna parte empujada por semejantes circunstancias.
Tiene un valor especial la nacionalidad con consciencia de asumirla; tanto más, o casi, que una tenida per se. Al final, la mayoría nace en el lugar donde pudieron asentarse sus ancestros, donde estuvieron por la posibilidad de estar, porque hasta ese pedazo de tierra alcanzaron a llevarlos sus pies, y su alma. Uno abre los ojos allí, pero tal vez no los abriera completamente.
Habiendo asumido la nacionalidad argentina, habiendo jurado con una mano en alto por la bandera y el honor del río de La Plata, me pregunto dónde en mi corazón queda el grueso de la primera patria, cuánto de ella será trascendente para mi hijo si no le hablo algunas veces de la Historia porque prefiero relegar recuerdos, nombres y circunstancias que han condicionado la existencia de tanta gente en ese mi primer lugar, la isla-casa.
Pero, después de celebrar los papeles de la nacionalidad hasta jugamos al cubanoómetro. Y que si digo “bururu barará” ¿cuál es la respuesta?, o ¿dónde gritaron “Lorencito”?, y que si el tamarindo, el plátano y la palma. Cuando nos reunimos cerca de año nuevo, volvemos a caer en tema.
La llama que tengo de Cuba debe atizarse según las circunstancias. A veces necesita una bocanada de viento para levantar la brasa; otras, arde hasta sus últimas consecuencias para en un temblor mantenerse viva. Es raro el sentimiento en ciertas circunstancias.












